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Soberanía monetaria e inflación
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Juan Ramón Rallo

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Soberanía monetaria e inflación

Los gobiernos sí se enfrentan a restricciones financieras y, cuanto más se persuadan los gobiernos de que no se enfrentan a ellas…, más las padecerán

Foto: Foto: Pixabay/svklimkin.
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Durante la pandemia hemos experimentado uno de los programas de estímulo monetario y fiscal más intensos de la historia de la humanidad. En parte, porque las circunstancias extraordinarias invitaban a los políticos a ello y, en parte, porque llevábamos más de una década sin una inflación significativa a pesar de las notables monetizaciones de deuda perpetradas por los bancos centrales y a pesar de que los déficits públicos (si bien menguantes en Europa) no fueron precisamente modestos. En cierto modo, pues, parecía que habíamos entrado en una era de dinero gratuito: una era donde los políticos podían gastar cuanto quisieran con cargo a la deuda sin que ello repercutiera de ningún modo ni sobre la inflación ni sobre los tipos de interés.

Tampoco es casualidad, por cierto, que durante estos años una escuela de pensamiento que, como la Teoría Monetaria Moderna, plantea que los estados no se enfrentan a ninguna restricción financiera haya ganado cierta prominencia política e incluso académica: en apariencia, en efecto, podíamos gastar sin otro límite que el pleno empleo de los recursos.

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Sin embargo, desde hace meses la inflación está volviendo a copar los titulares de prensa y la ilusión del dinero gratuito empieza a no resultar tan obvia como antes de 2021. No obstante, como muchos siguen confiando en que esta elevación de los precios tiene una naturaleza transitoria (los famosos cuellos de botella), todavía no se ha desvanecido por entero la esperanza de que el dinero gratuito pueda seguir lloviendo a raudales durante los próximos años.

Mas, aun dejando de lado el análisis sobre las causas de la inflación actual, la idea de que no existen restricciones financieras a la capacidad de gasto de los gobiernos es absurda. Si los gobiernos no gastan recaudando impuestos, deberán gastar emitiendo bonos o emitiendo moneda. Lo primero 'ceteris paribus' hace bajar el precio del bono y, por tanto, hace subir los tipos de interés; lo segundo 'ceteris paribus' hace bajar el valor de la moneda y, por tanto, hace subir la inflación. Solo si la demanda de bonos o la demanda de moneda es muy intensa, un Gobierno puede incrementar sus pasivos sin que estos bajen de precio, esto es, solo bajo esas circunstancias puede gastar de un modo cuasi gratuito (y, aun así, tampoco sin límites).

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Ahora bien, ¿por qué la demanda de bonos o de moneda de algunos Estados es tan intensa? Pues porque los inversores confían en que tales Estados no van a abusar ni de la emisión de bonos ni de la emisión de moneda: a saber, que van a intentar estabilizar el valor de ambos pasivos en el largo plazo (o, al menos, les van a imponer un coste muy bajo, en forma de señoreaje, a aquellos inversores que los adquieran para proteger su patrimonio en el largo plazo). Si el marco institucional fuera distinto, si un Gobierno de verdad se creyera que puede gastar sin restricción financiera alguna, los inversores no confiarían en sus pasivos y, por tanto, carecería de capacidad para emitirlos sin coste. En términos económicos, si el Gobierno ejerce dominancia fiscal sobre la política monetaria (es decir, si el banco central se convierte en subalterno del Gobierno y la preservación del valor de la moneda pasa a un segundo plano), entonces la demanda privada de moneda 'fiat' será mucho menos intensa y mucho más fluctuante que si existe dominancia monetaria (es decir, si el banco central es independiente y se preocupa por estabilizar el valor de la moneda 'fiat').

En un reciente 'paper', los economistas John Hooley y Mika Saito han analizado precisamente qué ocurre en aquellos países en los que el banco central proporciona estructuralmente una mayor asistencia financiera al Gobierno (y donde cabe presuponer, por tanto, que rige la dominancia fiscal): en concreto, en los países del África subsahariana (cuyos bancos centrales sistemáticamente le prestan al Gobierno entre el 1% y el 2% del PIB). ¿Y qué ocurre en este colectivo de países? Pues al margen de sonados episodios hiperinflacionistas (como en Zimbabue, Angola o República Democrática del Congo), por cada punto de PIB de financiación que sus bancos centrales le proporcionan al Gobierno, el tipo de cambio se deprecia un 1% y la inflación aumenta en un 0,5%. Y, aunque los autores del 'paper' no lo exploran, es muy probable que esta relación diste de ser lineal, de modo que, superados ciertos límites críticos, la inflación se vuelva exponencial. Más inflación significa mayor parasitismo monetario sobre los tenedores de la moneda (y de los bonos no indexados a inflación) que terminan siendo quienes cubren el sobregasto estatal.

En definitiva, los gobiernos sí se enfrentan a restricciones financieras y, cuanto más se persuadan los gobiernos de que no se enfrentan a ellas…, más las padecerán.

Durante la pandemia hemos experimentado uno de los programas de estímulo monetario y fiscal más intensos de la historia de la humanidad. En parte, porque las circunstancias extraordinarias invitaban a los políticos a ello y, en parte, porque llevábamos más de una década sin una inflación significativa a pesar de las notables monetizaciones de deuda perpetradas por los bancos centrales y a pesar de que los déficits públicos (si bien menguantes en Europa) no fueron precisamente modestos. En cierto modo, pues, parecía que habíamos entrado en una era de dinero gratuito: una era donde los políticos podían gastar cuanto quisieran con cargo a la deuda sin que ello repercutiera de ningún modo ni sobre la inflación ni sobre los tipos de interés.

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