Laissez faire
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Luchar contra la inflación con más inflación
No, este plan no debería financiarse con deuda, sobre todo si va a tener un carácter más duradero, sino con menos gastos o más impuestos
El plan del Gobierno para contrarrestar los daños económicos de la inflación puede analizarse desde distintas perspectivas. En primer lugar, podemos plantearnos si debemos compensar a todo el mundo o si, en cambio, deberíamos centrarnos en proporcionar auxilio a aquellos ciudadanos más desfavorecidos (tal como defendía el Banco de España). En segundo lugar, si la forma más adecuada de proporcionar compensación a todo el mundo es la que ha planteado el Ejecutivo: con una rebaja universal de 20 céntimos por litro de combustible que no distingue por capacidad económica. Y en tercer lugar, y eso es de lo que quiero centrarme a hablar aquí, si esa rebaja universal de 20 céntimos por litro, así como el resto de medidas comprometidas por el Ejecutivo, que totalizan un impacto presupuestario de 6.000 millones de euros en un trimestre, deben engrosar el déficit público en estos momentos de elevada inflación o deberían, por el contrario, financiarse con otros ajustes presupuestarios.
Esta última cuestión puede subdividirse, a su vez, en dos preguntas. Por un lado, ¿cuál es el objetivo de este paquete de medidas? ¿Redistribuir las pérdidas de la inflación o estimular la actividad económica? En principio, no se trata de un paquete concebido para estimular la economía porque esta continúa creciendo —aunque tal vez a menor ritmo— y porque, además, ya existe un conjunto de medidas —los famosos fondos europeos— específicamente dirigidas a ese fin (aunque nunca ha quedado muy claro si estábamos ante una política de carácter coyuntural o estructural). Por consiguiente, si el objetivo de la rebaja del precio del carburante, de las ayudas sectoriales o del incremento de la dotación del ingreso mínimo vital no es estimular la actividad y el empleo, sino compensar pérdidas, entonces no hay un claro motivo para financiarlas mediante deuda.
Pero, claro, también cabría argumentar que, dada la posible desaceleración que acaso estemos experimentando, un impulso a la actividad en forma de estímulos fiscales tampoco nos amargaría la coyuntura. Y es aquí donde cobra sentido la segunda pregunta: ¿los costes de un estímulo en estos momentos son inferiores a sus beneficios? No lo parece. Estamos en un contexto caracterizado por el exceso de gasto agregado que se está traduciendo en elevaciones de precios: es verdad que parte de esas elevaciones son responsabilidad específica de la guerra en Ucrania, pero la mayor parte son anteriores a la misma.
Los bancos centrales, especialmente en Reino Unido y en EEUU, parecen haber empezado a comprender que urge un enfriamiento de ese volumen de gasto agregado para desacelerar la subida de precios y anclar las expectativas. Pero los gobiernos, acaso más condicionados por la coyuntura electoral, no parecen haberlo comprendido del todo: de ahí que, justo cuando necesitaríamos una política fiscal con un tono más contractivo, muchos de ellos no se den por interpelados e incluso algunos opten por agrandar aún más el déficit público.
Así las cosas, alimentar todavía más el gasto agregado —tengamos presente que si este plan se prolongara durante todo un año tendría una incidencia presupuestaria de 24.000 millones de euros— es una receta para cebar todavía más la inflación. No, este plan no debería financiarse con deuda, sobre todo si va a tener un carácter más o menos duradero (el Ejecutivo ha puesto su fecha de caducidad en junio de este año… Y luego, ¿qué hará si la inflación sigue mordiendo?), sino que debería sufragarse con otras medidas presupuestarias de monto equivalente, pero de signo contrario: a saber, o recortes del gasto (desde una perspectiva más liberal) o subidas de impuestos (desde una perspectiva más socialdemócrata).
Si el Gobierno quiere redistribuir los costes de esta crisis, que los redistribuya (aunque también sobre esto habría críticas que hacer): pero que los redistribuya dentro de la generación presente, no desde la generación presente a la generación futura. Justamente, lo que la inflación nos está señalando es que ya hemos cargado demasiadas facturas presentes a la generación futura, hasta el punto de que parte de las mismas ya se están empezando a cobrar hoy en forma de dilución del poder adquisitivo de muchos ciudadanos. Si nos estamos volviendo más pobres de los que creíamos ser (por la crisis energética o por el exceso de deuda pública acumulado en los últimos años), puede que haya que repartir los quebrantos, pero desde luego no de ocultarlos debajo de la alfombra.
El plan del Gobierno para contrarrestar los daños económicos de la inflación puede analizarse desde distintas perspectivas. En primer lugar, podemos plantearnos si debemos compensar a todo el mundo o si, en cambio, deberíamos centrarnos en proporcionar auxilio a aquellos ciudadanos más desfavorecidos (tal como defendía el Banco de España). En segundo lugar, si la forma más adecuada de proporcionar compensación a todo el mundo es la que ha planteado el Ejecutivo: con una rebaja universal de 20 céntimos por litro de combustible que no distingue por capacidad económica. Y en tercer lugar, y eso es de lo que quiero centrarme a hablar aquí, si esa rebaja universal de 20 céntimos por litro, así como el resto de medidas comprometidas por el Ejecutivo, que totalizan un impacto presupuestario de 6.000 millones de euros en un trimestre, deben engrosar el déficit público en estos momentos de elevada inflación o deberían, por el contrario, financiarse con otros ajustes presupuestarios.
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