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Los estímulos fiscales sí son responsables de la inflación
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Juan Ramón Rallo

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Los estímulos fiscales sí son responsables de la inflación

La presente inflación nos ha recordado una importante elección que jamás deberíamos haber olvidado: la deuda pública se termina pagando tarde o temprano

Foto: Kristalina Georgieva, directora gerente del FMI. (EFE)
Kristalina Georgieva, directora gerente del FMI. (EFE)
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Los partidarios de los megaplanes de estímulo de 2020 y de 2021 han estado durante muchos meses negando la realidad de que esas políticas excesivamente expansionistas hayan sido corresponsables de la históricamente alta inflación actual. Primero le echaron convenientemente la culpa a los cuellos de botella ocasionados por la pandemia y después trataron de convertir la invasión de Ucrania por parte de Rusia en el nuevo chivo expiatorio con el que dar una explicación a todas las subidas de precios. Y, desde luego, ambos factores han influido en la inflación actual, pero es dudoso que lo puedan explicar todo, sobre todo dado el claro sobrecalentamiento que exhibe la economía estadounidense (los empleos vacantes en EEUU alcanzan la cifra de 11,5 millones, mientras que el número total de parados es de 5,9 millones: a saber, aun cuando todos los parados encontraran empleo, seguiría habiendo 5,6 millones de puestos de trabajo sin cubrir).

Tan es así que durante los últimos días los artífices de esos megaplanes de estímulo han pasado de negar absolutamente cualquier tipo relación con la alta inflación actual a admitir con la boca chica que sí tienen su parte de culpa.

La primera en hacerlo fue la directora gerente del FMI, Kristalina Georgieva, cuando hace un par de semanas reconoció que "no estamos prestando suficiente atención a la ley de las consecuencias no intencionadas. Tomamos decisiones con un objetivo en mente y rara vez pensamos sobre qué otras cosas que no son nuestro objetivo podrían llegar a ocurrir. Tomemos como ejemplo cualquier decisión que sea una decisión masiva: como la decisión de que teníamos que gastar para apoyar la economía. En ese momento sí intuíamos que eso podía llevar a que demasiado dinero estuviese persiguiendo demasiados pocos bienes, pero no analizamos las consecuencias de un modo exhaustivo, lo que podría haber informado mejor nuestras decisiones". Es decir, que no tuvieron suficientemente en cuenta el riesgo de inflación en su toma de decisiones y, al despreocuparse por la inflación, terminaron alimentándola.

Foto: La presidenta del BCE, Christine Lagarde. (Reuters/Pool/Daniel Roland) Opinión
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Más explícita todavía ha sido la secretaria del Tesoro estadounidense (y antecesora de Jerome Powell al frente de la Reserva Federal), Janet Yellen. A pesar de que su jefe, Joe Biden, ha negado en muy numerosas ocasiones que sus planes de estímulo tuviesen algún tipo de relación con la alta inflación que están experimentando los estadounidenses, Yellen por fin ha reconocido en una reciente entrevista para el 'Wall Street Journal' que, por necesidad, algo habrá tenido que ver: "La inflación es un fenómeno explicable por la demanda y por la oferta, y todo el gasto que se ejecutó a través del American Rescue Plan ciertamente alimentó la demanda". Pese a ese comedido 'mea culpa', Yellen sigue justificando su plan de estímulos por los altos riesgos a los que aparentemente se exponía la economía estadounidense al comienzo del mandato demócrata.

Obviamente, se trata de dos debates distintos: por un lado, cuáles son los costes de los planes de estímulo y, por otro, si esos planes de estímulo generan beneficios que cubran ampliamente los costes. El problema reside en que, hasta el momento y debido a que la inflación se había mantenido muy baja, llevábamos años escuchando que los estímulos estatales son almuerzos gratuitos que no es necesario pagar nunca de ningún modo. De ser así, poca justificación resultaba necesaria para impulsar el endeudamiento público: por escasos que fueran sus beneficios, como sus costes eran iguales a cero, el análisis coste-beneficio se superaba por defecto.

Ya no es el caso. La presente inflación nos ha recordado una importante elección que jamás deberíamos haber olvidado: la deuda pública se termina pagando tarde o temprano (salvo acaso aquella que permanezca estructuralmente como reserva de liquidez en los saldos de tesorería de los agentes). Y se paga con menos gasto, con más impuestos o con más inflación. De hecho, la inflación no es más que el impuesto sin legislación con el que amortizamos la deuda pública, diluyendo su valor. Es decir, un impuesto sobre el patrimonio que recae únicamente en quienes poseen pasivos estatales (aun cuando estas no sean sus únicas consecuencias distributivas). Un impuesto muy distorsionador al que sería preferible no recurrir aun cuando se quieran sufragar determinados programas estatales. Vamos, justamente aquello que se nos había estado negando durante más de una década y cuya negación también es corresponsable de la alta inflación actual.

Los partidarios de los megaplanes de estímulo de 2020 y de 2021 han estado durante muchos meses negando la realidad de que esas políticas excesivamente expansionistas hayan sido corresponsables de la históricamente alta inflación actual. Primero le echaron convenientemente la culpa a los cuellos de botella ocasionados por la pandemia y después trataron de convertir la invasión de Ucrania por parte de Rusia en el nuevo chivo expiatorio con el que dar una explicación a todas las subidas de precios. Y, desde luego, ambos factores han influido en la inflación actual, pero es dudoso que lo puedan explicar todo, sobre todo dado el claro sobrecalentamiento que exhibe la economía estadounidense (los empleos vacantes en EEUU alcanzan la cifra de 11,5 millones, mientras que el número total de parados es de 5,9 millones: a saber, aun cuando todos los parados encontraran empleo, seguiría habiendo 5,6 millones de puestos de trabajo sin cubrir).

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