Laissez faire
Por
Por una auténtica competencia fiscal entre administraciones
Las autonomías no son realmente autónomas sobre sus impuestos (no digamos ya los ayuntamientos)
La creación de un impuesto a las grandes fortunas por parte del Gobierno central ha sido vista como un ataque frontal a las competencias fiscales de las autonomías, por cuanto cabe entenderla como una recentralización por la puerta de atrás del impuesto sobre el patrimonio. Quienes formulan tales críticas entienden que debería existir un reparto absolutamente delimitado de las bases imponibles o de las figuras tributarias entre los distintos niveles administrativos: patrimonio les corresponde a las autonomías, el 50% del IVA y del IRPF le corresponde a la Administración central, sociedades le pertenece en exclusiva a esta última, etc.
Sin embargo, precisamente este rígido reparto de figuras impositivas entre administraciones públicas es uno de los grandes problemas de nuestro sistema de financiación autonómica. Lo que los distintos niveles administrativos deben distribuirse son las competencias: es decir, qué servicios le corresponde prestar a la Administración central, cuáles a la Administración autonómica y qué otros a la Administración local. Quizás en algunos casos sea conveniente que pueda haber duplicidades y competencia entre administraciones, pero, en general, cada una de ellas debería tener bien claro qué puede y qué no puede hacer en materia de gasto.
Distinto es el caso de los ingresos. Aunque, desde una perspectiva liberal, la autoridad política de los Estados para establecer unilateralmente tributos sobre la población no existe —o, en todo caso, ha de ser la mínima indispensable para el mantenimiento del orden público—, desgraciadamente no vivimos en ese mundo en el que la mayoría de la población juzga que la fiscalidad es ilegítima de raíz y que, por tanto, los gobernantes no deberían aprobar impuesto alguno sin el consentimiento de cada contribuyente afectado. Por ello, y como segundo óptimo institucional, acaso resulte preferible que cada Administración se encargue sin cortapisas de establecer los impuestos que crea necesitar para sufragar los gastos que se correspondan según su nivel de competencias.
Es decir, cualquier Administración pública (incluyendo la local) debería ser responsable de recaudar dentro de su territorio los ingresos suficientes para sufragar sus gastos. No debería haber figuras fiscales reservadas para ningún nivel administrativo ni tampoco debería haber (salvo en supuestos excepcionales) transferencias entre administraciones públicas. De esa manera, la Administración central establecería en todo el territorio nacional aquellos impuestos (sobre la renta, sobre el consumo, sobre el patrimonio, etc.) que considere necesarios para financiar sus gastos. Asimismo, la Administración autonómica fijaría en su territorio regional aquellos impuestos (sobre la renta, sobre el consumo, sobre el patrimonio) que crea necesarios para hacer frente a sus desembolsos. Y, finalmente, la Administración local fijaría en su territorio municipal las figuras impositivas (sobre la renta, sobre el consumo, sobre el patrimonio, etc.) que considere necesarias para respaldar sus egresos.
Eso significaría que podríamos tener diversos tramos sobre un mismo impuesto: un tramo nacional, otro autonómico y otro municipal sobre el IRPF (o sobre el IVA, o sobre el impuesto de sociedades o sobre el impuesto de patrimonio…). En la actualidad, esos tramos ya existen en parte en el IRPF (no en otros impuestos), pero su funcionamiento está viciado de raíz: la recaudación del IRPF dentro de una autonomía no permanece dentro de esa autonomía, sino que en su mayor parte es redistribuida a través del sistema de financiación autonómico hacia otras administraciones autonómicas. Esto es, las autonomías no son realmente autónomas sobre sus impuestos (no digamos ya los ayuntamientos).
Con administraciones realmente autónomas sobre los impuestos, tendríamos competencia a múltiples niveles. Si el Gobierno central considera que España —toda España— necesita un impuesto a las grandes fortunas, debería tener plena competencia a establecerlo aun allí donde las autonomías mantengan en vigor el impuesto de patrimonio; asimismo, si la Comunidad de Madrid quiere eliminar buena parte del tramo autonómico de IRPF, o de sociedades o de IVA, también debería poder hacerlo. De esa manera, podríamos comprobar qué combinaciones de impuestos nacionales, autonómicos y locales favorecen de verdad un mayor desarrollo y calidad de vida para sus ciudadanos.
Acaso se diga que esta propuesta finiquitaría la (mal llamada) 'solidaridad interterritorial', pero ni siquiera tendría por qué: si la Administración central posee la competencia de suplementar los ingresos de ciertas autonomías, podría incluirlo en su propio presupuesto y financiarlo a partir de sus propios impuestos nacionales. Tales transferencias, como decíamos, no deberían ser la norma, pero, precisamente por ello, cuando tengan lugar deberían estar debidamente justificadas para alcanzar algún objetivo concreto, lo que facilitaría su fiscalización.
En suma, bien está que el Gobierno central se arrogue la potestad de crear un impuesto a las grandes fortunas. Lo que falta es que los gobiernos autonómicos y locales también tengan esa libérrima potestad de poner y, sobre todo, de quitar impuestos.
La creación de un impuesto a las grandes fortunas por parte del Gobierno central ha sido vista como un ataque frontal a las competencias fiscales de las autonomías, por cuanto cabe entenderla como una recentralización por la puerta de atrás del impuesto sobre el patrimonio. Quienes formulan tales críticas entienden que debería existir un reparto absolutamente delimitado de las bases imponibles o de las figuras tributarias entre los distintos niveles administrativos: patrimonio les corresponde a las autonomías, el 50% del IVA y del IRPF le corresponde a la Administración central, sociedades le pertenece en exclusiva a esta última, etc.
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