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Ataque contra el mismo Estado de derecho
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Juan Ramón Rallo

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Ataque contra el mismo Estado de derecho

Esto último es lo verdaderamente peligroso: no que se cuestione la actuación concreta de los distintos poderes del Estado, sino que se cuestione la existencia misma de contrapoderes

Foto: Pleno del Tribunal Constitucional. (EFE/Fernando Alvarado)
Pleno del Tribunal Constitucional. (EFE/Fernando Alvarado)
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Existe algo ciertamente inquietante en la escalada retórica de buena parte de la izquierda española contra el Tribunal Constitucional por haber suspendido la tramitación de dos enmiendas que modificaban, sin la suficiente fiscalización parlamentaria, dos leyes orgánicas capitales dentro de nuestro entramado institucional (la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional). Y lo inquietante no es tanto que se suban los decibelios de la descalificación —desde Unidas Podemos, socio de gobierno, se ha impuesto la consigna de que el Constitucional ha dado un “golpe de Estado”—, sino los argumentos que se ofrecen para justificar tales insultos superlativos.

Así, la idea que tanto PSOE como Podemos están introduciendo en el debate público es que el Tribunal Constitucional es golpista porque cualquier actuación contra el Congreso, sede de la soberanía nacional, constituye un ataque frontal contra la democracia misma. Pablo Iglesias, por ejemplo, ya ha manifestado que tanto el poder ejecutivo como el judicial están sometidos al poder legislativo, el cual a su juicio tiene incluso competencias para modificar de arriba abajo la Constitución (obviando que la Carta Magna cuenta con un procedimiento agraviado de reforma que impide, precisamente, que ninguna mayoría del Congreso pueda alterar aspectos cruciales de la misma sin el concurso de un referéndum). Asimismo, aunque de un modo menos explícito que Iglesias, la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, también ha manifestado que ninguna ley se ubica por encima del reglamento del Congreso y del Senado (olvidando que la ley de leyes, la Constitución, sí lo hace: y en atención a la misma ha resuelto el Constitucional).

Por supuesto, uno puede discrepar del contenido de la decisión tomada por el Tribunal Constitucional: cinco de los 11 magistrados que lo integran han hallado argumentos que probablemente no sean del todo disparatados para mantener una posición opuesta a la tomada por la mayoría del pleno. El derecho posee cierta flexibilidad a la hora de ser interpretado: no absoluta —no cabe todo dentro de él—, pero sí relativa. Precisamente por eso necesitamos intérpretes para este derecho, a saber, porque su aplicabilidad a situaciones muy heterogéneas ha de evaluarse caso por caso y, en cada uno de esos casos, diversas aplicaciones pueden terminar teniendo cabida: si una parte interpreta razonablemente la ley de un modo y otra parte la interpreta razonablemente de otro modo, ¿cómo dilucidar qué interpretación es la aplicable en esa situación concreta? Delegando tal cometido a un órgano especializado en ello que ponga, por esa vía, fin a una disputa potencialmente interminable entre ambas partes. Por ello, mientras un tribunal no adopte ninguna decisión abiertamente contraria a la ley (no digamos ya a la Constitución), sus resoluciones podrán gustarnos más o menos, pero es el mecanismo institucional que hemos acordado para fijar qué interpretación jurídica prevalece en cada caso.

Foto: Fachada del Tribunal Constitucional. (EFE/Ballesteros)

Por eso, el Gobierno y sus adláteres podrían llegar a argumentar legítimamente que, desde su punto de vista, el Constitucional ha interpretado la ley de un modo forzado e ideologizado debido a la “mayoría conservadora” que subsiste dentro de este organismo. Lo que no deberían decir es que esa decisión es antijurídica y mucho menos que, aun cuando fuera jurídica, supone un atentado contra la democracia porque el Constitucional está imponiendo límites al poder legislativo. Esto último es lo verdaderamente peligroso: no que se cuestione la actuación concreta de los distintos poderes del Estado ante diversas situaciones, sino que se cuestione la existencia misma de contrapoderes que puedan limitar la voluntad suprema del legislativo.

Adonde nos conducen este tipo de mensajes que tanto Podemos como PSOE están apadrinando es a la desaparición de la separación de poderes y, por tanto, del Estado de derecho en España.

Existe algo ciertamente inquietante en la escalada retórica de buena parte de la izquierda española contra el Tribunal Constitucional por haber suspendido la tramitación de dos enmiendas que modificaban, sin la suficiente fiscalización parlamentaria, dos leyes orgánicas capitales dentro de nuestro entramado institucional (la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional). Y lo inquietante no es tanto que se suban los decibelios de la descalificación —desde Unidas Podemos, socio de gobierno, se ha impuesto la consigna de que el Constitucional ha dado un “golpe de Estado”—, sino los argumentos que se ofrecen para justificar tales insultos superlativos.

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