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La última ocurrencia de Errejón: un salario máximo
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Juan Ramón Rallo

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La última ocurrencia de Errejón: un salario máximo

Las ganancias para el resto de la sociedad de semejante medida no resultan demasiado claras, salvo que se trate de dar rienda suelta a las pulsiones envidiosas más primarias

Foto: El diputado de Más País Íñigo Errejón. (EFE/Rodrigo Jiménez)
El diputado de Más País Íñigo Errejón. (EFE/Rodrigo Jiménez)
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Tras conocer el elevado sueldo de Antonio Garamendi al frente de la CEOE, así como otras abultadas remuneraciones de alta dirección empresarial española, el líder de Más País, Íñigo Errejón, ha propuesto establecer un salario máximo en España: no un salario mínimo que garantice que nadie trabaje por debajo de un umbral de ingresos que políticamente se considera el mínimo de la dignidad, sino un salario máximo que prohíba que alguien trabaje por encima de un umbral que políticamente se considera el mínimo de la indignidad.

La ocurrencia de Errejón podría analizarse desde distintas perspectivas, pero permítanme estudiarlo desde la de sus repercusiones. Al respecto, distingamos entre dos escenarios: en el primero, los altos directivos cobran lo que cobran porque el valor añadido que generan es igualmente muy elevado; en el segundo, los directivos cobran lo que cobran no porque generen un valor añadido en correspondencia, sino gracias a que son capaces de parasitar al resto de la organización empresarial.

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De hallarnos en el primer escenario, fijar un salario máximo llevaría a que las compañías españolas no pudiesen competir en los mercados globales por fichar al mejor talento directivo disponible. Si fuera verdad que los directivos crean un valor añadido igual o superior al que cobran hoy, prohibir remuneraciones como las actuales equivaldría en muchos casos a expulsarlos de España y, por tanto, a quedarnos sin sus habilidades. Estaríamos ante un caso de expulsión de capital humano que a medio-largo plazo minaría nuestra competitividad global. Además, sería una estrategia netamente perdedora para el Estado y para su capacidad de redistribuir la renta: por un lado, toda la antigua remuneración personal por encima del salario máximo dejaría de estar gravada al IRPF; por otro, los menores beneficios de las empresas —recordemos que, por hipótesis, estamos suponiendo que los directivos aportan más a la compañía que lo que cuestan— dejarían de estar gravados al impuesto sobre sociedades.

De hallarnos en el segundo escenario, en cambio, fijar un salario máximo serviría para socavar la capacidad de parasitación de la alta dirección de las compañías nacionales. Si suponemos que los directivos aportan menos a la compañía de lo que le cuestan (y que son capaces de mantener esa relación desventajosa para la compañía porque, por alguna razón, manejan los hilos internos de la organización y pueden establecer sus propias remuneraciones desvinculadas de su productividad), fijar un salario máximo permitiría reducir sus capacidades extractivas limitando por ley su remuneración. Pero en ese caso, el principal beneficiario de la medida no sería el conjunto de la sociedad ni los más desfavorecidos… sino los accionistas de la empresa: a la postre, reducir la factura salarial sin merma de la productividad supone incrementar los beneficios de la empresa. Los ricos directivos se empobrecerían, pero algunos ricos capitalistas se enriquecerían en paralelo. El saldo fiscal neto de la medida para el Estado sería incierta, aunque probablemente desfavorable: los menores altos sueldos le llevarían a perder bases imponibles del IRPF (gravadas a una escala muy progresiva) a cambio de acrecentar las bases imponibles de sociedades (gravadas a un tipo proporcional inferior); si bien habría que considerar asimismo el gravamen sobre los dividendos o las plusvalías vinculadas con las mayores ganancias corporativas.

En la medida en que la verdad acaso se halle en un punto intermedio —directivos que no aportan ningún valor, pero bien conectados y directivos que sí aportan un valor superior a su remuneración—, el salario máximo empobrecería a las empresas en unos casos y las enriquecería en otros. Pero las ganancias para el resto de la sociedad de semejante medida no resultan demasiado claras, salvo que de lo que se trate sea de dar rienda suelta a las pulsiones envidiosas más primarias entre algunos sectores de la ciudadanía.

Tras conocer el elevado sueldo de Antonio Garamendi al frente de la CEOE, así como otras abultadas remuneraciones de alta dirección empresarial española, el líder de Más País, Íñigo Errejón, ha propuesto establecer un salario máximo en España: no un salario mínimo que garantice que nadie trabaje por debajo de un umbral de ingresos que políticamente se considera el mínimo de la dignidad, sino un salario máximo que prohíba que alguien trabaje por encima de un umbral que políticamente se considera el mínimo de la indignidad.

Íñigo Errejón
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