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Laissez faire
Por
Negociemos o reemplacemos a EEUU
Si EEUU decide abandonar el liderazgo del orden económico internacional basado en el libre comercio, Europa debería ocupar su lugar. Pero no lo hará
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El pasado 2 de abril Donald Trump aprobó una de las mayores subidas de impuestos en la historia de los EEUU. Porque los aranceles son eso, impuestos, y Trump decretó una subida generalizada de este tipo de tributos: un arancel mínimo del 10% sobre todos los bienes importados, y gravámenes aún más elevados para ciertos países, incluyendo un 20% a la Unión Europea, un 34% adicional a China (que se suma al 20% anterior), y hasta un 49% en el caso de Camboya. El republicano ha justificado habitualmente esta medida apelando a tres motivos: incrementar la recaudación estatal, proteger el empleo industrial estadounidense y forzar a sus socios comerciales a renegociar acuerdos que, en su opinión, perjudican a EEUU. Sin embargo, estos tres objetivos son incompatibles entre sí. Alcanzar uno supone frustrar los otros dos.
Por ejemplo, supongamos que Trump realmente deseara aumentar la recaudación fiscal. Para ello necesita que las importaciones continúen fluyendo dentro del país, ya que el arancel sólo se paga sobre el precio de las mercancías extranjeras vendidas dentro de EEUU. Sin importaciones, pues, no hay recaudación. Pero si el segundo objetivo de su política es proteger la industria doméstica, eso requiere reducir (o eliminar) las importaciones para que los consumidores locales se vean obligados a comprar productos nacionales. Si el arancel logra disuadir suficientemente la entrada de bienes foráneos y el volumen importado se desploma, entonces la recaudación fiscal vía aranceles también lo hará. En otras palabras: si proteges, no recaudas (o, mejor dicho, cuanto más proteges, menos recaudas).
A la inversa, si lo que se quiere es recaudar, necesariamente hay que aceptar que los bienes extranjeros sigan entrando (y cuantos más entren y paguen aranceles, mejor). Pero entonces la industria local seguirá enfrentándose a la competencia exterior. Es decir: si recaudas, no proteges (o, mejor dicho, cuanto más recaudas, menos proteges). Y, por último, si los aranceles son solo un instrumento táctico para forzar negociaciones comerciales —de manera que sean retirados una vez se alcancen acuerdos—, entonces ni se recaudarán de manera estable ni se protegerá estructuralmente el empleo nacional. No son ni ingresos permanentes ni barreras duraderas: son amenazas efímeras. En definitiva, la estrategia arancelaria de Trump no es un plan coherente de política económica, sino una amalgama de objetivos inconexos que se anulan entre sí.
Ahora bien, supongamos por un momento que el único objetivo real de Trump fuera forzar negociaciones. En tal caso, ¿cómo debería Europa reaccionar? Al respecto, la respuesta europea debería ser clara: sentarse a la mesa y convertir esta escalada arancelaria en una oportunidad para avanzar hacia un comercio más libre y más justo. En lugar de enredarse en represalias y ciclos de proteccionismo mutuo, la Unión Europea debería proponer una ambiciosa liberalización recíproca: reducción de aranceles, eliminación de barreras regulatorias y reconocimiento mutuo de estándares técnicos. Pero esto sólo podrá lograrse tanto si EEUU como la UE quieren y, por desgracia, hay motivos para pensar que no es.
No es un plan coherente de política económica, sino una amalgama de objetivos inconexos que se anulan entre sí
Por un lado, la fijación de Trump con los déficits comerciales y su obsesión con la “reciprocidad” arancelaria no responde a un análisis económico serio, sino a una cosmovisión mercantilista en la que el comercio internacional es un juego de suma cero. En esa lógica, importar es una derrota y exportar una victoria. Por tanto, incluso si los países rebajan sus aranceles, no hay garantía de que Trump levante los suyos: su objetivo final no tiene por qué ser abrir mercados, sino reducir la interdependencia económica. El comercio, para él, es una concesión estratégica, no una expresión de libertad de mercado.
Por otro, los burócratas europeos no han dado muestras de querer avanzar hacia una genuina liberalización de su economía. A pesar de que, según el FMI, las barreras regulatorias y administrativas dentro del mercado único europeo equivalen a un arancel interno del 44% —más del doble del que nos impondrá Trump en el comercio transatlántico—, la UE no ha dado pasos decisivos para levantarlas. A su vez, tampoco se están dando pasos con otras áreas económicas del planeta, como el Sudeste Asiático, África o Hispanoamérica, para eliminar aranceles o facilitar el movimiento de capitales.
La gran paradoja es que Trump, con su proteccionismo agresivo, ofrece a Europa una oportunidad histórica, pero Europa no quiere aprovechar. Si EEUU decide abandonar el liderazgo del orden económico internacional basado en el libre comercio y la libertad de movimiento de capitales, alguien debería ocupar su lugar. Y la Unión Europea podría hacerlo… si contara con voluntad política suficiente como para reformar su marco institucional.
La respuesta europea debería ser clara: convertir esta escalada en una oportunidad para avanzar hacia un comercio más libre y justo
Porque, como decíamos, los burócratas de Bruselas no están por la labor. Frente a las agresiones arancelarias de Trump, su reacción instintiva no es liberalizar, sino intervenir más. Aumentar aranceles, crear nuevos fondos europeos, lanzar planes de “soberanía industrial” y aumentar las subvenciones a sectores “estratégicos”. En otras palabras, responder al proteccionismo estadounidense con un proteccionismo europeo. Así no se compensa el daño, se agrava. Se pierde competitividad, se distorsiona el mercado y se frena la innovación.
Europa no necesita más política industrial. Necesita más mercado. No necesita más regulación, sino más competencia. Y no necesita enfrentarse a Trump con su mismo lenguaje, sino ofrecer una alternativa moral y económica: la del comercio libre, la cooperación internacional y el respeto a la libertad de elección de consumidores y empresas.
La nueva oleada de aranceles de Trump es, sin duda, un desafío. Pero también puede ser una palanca para transformar Europa. Dependerá de si los líderes europeos quieren seguir jugando a la defensa estatalizadora o asumir, por fin, el liderazgo librecambista. Si deciden refugiarse en su proteccionismo burocrático o apostar por la libertad económica. Si prefieren gestionar el declive o abrazar el dinamismo del mercado. La pelota está en su tejado. Pero, como tantas otras veces, todo indica que no aprovecharán la oportunidad.
El pasado 2 de abril Donald Trump aprobó una de las mayores subidas de impuestos en la historia de los EEUU. Porque los aranceles son eso, impuestos, y Trump decretó una subida generalizada de este tipo de tributos: un arancel mínimo del 10% sobre todos los bienes importados, y gravámenes aún más elevados para ciertos países, incluyendo un 20% a la Unión Europea, un 34% adicional a China (que se suma al 20% anterior), y hasta un 49% en el caso de Camboya. El republicano ha justificado habitualmente esta medida apelando a tres motivos: incrementar la recaudación estatal, proteger el empleo industrial estadounidense y forzar a sus socios comerciales a renegociar acuerdos que, en su opinión, perjudican a EEUU. Sin embargo, estos tres objetivos son incompatibles entre sí. Alcanzar uno supone frustrar los otros dos.