El cuello de botella eléctrico es el resultado de políticas que han desincentivado la inversión, bloqueado la expansión de la oferta y sustituido el mercado por la discrecionalidad política
Ahora mismo, uno de los principales cuellos de botella que sufre Occidente para posibilitar que siga desarrollándose la Inteligencia Artificial (sin fagocitar el resto de la economía) es el sistema eléctrico. Y es que los centros de datos que entrenan y ejecutan modelos de IA se han convertido en auténticos agujeros negros de electricidad. Sus procesadores devoran este recurso para realizar cálculos complejos a gran velocidad y para, al mismo tiempo, mantener sistemas de refrigeración sobre el calor masivo que generan.
En EEUU, por ejemplo, la potencia instalada copada actualmente por los centros de datos ronda los 4 gigavatios. Para 2035, las previsiones apuntan a 123 gigavatios. Una multiplicación por 31 en apenas diez años. Para comparar: toda la capacidad instalada del sistema eléctrico estadounidense asciende a 1,2 teravatios. Solo la IA podría absorber en torno al 10% de esa capacidad en el horizonte de una década. Y como los centros de datos operan 24/7, su consumo efectivo de electricidad puede acabar superando el 20% de la generación eléctrica de la primera potencia mundial.
El resultado de este desajuste entre oferta y demanda ya se está evidenciando: los precios de la electricidad se han disparado en Estados Unidos, desde los 13-14 céntimos por kilovatio-hora en 2016-2021 a más de 20 céntimos en 2025. Parte de ese encarecimiento es meramente nominal, fruto de la inflación acumulada durante los años anteriores, pero otra parte es estructural: la electricidad se ha convertido en un bien crecientemente escaso frente al aluvión de nueva demanda digital. Mientras tanto, por cierto, China ha logrado aumentar en más de 2 teravatios su capacidad de generación eléctrica durante la última década, casi el doble de toda la potencia instalada actual en los Estados Unidos.
España, claro, no es ajena a este desafío global. Más aún: lo sufre en carne propia con una crudeza particular. Según confirmaron recientemente Iberdrola, Endesa, Naturgy y EDP, más del 83% de los nudos de la red de distribución eléctrica ya están saturados. Esto significa que, en la práctica, en la mayoría de puntos del país no es posible conectar y abastecer nueva demanda eléctrica. Ni industrias, ni viviendas, ni centros de datos. Un cuello de botella que, también aquí, amenaza con asfixiar el despegue económico de la próxima década.
Las razones son conocidas: la demanda de acceso se ha disparado, pero la inversión en red ha quedado rezagada. El marco regulatorio diseñado por la CNMC ha penalizado la rentabilidad de las distribuidoras y, por tanto, ha desincentivado que se refuercen las infraestructuras. Además, la complejidad administrativa (con crecientes costos regulatorios) tampoco ha facilitado un rápido despliegue de nueva red. La obsesión política por contener la factura de la luz a corto plazo ha impedido que se desplegara la capacidad necesaria para absorber la electrificación de la economía. El resultado es el peor posible: precios hoy algo más bajos, pero un sistema bloqueado para mañana.
La gravedad del problema se entiende al mirar qué está en juego. Empresas como Amazon, Microsoft, Oracle o Blackstone habían anunciado inversiones multimillonarias en centros de datos, pero todos esos proyectos necesitan electricidad y, por tanto, necesitan de red eléctrica. Sin capacidad de conexión, esas inversiones se paralizan o se deslocalizan. La propia Spain DC, la patronal de los centros de datos, lo dijo con claridad: España no puede permitirse perder el tren de la digitalización. Sin embargo, corremos ese riesgo por no haber preparado a tiempo la infraestructura básica.
Ante el colapso actual, el Gobierno ha sacado pecho con un nuevo plan: 13.590 millones de euros hasta 2030 para reforzar las redes de transporte, un 65% más que en la planificación vigente. Sobre el papel, la inversión multiplicaría por 14 la capacidad de la red de alta tensión y reservaría potencia para industrias estratégicas, hidrógeno verde y centros de datos. Pero habría que ser cautos. Primero, porque buena parte del problema reside en la red de distribución —la que gestionan las grandes eléctricas—, penalizada por el marco regulatorio actual: aunque la inversión en la red de transporte es necesaria, no resulta suficiente. Segundo, porque las inversiones públicas suelen atascarse en retrasos, sobrecostes y trámites interminables. Y tercero, porque mientras no se permita a las empresas recuperar sus inversiones con tarifas estables y previsibles, el capital privado seguirá lejos de un sector que, paradójicamente, es intensivo en capital.
Las razones son conocidas: la demanda de acceso se ha disparado, pero la inversión en red ha quedado rezagada
La alternativa que baraja el Ejecutivo, como siempre, no es resolver el problema de fondo, sino administrarlo políticamente. Una reciente resolución ministerial ya dejó claro que los centros de datos no tendrán prioridad en el acceso a la red. Se prefiere reservar la electricidad a otros consumos considerados más “verdes” desde el punto de vista burocrático. En otras palabras: como no hemos invertido lo suficiente en generación y red, se opta por racionar la escasez en lugar de permitir que los precios asignen el recurso.
El riesgo es mayúsculo. Si España perpetua el cuello de botella eléctrico y, en consecuencia, renuncia a atraer inversión intensiva en electricidad, perderá una oportunidad histórica de modernizar su economía. Pero ese cuello de botella no es una restricción insalvable. Es el resultado de políticas que han desincentivado la inversión, bloqueado la expansión de la oferta y sustituido el mercado por la discrecionalidad política.
Reaccionemos: liberemos los flujos de inversión privada a la red eléctrica permitiendo que las tarifas reflejen los costes reales y otorgando previsibilidad regulatoria. La alternativa pasaría por seguir confiando en promesas políticas, planes quinquenales y racionamientos selectivos. Es decir, pasaría por renunciar a aprovechar el potencial de una nueva revolución industrial.
Ahora mismo, uno de los principales cuellos de botella que sufre Occidente para posibilitar que siga desarrollándose la Inteligencia Artificial (sin fagocitar el resto de la economía) es el sistema eléctrico. Y es que los centros de datos que entrenan y ejecutan modelos de IA se han convertido en auténticos agujeros negros de electricidad. Sus procesadores devoran este recurso para realizar cálculos complejos a gran velocidad y para, al mismo tiempo, mantener sistemas de refrigeración sobre el calor masivo que generan.