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Las agencias de rating y los gobiernos: ni contigo ni sin ti
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Antonio España

Monetae Mutatione

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Las agencias de rating y los gobiernos: ni contigo ni sin ti

Supongan que realizamos el siguiente experimento: tomamos un grupo de escolares de primaria con un coeficiente de inteligencia similar y los distribuimos al azar en dos

Supongan que realizamos el siguiente experimento: tomamos un grupo de escolares de primaria con un coeficiente de inteligencia similar y los distribuimos al azar en dos clases. Al profesor de una de ellas le decimos que sus alumnos son normales, mientras que al de la otra clase le indicamos que sus estudiantes han sido especialmente seleccionados por estar dotados de un talento excepcional —aunque en la práctica no exista tal diferencia. ¿Cuál creen que sería el resultado? ¿Se sorprenderían ustedes al descubrir que las notas del grupo supuestamente de los “listos” son superiores a las de los hipotéticamente “del montón”? Pues eso es lo que ocurre. Se conoce como efecto Pigmalión, y algo así sucede con las calificaciones de las agencias de rating, que en cierto modo son también una profecía autocumplida.

Este experimento lo realizó en realidad en 1964 el profesor de psicología social de Harvard, Robert Rosenthal con ayuda de Leonore Jacobson, directora de un colegio de San Francisco. Fueron ellos quienes acuñaron el término de efecto Pigmalión para referirse a aquellas situaciones en las que las expectativas del observador influyen sobre la realidad observada, produciendo como resultado profecías autocumplidas. Más adelante se descubrió que el fenómeno funciona en ambas direcciones, tanto en la positiva como en la negativa.

Pues bien, a nadie se le escapa que cuando agencias de rating como Standard & Poor’s, Moody’s o Fitch dan a conocer los resultados de sus análisis de riesgo de impago y otorgan sus famosas calificaciones a los bonos emitidos por empresas y estados, el mero hecho de su publicación influye sobre el título calificado. Y esto sucede, bien reforzando su solvencia si la nota es buena, bien hundiéndolo más aún en la miseria si le ponen un suspenso en calidad crediticia —sobre todo si consideramos que las rebajas suelen aplicarlas a toro pasado, cuando todo el mundo conoce los problemas.

Así, si una emisión de deuda de una empresa o un estado determinado recibe la máxima calificación de las agencias de rating, eso provoca que bajen los costes de financiación del emisor en cuestión lo que, de algún modo, refuerza su solvencia, sea ésta real o no. Esto fue lo que ocurrió en la anterior fase de boom, cuando en plena carrera por multiplicar el crédito, las entidades financieras literalmente se inventaban instrumentos como los MBS o los CDO que no entendían ni ellas mismas, mucho menos los becarios de las agencias de rating que los evaluaban.

Por otro lado, si la calificación crediticia sufre una revisión a la baja, el efecto es el contrario: se encarece el crédito para el emisor y, si éste ya estaba en dificultades, éstas se agravan, dado que habrá inversores que ya ni siquiera quieran oír hablar de prestarle dinero y, los que lo hagan, exigirán unos intereses que pueden poner en duda la sostenibilidad de la empresa o del estado. Esto es lo que ocurre en la actualidad con la deuda pública de los países europeos. Por cierto, que si la última rebaja no ha tenido apenas efecto negativo en los mercados es porque puede que ya estuviera descontada pero, sobre todo, porque el BCE mantiene abierta la barra libre de dinero.

¿Quiere decir esto que las agencias de calificación son las culpables de la crisis por no haberla predicho y luego haberla agravado? Mucho se ha hablado y escrito sobre las miserias de las agencias de calificación y sobre cuánto tienen que tienen que ver con que hayamos llegado a la situación actual. Lo malo es que casi siempre se ha hecho para reclamar mayor intervención de los poderes públicos en su regulación, cuando no para pedir abiertamente la creación de una agencia pública europea que esté libre del pecado capitalista.

Entre los principales problemas que se han planteado, suelen mencionarse los siguientes: (1) que demostraron una incompetencia manifiesta al no saber anticipar la crisis subprime —Lehman Brothers disfrutaba de la triple A en el momento de quebrar—, (2) que su objetividad está en entredicho por el conflicto de intereses que supone obtener sus ingresos de aquellos a quienes evalúan —con la excepción de los estados de los países desarrollados, cuya deuda califican gratis— e incluso prestarles servicios de asesoramiento para obtener mejores ratings, (3) que conforman un poderoso oligopolio capaz de condicionar el destino económico de países enteros, (4) que además está en manos de unos pocos fondos de inversión, (5) que su proceso de evaluación y las metodologías que emplean no son transparentes y, cómo no, (6) que están insuficientemente reguladas por las autoridades.

Todos estos problemas son ciertos —salvo el de la insuficiente regulación—, y es lo que lleva a los intervencionistas a pensar que las empresas de calificación tienen buena parte de la responsabilidad sobre el advenimiento de la Gran Recesión. Y no diré que no tengan parte de razón. Pero, ¿se han preguntado por qué pese a adolecer de tan graves pecados, siguen manteniendo su posición?

Y es que, lo que muy pocos de los que han escrito recientemente sobre estas agencias han destacado es, quizás, su característica más importante y que responde a la pregunta anterior. Si las casas de rating tienen la influencia que tienen, es gracias al privilegio otorgado por el estado, que sistemáticamente distorsiona e introduce ruido allí donde mete mano.

Porque, díganme ustedes, si el negocio de estas empresas depende de su reputación, obtenida merced a su acierto en las calificaciones de riesgo crediticio que otorgan, ¿por qué no han quebrado desde hace tiempo, dado el ojo clínico que han demostrado tener en sus evaluaciones? Mucho antes del fiasco de las titulaciones hipotecarias absurdamente infladas que estalló en la crisis subprime, ¿alguien se acuerda de la calificación que tenían otros protagonistas de sonoros escándalos como el de Enron, Parmalat o Worldcom? En efecto, todas disfrutaban de la triple A o similar.

¿Creen ustedes que el mercado es muy dado a tolerar tamaños fracasos con tanta magnanimidad? Claro que no. La respuesta entonces hay que buscarla en la intervención del estado. Si las tres grandes agencias, S&P, Moody’s o Fitch, continúan en el negocio de la calificación es porque viven calentitas al abrigo de la regulación, que obliga a bancos e inversores institucionales mantener en sus carteras bonos y otros títulos de deuda con una nota mínima determinada.

Nota que, curiosamente, sólo es válida si la otorga alguna de las empresas de calificación que aparezcan en el listado de las “nationally recognized statistical rating organizations (NRSRO)” de la SEC norteamericana o de las “agencias de calificación externas” (ECAIs por sus siglas en inglés) en la versión europea de la EBA. Les invito a ver aquí el listado actualmente vigente para conocer quienes detentan el privilegio de ser las únicas reconocidas por el Banco de España. Les aseguro que no habrá sorpresas.

Por tanto, es la regulación la que ha blindado a estas agencias ante los rigores de la competencia, protegiéndolas de la amenaza de nuevos entrantes y bloqueando la innovación en su sector. Este hecho ha reducido, además, el incentivo a cuidar de su propia reputación mediante la emisión de calificaciones precisas y que sean fiel reflejo de la realidad.

Por ese motivo, las empresas de calificación que forman parte del selecto club de las Big Three, no necesitan preocuparse de acertar con sus evaluaciones —ni con el timing a la hora de revisarlas a la baja— para mantener su reputación en el mercado. Tienen asegurada por el estado la demanda de su producto. No me negarán que el negocio es redondo. Como todo buen monopolio concedido por el poder político.

Visto lo visto, díganme, ¿se trata de verdad de un problema de falta de regulación de las agencias de rating? ¿Hay un exceso de libre mercado o sobra intervención del estado? ¿No creen que más que haber poca regulación, lo que hay es mucha y, además, deficiente?

Supongan que realizamos el siguiente experimento: tomamos un grupo de escolares de primaria con un coeficiente de inteligencia similar y los distribuimos al azar en dos clases. Al profesor de una de ellas le decimos que sus alumnos son normales, mientras que al de la otra clase le indicamos que sus estudiantes han sido especialmente seleccionados por estar dotados de un talento excepcional —aunque en la práctica no exista tal diferencia. ¿Cuál creen que sería el resultado? ¿Se sorprenderían ustedes al descubrir que las notas del grupo supuestamente de los “listos” son superiores a las de los hipotéticamente “del montón”? Pues eso es lo que ocurre. Se conoce como efecto Pigmalión, y algo así sucede con las calificaciones de las agencias de rating, que en cierto modo son también una profecía autocumplida.