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Nobel a la intervención en el mercado
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Antonio España

Monetae Mutatione

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Nobel a la intervención en el mercado

Seguramente conocen ustedes aquella historia en la que San Agustín se encuentra con un niño jugando en la playa mientras paseaba pensando en el misterio de

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Seguramente conocen ustedes aquella historia en la que San Agustín se encuentra con un niño jugando en la playa mientras paseaba pensando en el misterio de la Santísima Trinidad. Al ver al chico correr una y otra vez hasta la orilla, llenar una concha con agua y vaciarla en un hoyo en la arena, el de Hipona se detuvo a preguntarle con curiosidad lo que hacía. Al responderle que intentaba vaciar toda el agua del mar en el agujero, San Agustín le dijo que eso era imposible, y el niño le replicó que no lo era tanto como descifrar el misterio de la Santísima Trinidad. Pues bien, empeñarse en que todo el océano quepa en un hoyo en la arena es lo que hace la corriente mayoritaria de economistas académicos al crear y manejar modelos matemáticos que pobremente abarcan la complejidad de la acción humana.

Y eso es lo que suele recompensar, con pocas excepciones, el Banco de Suecia cuando anualmente otorga el premio Nobel de Economía. Tal es el caso del de este año, que ha ido a parar al ingeniero, matemático y economista francés Jean Tirole por su trabajo en economía industrial y, más concretamente, la aplicación de la teoría de juegos al estudio del poder de mercado, el fenómeno del monopolio y la búsqueda de la forma más efectiva de intervención del Estado para mitigar el riesgo de que los agentes operen, negocien y acuerden libremente. Por tanto, un premio concedido, textualmente, a la ciencia de domesticar a las grandes empresas, tal y como titulaba la nota de prensa del propio banco sueco.

Como no podía ser de otro modo, el destino del galardón de 2014 ha sido muy celebrado por el colectivo de académicos apegados al paradigma neoclásico y que otorgan al Estado un papel esencial para el buen funcionamiento de la economía. Economistas cuyo afán es eliminar los supuestos “fallos” de un mercado que no se comporta con respecto a lo que dictan sus incompletos modelos matemáticos, en los que el ajuste y la coordinación entre personas son perfectos e inmediatos y donde no cabe la capacidad creativa del ser humano. Para una excelente recopilación de las reacciones al premio, les recomiendo el resumen que ha realizado Pablo R. Suanzes en su blog.

La bestia negra para estos economistas es el denominado “poder de mercado”, traducido como la capacidad de una empresa para fijar el precio de sus productos por encima de su coste marginal –que es el coste incremental en que incurre para fabricar una unidad adicional–. Es decir, para el mainstream, el mercado ideal es aquel donde no hay beneficio posible, donde la competencia es tan “perfecta” que realmente no existe competencia. Y, por lo tanto, toda situación que se separe de este ideal no puede deberse sino a un “fallo” del mercado. El corolario es que el Estado debe intervenir para restablecer el equilibrio y maximizar esa entelequia conocida como el “bienestar social” o “interés general”.

Fíjense en lo que predican los defensores de la regulación si llevan a sus últimas consecuencias su averiado paradigma. (1) Si un competidor es capaz de vender a un precio por encima de su coste marginal es porque está ejerciendo un poder de mercado ilícito –nada que ver con que sepa producir productos de mejor calidad, o más eficientemente que la competencia..– Pero (2) si vende a un precio inferior a su coste marginal, será acusado de competencia desleal y será severamente castigado por dumping. Ahora bien, (3) que no venda al mismo precio que sus competidores si no quiere ser investigado, junto con sus rivales, por colusión y, probablemente acusados de formar un cártel ilegal.

Es decir, todas las conductas anteriores son objetables y, por lo tanto, perseguibles por el regulador salvo en un escenario: que sea la mano correctora del Estado quien graciosamente establezca cómo han de ser las relaciones que determinan el precio de los productos.

Sin embargo, son mucho más útiles para comprender la realidad de cómo funcionan los mercados los trabajos de los académicos de las disciplinas de la gestión empresarial. Más pegados al terreno, y con menos artificios algebraicos, describen mejor el mundo real que los economistas neoclásicos, anclados a los modelos de equilibrio general walrasianos. Por ejemplo, Michael Porter, uno de los autores más influyentes del management y cuyas obras de referencia sobre estrategia competitiva y ventajas comparativas y sus modelos de análisis –como las cinco fuerzas– a buen seguro son considerados como auténticos recetarios de magia negra por los economistas estudiosos de la regulación, como es el caso del laureado Tirole.

Y es que, tan imposible como vaciar toda el agua del mar en un hoyo en la playa, es embutir todos los fenómenos de la acción humana en un sistema de ecuaciones diferenciales. La realidad económica, lejos de ser estática, es dinámica y en constante cambio y los que participan en ella no son funciones matemáticas ni sistemas de ecuaciones. Son personas como ustedes y como yo, seres de carne y hueso en constante búsqueda de nuevos fines y en un afán permanente de descubrir y crear los medios más adecuados para lograr esos fines. Y en ese empeño nos valemos de la innata capacidad creativa del ser humano, que no cabe en las matemáticas de todos los premios Nobel juntos, incluidos los que están por venir.

Por otro lado, y casualmente –o no–, el economista francés competía en esta edición del Nobel de Economía con otro gran teórico de la competencia y la empresarialidad, de acuerdo con las predicciones de Thomson Reuters. Se trata de Israel M. Kirzner, discípulo de Mises y artífice de una visión alternativa, la de la escuela austriaca, menos ortodoxa pero sin duda más cercana a la realidad, ya que no se constriñe a la formalización matemática que tanto daño hace a la comprensión de los fenómenos económicos y sociales, sino que parte del análisis de la empresarialidad. Porque, en realidad, competencia o emprendimiento, son dos aproximaciones desde lados opuestos al mismo fenómeno: el proceso de mercado.

Lejos de ser un factor desequilibrante que saca a la economía del nirvana de la competencia perfecta, los cambios que el empresario pone en marcha son siempre hacia ese hipotético –e inalcanzable por cambiante– estado de equilibrio. La iniciativa empresarial sirve a una función instrumental pero esencial para el funcionamiento de los diferentes mercados. Citando a Kirzner:

La empresarialidad se ejercita siempre que un participante en el mercado reconoce que haciendo algo incluso un poco diferente de lo que se estila corrientemente puede prever en forma más precisa las verdaderas oportunidades disponibles. (…) Para nosotros, el proceso de competencia de los precios es tan empresarial y dinámico como el representado por las nuevas mercancías, las nuevas técnicas o u nuevo tipo de organización. (1)

Es decir, desde esta perspectiva de la competencia y la empresarialidad, las oportunidades que se presentan en el mercado son opciones de arbitraje externas al mismo y forman parte de su correcto funcionamiento. En la visión mainstream, por el contrario, son defectos intrínsecos del mercado, que el Estado ha de acudir presto a corregir. Pero no se olviden de que, según esta visión, los reguladores son considerados como entes puros y prístinos, benevolentes y generalmente omniscientes, si no fuera porque los malvados empresarios se empeñan en conocer más de sus productos, de sus clientes y de sus costes que ellos, provocando una maligna asimetría informativa que ha de combatirse.

Es de justicia reconocer que la teoría de juegos, que Tirole domina, desarrolla y utiliza profusamente, es sin duda una interesante aproximación que aporta algo de dinamismo a la visión estática tradicional del modelo de equilibrio general. Y también es cierto que introduce el hecho cierto de que el regulador no puede tener todo el conocimiento necesario. Pero igualmente, adolece de las limitaciones del paradigma neoclásico para describir la realidad, lo cual no sería especialmente dañino sino fuera porque sirve para tomar decisiones de calado que repercuten negativamente en la sociedad por su efecto descoordinador.

Desconfíen, pues, de aquellos que les quieren convencer de que se puede meter en un agujero en la arena todo el agua del mar. Y también de aquellos que les venden modelos matemáticos para gobernar la economía. Por mucho Nobel que tengan.

(1) Israel M. Kirzner, Competencia y empresarialidad, Unión Editorial.

Seguramente conocen ustedes aquella historia en la que San Agustín se encuentra con un niño jugando en la playa mientras paseaba pensando en el misterio de la Santísima Trinidad. Al ver al chico correr una y otra vez hasta la orilla, llenar una concha con agua y vaciarla en un hoyo en la arena, el de Hipona se detuvo a preguntarle con curiosidad lo que hacía. Al responderle que intentaba vaciar toda el agua del mar en el agujero, San Agustín le dijo que eso era imposible, y el niño le replicó que no lo era tanto como descifrar el misterio de la Santísima Trinidad. Pues bien, empeñarse en que todo el océano quepa en un hoyo en la arena es lo que hace la corriente mayoritaria de economistas académicos al crear y manejar modelos matemáticos que pobremente abarcan la complejidad de la acción humana.

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