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Marc Vidal

Salida de Emergencia

Por
Marc Vidal

Sociedad cloroformizada

Hace un tiempo conocí a Chip Conley durante una entrega de premios en México. Era alguien que había pasado de vender cualquier cosa que valiera menos

Hace un tiempo conocí a Chip Conley durante una entrega de premios en México. Era alguien que había pasado de vender cualquier cosa que valiera menos de un dólar a facturar 200 millones al año. Aunque era de California, no era un creador de una plataforma social con un valor determinado, convirtiéndose en un tipo muy rico por el nominativo de las acciones que le dicen poseer. No, estoy hablando de alguien que se metió en un lío de narices por su cuenta y riesgo y ahora produce cosas por valor de dos centenares de millones de dólares.

El bueno de Chip, en un momento determinado, decidió invertir todo su capital disponible a una sola carta. Rompiendo los cánones establecidos se compró un hotel abandonado en una de las zonas más peligrosas de San Francisco. En menos de una década ya disponía de una cadena de medio centenar de hoteles, tres mil empleados, restaurantes, zonas de ocio y, como no, un libro que habla de las normas que considera imprescindibles para ser emprendedor. 

El libro de Chip habla de rebeldía y de modificación de normas, de afrontar la vida con valor sin contar con la administración. Este tipo compró un motel de encuentros para parejas infieles y lo convirtió en el principio de su imperio. ¿Cómo se hace eso? ¿Qué despierta esa necesidad? La verdad es que es complicado saberlo, tal vez lo importante no es tanto saber que la despierta, sino que no la duerme o acobarda. La voluntad de poner en marcha negocios en España, por ejemplo, es algo que la administración persigue sin descanso. En los EUA a Chip lo vieron como alguien “normal” que decidió poner en marcha su sueño por muy raro que pareciera. Su ejemplo es válido y habitual. No es un caso extraño, es uno más de tantos, sólo que este lo logró a un nivel muy alto.

Veamos eso de cómo se anestesia una sociedad. Es fácil. Si en este país montas una empresa, lo intentas y va mal, se acabó. Cuesta mucho levantarse. Se logra con mucho aval externo, ocultando los fracasos y esperando que los éxitos venideros permitan entrar en un ciclo de confianza crediticia, muy difícil. Algo que en otros países es un valor aquí se convierte en un inconveniente.

Es un gravísimo error atender el fracaso como un defecto en lugar de cómo una virtud. Es terrible, ya que se erosiona el gigantesco valor que proporcionaría en una sociedad en crisis, la emprendeduría de muchos de los que ahora ya tienen experiencia en montar negocios. Podrían ayudar y mostrar el camino, de sus peligros y sus dificultades a otros que vienen en camino.  Como todo eso no se hace, perdemos ese gran activo que otros países si aprovechan, el valor de los innovadores y el talento adquirido por sus fracasos. Pero, ¿por qué es así?

Estoy convencido que el poder establecido, sea político, económico o social, no está muy interesado en darle viento a las velas de este barco, el de los que a través de la emprendeduría podrían hacer peligrar un modelo social aniquilado, clorofomizado y adormecido. Es por ello que lo que el intenso apoyo prometido a los “jóvenes emprendedores” suele ser una hermosa cancioncilla de cuna provista de subvenciones finalistas con el objetivo de controlar el proceso según sea el caso. Por eso España está perdiendo el tren de su propia historia.

Cuando hablo de un país que está perdiendo su posición en el mundo lo digo con uso de razón. Resulta que soy catalán y como tal sé muy bien que es eso de perder el liderazgo emprendedor. Excepto en los años que he vivido fuera, he podido ver de primera mano a una sociedad, la catalana, cómo se desvanecía y dejaba de ser referente en su entorno inmediato. La he visto perder su aureola de ejemplo en temas de emprendeduría y de capacidad económica. He podido sufrir la reducción a la mínima expresión la hipotética superioridad argumental que se le presuponía a una tierra de oportunidad y de empuje.

Creo que conozco bien el tono que tiene la decadencia. Al volver tras un tiempo, de Francia, he ido viendo la destrucción de una clase emprendedora capaz de afrontar retos que la administración era imposible que pusiera en marcha en otros tiempos y que por eliminación ya se encargaban ellos de emprender. El Liceu, la autopista del Mediterráneo y tantos proyectos que en otras décadas tuvo que partir del impulso y el presupuesto privado son ejemplos de lo que ya nadie se atreve a estimular. Ahora cuando la sociedad catalana se reúne para afrontar un proyecto nuevo, lo primero que se cuestiona es “cuanto nos aportará la administración”, por no decir cosas peores.

Aun así tengo esperanza en la Catalunya del futuro. La tengo porque como no queda un centavo y las ayudas, el empuje, los pesebres, las prebendas, las subvenciones y los enchufes ya no se podrán pagar, el momento de la sociedad civil, privada, emprendedora ha llegado.

La mala noticia es que está todo muy jodido; la buena es que la administración ya no puede “simular” que lo piensa arreglar pues no tiene con qué hacerlo. Ya pueden emitir todos los bonos que quieran, que el asunto es otro. Al confesionario los que vengan a gobernar la Generalitat, pues deberán estar limpios de pecado para pedir, ahora si, la ayuda al altísimo santo padre o a su Jefe.

Mientras tanto, catalanes y españoles seguiremos intentando montar empresas, negocios, a pesar de la sequía y de los impuestos.

Hace un tiempo conocí a Chip Conley durante una entrega de premios en México. Era alguien que había pasado de vender cualquier cosa que valiera menos de un dólar a facturar 200 millones al año. Aunque era de California, no era un creador de una plataforma social con un valor determinado, convirtiéndose en un tipo muy rico por el nominativo de las acciones que le dicen poseer. No, estoy hablando de alguien que se metió en un lío de narices por su cuenta y riesgo y ahora produce cosas por valor de dos centenares de millones de dólares.

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