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Las mentiras de la reforma fiscal
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Las mentiras de la reforma fiscal

Al acometer cambios en la legislación fiscal, ningún gobierno estará dispuesto a aceptar -mal le iría en tal caso en las elecciones- que su finalidad es

Foto: Cristóbal Montoro, ministro de Hacienda (Reuters)
Cristóbal Montoro, ministro de Hacienda (Reuters)

Al acometer cambios en la legislación fiscal, ningún Gobierno estará dispuesto a aceptar –mal le iría en tal caso en las elecciones– que su finalidad es beneficiar a los ricos y empobrecer a las clases bajas y, sin embargo, la mayoría de las modificaciones tributarias que se han llevado a cabo en todos los países desarrollados desde la época de Reagan y Thatcher han perseguido este objetivo. Es lógico, por tanto, que toda reforma impositiva vaya acompañada de un conjunto de mentiras y falacias tendentes a desfigurar la realidad.

El Gobierno actual ha aprobado y remitido a las Cortes la reforma que pretende implantar en 2015 y 2016. Como no podría ser de otro modo, la presentación a la sociedad ha ido asociada a toda una campaña propagandística que desfigura la realidad. El Ejecutivo se ha jactado de que las modificaciones tributarias que se van a introducir en los dos impuestos (IRPF y Sociedades) incrementarán el PIB para el conjunto de los dos años en el 0,56% y el empleo en el 0,72%, lo que significa, dicen, un aumento neto de 114.000 puestos de trabajo. Tales suposiciones son un brindis al sol o, más bien, un mantra que se repite sin fundamento y que obedece a planteamientos interesados. Tal como ha escrito Paul Krugman recientemente en el diario El País: “Cuando los mitos económicos persisten, la explicación suele encontrarse en la política (y, en concreto, en los intereses de clase). No hay ni la más mínima prueba de que bajarles los tipos impositivos a quienes tienen mucho dinero estimule la economía, pero no es ningún misterio la razón por la que destacados republicanos como el representante Paul Ryan siguen afirmando que unos impuestos más bajos para los ricos son el secreto del crecimiento”. Tampoco constituye ningún arcano por qué se mantienen tales tesis en España.

La memoria económica de la reforma pretende explicarnos las razones de tales previsiones: "El recorte en la carga impositiva de las familias dará lugar a una sustancial mejora en su renta disponible después de impuestos, lo cual generará, de forma inmediata, un aumento en el consumo, en el ahorro y en la inversión”. La trampa consiste, como siempre, en no considerar el coste de oportunidad, es decir, en olvidarse de que los recursos empleados en la reforma no pueden destinarse a otras finalidades que quizá tendrían sobre la actividad económica un impacto mayor, con lo que el efecto neto finalmente puede resultar negativo.

El Gobierno ha estimado que el coste de la reforma en los dos años (2015 y 2016) asciende a 9.169 millones de euros (6.091 en el IRPF y 3.078 en el impuesto de sociedades); pero, tal como se declara explícitamente en la memoria de impacto económico, “no se han considerado alternativas a la tramitación de este proyecto de ley”. He ahí el problema: el Gobierno no se ha planteado otras opciones, es decir, no ha evaluado qué impacto tendría sobre la economía emplear esos 9.169 millones de euros en otras finalidades o, dicho de otra manera, qué efecto negativo se va a seguir del hecho de no asignar esa cantidad a otros objetivos.

Dedicar los recursos a incrementar la prestación del seguro de desempleo o a subir las pensiones, o la ayuda a la dependencia, son opciones que aumentan la renta disponible al menos en la misma proporción que la de bajar impuestos. Pero es que, además, en los momentos actuales para reactivar la economía no basta con incrementar la renta disponible, sino que se transforme en consumo y no en ahorro, por lo que el efecto sobre el crecimiento y el empleo será tanto más grande en cuanto que los fondos vayan destinados, en mayor medida, a los grupos sociales de propensión marginal.

Se puede afirmar, por tanto, que, en principio, toda reducción de impuestos, y sobre todo si estos son progresivos (que implican una mayor rebaja en las clases altas), tiene, en contra de lo que afirma el Gobierno, un efecto neto negativo sobre el crecimiento y el empleo al desviar fondos de otros destinos en que los colectivos agraciados tienen una propensión mayor al consumo.

El Gobierno intenta desfigurar la realidad afirmando que la rebaja impositiva afecta en mayor medida a las rentas bajas. Utiliza para ello la modificación de la tarifa, una nueva tarifa que, aparte de ser injusta, está llena de incoherencias y, además, las rebajas en los tipos marginales de los distintos tramos son arbitrarias y carentes de cualquier supuesta lógica. El Gobierno pregona que la mayor rebaja (4,75 puntos) se produce en el primer tramo, en el que la base imponible va de 0 a 12.450 euros; lo que no dice es que en este tramo las disminuciones del tipo son casi inoperantes, pues las distintas deducciones originan que la mayoría de los contribuyentes incluidos en él apenas tengan que tributar.

En el otro extremo se encuentran las rentas altas, para las que la rebaja es sustancial, y tanto mayores cuanto más altas sean: un 8% a partir de una base imponible de 120.000 euros (4 puntos); de 6 puntos a partir de 175.000 euros y de 8 a partir de 300.000 (13,5%). El Gobierno se permite gratificar con aproximadamente 12.000 euros anuales a aquellos que ingresan un millón de euros al año.

En los tramos centrales, donde se encuentran las clases medias, la rebaja de los tipos es mínima y queda más que compensada por otras modificaciones fiscales (reducción de la deducción por rendimiento de trabajo, desaparición del límite exento de 1.500 euros en la imposición de los dividendos, sometimiento a tributación de la indemnización por despido, eliminación de la desgravación por alquileres, supresión de la corrección monetaria en las plusvalías inmobiliarias, etc.), que van afectar a estos colectivos.

La reforma, al contrario de lo que mantiene el ministro de Hacienda, hace más regresivo nuestro sistema fiscal. Un tercio del coste de la reforma se dedica a reducir el impuesto de sociedades y principalmente a las grandes sociedades, a las que se (les) rebaja el tipo impositivo del 30 al 25%. El Gobierno anunció que la rebaja del tipo se compensaría con la eliminación de deducciones. Una vez más, las declaraciones no guardan relación con la realidad. La supresión de las desgravaciones no se ha producido, o al menos no en la cuantía necesaria para compensar la disminución de los tipos. La prueba es que el mismo Ministerio estima que se van a recaudar 3.078 millones de euros menos.

La reforma incrementa también la regresividad en el IRPF, empezando porque no corrige el mayor defecto que el impuesto tiene desde la nefasta reforma de 1999, en la que el Gobierno Aznar rompió la unidad del impuesto, al sacar las rentas de capital de la tarifa general para someterlas a un gravamen más reducido, y continuando porque hace más regresiva la tarifa en las dos partes en las que se divide la base imponible.

En la base imponible del ahorro (rentas de capital) se reducen tipos y se elimina el límite exento, con lo que se disminuye el gravamen de los contribuyentes con ingresos altos, al tiempo que se eleva el de los pequeños inversores, a los que la bajada de los tipos no compensará la desaparición del límite exento de 1.500 euros anuales. La tarifa general (la aplicable al resto de las rentas) también pierde progresividad, al disminuir los tramos y reducirse los tipos marginales más elevados.

Los Gobiernos suelen esconder la regresividad de sus reformas fiscales bajo el argumento de que quieren estimular el ahorro, conscientes de que solo los contribuyentes de rentas altas pueden ahorrar. En esta ocasión, el ministro de Hacienda también ha recurrido a esta argumentación para establecer, por ejemplo, lo que denomina el Plan Ahorro 5. Estos instrumentos “podrán adoptar la forma de cuenta bancaria o seguro”, y sus rendimientos quedarán fiscalmente exentos siempre que la inversión se mantenga constante durante cinco años.

En los momentos actuales, el recurso a incentivar el ahorro no tiene demasiada lógica, a no ser que lo que se pretenda sea favorecer a las clases altas. En primer lugar, porque con la libre circulación de capitales no hay ninguna garantía de que el ahorro permanezca en el propio país. Puede ocurrir algo parecido a lo que sucede con los planes Renove sobre el automóvil, que en buena medida lo que se incentivan es la importación de vehículos y, por consiguiente, la industria foránea. En segundo lugar, no hay ninguna garantía de que el ahorro se transforme en inversión. Los empresarios no estarán dispuestos a invertir en ausencia de demanda, por lo que lo que habrá que incentivar prioritariamente será el consumo.

En realidad, la mayoría de las veces los estímulos fiscales no incrementan el ahorro total, sino que tan solo lo desplazan de una aplicación a otra. A pesar de que el Ministerio de Hacienda ha intentado justificar algunas medidas en la neutralidad impositiva, lo cierto es que se persigue todo lo contrario. Da la impresión de que la finalidad es la de favorecer la inversión mobiliaria frente a la inmobiliaria y, dentro de la primera, aquellas formas de ahorro que están intermediadas por las entidades financieras.

Contrasta la inquina que los liberales y los expertos al servicio de los liberales tienen al impuesto sobre el patrimonio, y la alegría con la que sitúan la propiedad inmobiliaria como diana para la recaudación fiscal, cuando esta última constituye el único patrimonio de las clases medias y bajas. El famoso informe de los expertos gubernamentales se ensañaba con ella, anticipo de por dónde iba a discurrir la reforma que el Gobierno quiere implantar. Dos son los elementos más sobresalientes de esta ofensiva. La elevación progresiva del IBI que el Ministerio de Hacienda prepara para garantizar la financiación de los ayuntamientos y la eliminación en el IRPF de los coeficientes de actualización y los llamados “de abatimiento”, medida que en algunos casos va a significar para ciertos contribuyentes la pérdida de la cuarta parte de su patrimonio.

Desde la implantación del IRPF por la Ley 44/1978, una cuestión ha estado siempre presente en el desarrollo legislativo: cómo descontar la inflación de los incrementos patrimoniales (las llamadas plusvalías) de manera que no se grave una ganancia que es puramente ficticia. El tema es especialmente relevante cuando el incremento patrimonial se produce en la transmisión de un activo que ha permanecido largo tiempo en el patrimonio del sujeto pasivo (suele ocurrir con los inmuebles), ya que el efecto de la inflación se acentúa, de tal forma que la parte de ganancia debida a la pérdida de valor de la moneda puede llegar a ser muy elevada. Por ello, en las sucesivas reformas de la ley, el legislador ha introducido en todos los casos mecanismos correctores (aunque no siempre los mismos) para separar las plusvalías reales de las ficticias.

El Gobierno ha decido eliminar, en su reforma fiscal, estos coeficientes (tanto los de actualización como los de abatimiento), de modo que, si se aprueba esta iniciativa, las plusvalías por la venta de un inmueble tendrán que tributar en el IRPF por cantidades muy superiores a las actuales. ¿Quiénes van a ser los damnificados? Desde luego no las empresas, ni los contribuyentes de rentas altas que tienen todos sus inmuebles depositados en sociedades, ya que a todos ellos se les ha dado la opción en múltiples ocasiones de revalorizar todos sus activos sin coste alguno. Va a afectar en mayor o menor medida a las clases medias con una segunda vivienda, y en especial a personas mayores jubiladas o a punto de jubilarse y que han considerado la propiedad inmobiliaria como la mejor forma de ahorrar para completar la pensión frente a los fondos de pensiones.

La medida es tan hiriente que Cristóbal Montoro se ha visto obligado a corregir la redacción inicial mediante una modificación chapucera y de maquillaje: eximir de tributación en las plusvalías a los mayores de 65 años a condición de que inviertan el total de la cantidad obtenida en la venta en un instrumento de renta vitalicia. Tal corrección ciertamente no soluciona el problema de fondo, pero mantiene el objetivo esencial que se pretendía, que no es otro que beneficiar a las entidades financieras y canalizar el ahorro a la intermediación (planes de pensiones, fondos de inversión, depósitos etc.), productos en los que el pequeño ahorrador puede ser fácilmente engañado por las entidades financieras, como nuestra reciente historia confirma.

Hay que preguntarse si medidas como la anterior o como la de dejar exentos de tributación los Planes de ahorro 5 no tienen como única finalidad la de solucionar, al menos en parte, los problemas de la banca facilitándole fondos cautivos durante muchos años. Es una pena que ese eslogan que utilizan incorrectamente los conservadores refiriéndose a la tributación, “en qué sitio puede estar mejor el dinero que en el bolsillo de los contribuyentes”, no lo apliquen, y ahora sí correctamente, con los ahorradores y el ahorro.

Al acometer cambios en la legislación fiscal, ningún Gobierno estará dispuesto a aceptar –mal le iría en tal caso en las elecciones– que su finalidad es beneficiar a los ricos y empobrecer a las clases bajas y, sin embargo, la mayoría de las modificaciones tributarias que se han llevado a cabo en todos los países desarrollados desde la época de Reagan y Thatcher han perseguido este objetivo. Es lógico, por tanto, que toda reforma impositiva vaya acompañada de un conjunto de mentiras y falacias tendentes a desfigurar la realidad.

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