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El problema de la desigualdad: los salmones y los hombres

La gente común acierta en el diagnóstico de que gran parte de las desigualdades sociales no está motivada ni por cualidades individuales sobresalientes ni tampoco por un esfuerzo o mérito superior

Foto: Un hombre sin hogar descansa en la calle bajo la lluvia en San Sebastián. (EFE)
Un hombre sin hogar descansa en la calle bajo la lluvia en San Sebastián. (EFE)

Los estudiantes de medicina de principios del siglo XX estudiaban anatomía con cadáveres de indigentes, y se acostumbraron a ver unas glándulas suprarrenales que cuando se compararon más adelante con las de los cadáveres de las clases acomodadas (relativamente pequeñas) dio para el estudio de una supuesta y misteriosa enfermedad recién descubierta: la atrofia suprarrenal idiopática. Con el tiempo, se conoció que las glándulas anormales no eran las de las clases medias y altas, sino las de los pobres. Encargadas de liberar cortisol al flujo sanguíneo, su abultado tamaño en los indigentes se debe al estrés crónico de su estilo de vida. Lo mismo ocurre a los salmones examinados tras el desove después de haber superado el período de intenso estrés que sufren durante su viaje río arriba para reproducirse. Hoy sabemos además que el elevado nivel de cortisol, cuando se hace crónico en los salmones e indigentes, destruye su salud, y causa la muerte prematura por múltiples trastornos asociados a un prolongado exceso de esta hormona en el organismo.

La epopeya de los salmones y la miseria de los indigentes vienen a colación de que cuando hasta el Foro Económico Mundial, la OCDE o el FMI, poco sospechosos de radicales de ultraizquierda, muestran su alarma por las previsibles consecuencias sociales de la tendencia global a una desigualdad económica en alza, sorprende que no haya propuesta de reforma económica o social emanada de los gobiernos e instituciones de la Unión Europea, entre ellos el nuestro, que no contenga una acusación subrepticia a la "excesiva" tendencia "igualadora" del Estado de bienestar por haber contribuido a la pérdida de competitividad y, a la postre, a la grave crisis económica de Estados como los llamados PIGS. Tampoco se escucha propuesta que apunte hacia estrategias de estabilización que no deriven directa o indirectamente en un aumento de la desigualdad real.

Las emociones han evolucionado para producir malestar psíquico y conductas agresivas cuando se descubre una desigualdad sin mérito

Dado que la economía no es la antropología, es preciso saber que la especie humana es igualitaria y, a la vez, desigualitaria dentro de una regulación natural. Sus dispositivos neurológicos, como los de los chimpancés o los monos capuchinos, están adaptados para una cognición especializada en reconocer tramposos y oportunistas de la acción colectiva. Las emociones han evolucionado para producir malestar psíquico y conductas agresivas cuando se descubre una desigualdad sin mérito. Del mismo modo, el sistema neuroendocrino de recompensa se activa generando estados agradables y conductas de reconocimiento del prestigio cuando se presencia un honesto esfuerzo superior que repercute en el bien común. En este caso, la desigualdad se admite sin ambages. Al contrario, la desigualdad inmerecida, y las jerarquías de dominio que la acompañan, producen un estado latente de disgusto y ansiedad que influye a largo plazo en el comportamiento y en la salud. En el comportamiento, porque puede desinhibir instintos agresivos, como muestra la probada correlación entre la desigualdad de ingresos y tasa de homicidios. En la salud, porque la inhibición de esos mismos instintos genera un estado crónico de estrés y frustración que deviene en la depresión psíquica y otras enfermedades causadas por la sobreactivación persistente y duradera del sistema del estrés. La desigualdad injusta mata en este doble sentido, y es un mal en sí misma porque ataca la vida humana y pone en peligro la supervivencia de las poblaciones y sus culturas.

Uno de los axiomas centrales de la economía es que resulta preferible una distribución de los recursos en la que alguien mejora sin que los demás empeoren, a otra en la que la mejora de uno es a costa del empeoramiento del otro. Este criterio de optimalidad, así, asumido sin mayor examen de sus consecuencias, sin embargo, no resulta empíricamente válido al considerar, como ha de hacerse, que son las desigualdades relativas, y no siempre las absolutas las que, cuando además son inmerecidas y fraudulentas, ocasionan las enfermedades y conflictos sociales mencionados. Esto explica por qué a veces se percibe mayor alegría vital y unas relaciones sociales más armoniosas entre los comparativamente pobres e iguales, y menor entre los más ricos y desiguales. La superior esperanza de vida en los países desarrollados puede explicarse no solo por las consecuencias del disfrute de una riqueza superior, sino porque esa misma riqueza permite disponer de medios de seguridad contra la violencia, además del acceso a modernos sistemas sanitarios que evitan el descenso de la esperanza de vida que causarían la agresividad y las enfermedades asociadas a la desigualdad diferencial.

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Solo desde la irresponsabilidad ideológica y la preservación de intereses creados puede auspiciarse, por acción u omisión, el avance de la desigualdad, cuando la percepción mayoritaria de la gente común, no exenta de acierto aunque no sea respaldada por un elegante modelo econométrico, acierta en el diagnóstico de que gran parte de las desigualdades sociales no está motivada ni por cualidades individuales sobresalientes ni tampoco por un esfuerzo o mérito superior, sino por estructuras sociales que impiden o dificultan la justicia y la movilidad social. El acceso a la salud, al conocimiento y a la tecnología deben ser los ejes fundamentales del sistema social en un país 'civilizado' del siglo XXI, ya que actúan igualando por la base, sin necesidad de otras actuaciones muchas veces contradictorias, y distorsionadoras por generar desajustes distributivos, clientelismos y corruptelas. En un estudio reciente se ha demostrado cómo las bandas de chimpancés en que todos sus individuos tienen acceso a una sencilla tecnología consistente en el uso de lanzas para cazar son, en comparación con aquellas que carecen de este conocimiento, y por lo tanto dominadas por los machos más agresivos, menos jerárquicas, internamente menos conflictivas, y además experimentan en bastante menor grado lo que en nuestra especie diríamos violencia y otros problemas "de género".

Los niños pobres pueden caer en su propia "trampa de la identidad": aferrarse a su condición como manifestación de su rebeldía

Proclamar la necesidad de una desigualdad superior, como terapia de choque necesaria para ganar competitividad y así apuntalar la prosperidad del mañana, supone alinearse con las nefastas tesis del darwinismo social, que como es sabido confunde las leyes naturales con los desaguisados culturales. No nos engañemos con sofismas neoconservadores: la realidad es que, 'ceteris paribus', un niño pobre tiene menos posibilidades de realización de sus potencialidades que un niño rico. Y además, cuando un sistema institucionaliza la desigualdad, los niños pobres pueden caer en su propia "trampa de la identidad": aferrarse a su condición como manifestación de su rebeldía frente a la identidad cultural de los grupos sociales enriquecidos (y opresores). Eso les mantendrá pobres a ellos y a sus descendientes. Así funciona nuestro cerebro, a veces generando paradojas disfuncionales que se deben tener en cuenta en el diseño de las políticas.

Se debería reflexionar sin prejuicios sobre si las reformas conducentes a una mayor desigualdad puedan estar en consonancia con el hipotético "sacrificio necesario de los capullos tempranos" propugnado por Rockefeller para la creación de rosas superiores; un sacrificio que, si bien aporta éxito reproductivo al jardinero que dispone de las rosas cual "mano invisible", sin embargo, ningún éxito reproductivo aporta a los apartados de la carrera por la vida, ya sean salmones o los pobres de nuestro mundo.

*José Luis Herranz Guillén es economista y doctor en Estudios Sociales de Ciencia y Tecnología por la Universidad de Salamanca

Los estudiantes de medicina de principios del siglo XX estudiaban anatomía con cadáveres de indigentes, y se acostumbraron a ver unas glándulas suprarrenales que cuando se compararon más adelante con las de los cadáveres de las clases acomodadas (relativamente pequeñas) dio para el estudio de una supuesta y misteriosa enfermedad recién descubierta: la atrofia suprarrenal idiopática. Con el tiempo, se conoció que las glándulas anormales no eran las de las clases medias y altas, sino las de los pobres. Encargadas de liberar cortisol al flujo sanguíneo, su abultado tamaño en los indigentes se debe al estrés crónico de su estilo de vida. Lo mismo ocurre a los salmones examinados tras el desove después de haber superado el período de intenso estrés que sufren durante su viaje río arriba para reproducirse. Hoy sabemos además que el elevado nivel de cortisol, cuando se hace crónico en los salmones e indigentes, destruye su salud, y causa la muerte prematura por múltiples trastornos asociados a un prolongado exceso de esta hormona en el organismo.

La epopeya de los salmones y la miseria de los indigentes vienen a colación de que cuando hasta el Foro Económico Mundial, la OCDE o el FMI, poco sospechosos de radicales de ultraizquierda, muestran su alarma por las previsibles consecuencias sociales de la tendencia global a una desigualdad económica en alza, sorprende que no haya propuesta de reforma económica o social emanada de los gobiernos e instituciones de la Unión Europea, entre ellos el nuestro, que no contenga una acusación subrepticia a la "excesiva" tendencia "igualadora" del Estado de bienestar por haber contribuido a la pérdida de competitividad y, a la postre, a la grave crisis económica de Estados como los llamados PIGS. Tampoco se escucha propuesta que apunte hacia estrategias de estabilización que no deriven directa o indirectamente en un aumento de la desigualdad real.

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