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Hacen falta más que buenas ideas para cambiar la economía: la importancia de las instituciones
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Hacen falta más que buenas ideas para cambiar la economía: la importancia de las instituciones

Más que buenas ideas, los que deseen una transformación económica necesitan una estrategia institucional más inclusiva y pragmática que quizá pueda anclarse en la política industrial activa

Foto: La vicepresidenta primera del Gobierno y ministra de Asuntos Económicos y Transformación Digital, Nadia Calviño. (EFE/Javier Cebollada)
La vicepresidenta primera del Gobierno y ministra de Asuntos Económicos y Transformación Digital, Nadia Calviño. (EFE/Javier Cebollada)

La pandemia, mucho más que el rescate sectorial a las finanzas hace una década, ha revitalizado al Estado. Dejando a un lado el despliegue de sistemas de vigilancia y seguimiento, la intervención pública en países occidentales ha sido extraordinaria. Hay muchos ejemplos. Los ERTE y otras medidas de apoyo, que convirtieron el Estado en garantía última de sustento para millones de ciudadanos y empresas. Los años de financiación de investigación médica: por ejemplo, solo el 2% de fondos para AstraZeneca provenía del sector privado. Las órdenes ejecutivas en Estados Unidos a General Motors y General Electric para fabricar materiales esenciales. Todo ello hacía pensar a muchos que, si no se logró hace una década, por fin había llegado el momento que propuestas económicas que colocan el Estado en el centro. Las misiones estratégicas de Mazzucato y cía. Las reformas fiscales de Piketty. La mirada flexible al gasto público propuesta por Kelton. Y las contribuciones diversas de Rodrik, Blyth, Pettifor, Raworth, Chang, Pérez… y tantos otros que defienden un retorno a un Estado más activista para afrontar desafíos como la misma pandemia o el cambio climático.

¿Podría transformarse el estatismo coyuntural en un giro estructural en políticas públicas? Lo cierto es que, sin menospreciar las contribuciones de estos autores en el debate público, la llegada de la inflación y el gradual final de la pandemia podrían apuntalar un regreso al 'business as usual'. No es suficiente plantear un cambio de modelo cuando las inercias institucionales (tanto en Madrid como en Bruselas, Fráncfort y Washington) empujan hacia el retorno de lo 'malo conocido'. Es decir, un modelo de crecimiento español que, con sus logros, sigue sin proporcionar a los jóvenes acceso estable al empleo o la vivienda; lleva dos crisis con el sector manufacturero en declive, y cuya desigualdad y pobreza se han acelerado con la pandemia.

Foto: La hostelería explica una parte menor de la temporalidad. (EFE/Cabalar)

Efectivamente, en España el lado conservador parece querer regresar a la senda marcada por la década anterior: austeridad competitiva para reducir el coste laboral y crecer mediante exportaciones para salir de la crisis. Más allá de las guerras culturales madrileñas y la influencia intermitente de Vox, el diagnóstico económico del PP es principalmente el de Rajoy. Es decir, el problema español no serían los 'infiernos fiscales' o los 'chiringuitos', sino la falta de flexibilidad (en mercados, empresas, Estado y trabajadores), que impide su modernización y adaptación al competitivo escenario internacional. El previsible fin de la ventana de oportunidad para algo diferente a esta visión es algo de lo que son conscientes algunos políticos progresistas, que se posicionan para asegurar que la brecha siga abierta. Hemos visto cómo el proyecto en torno a la vicepresidenta Yolanda Díaz trata de conectarse explícitamente a este colectivo intelectual. El pasado 14 de enero, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, Díaz comenzó el año político con una charla con Piketty que contó con la presencia de figuras del progresismo local. Y, aunque de manera más tímida, la agenda internacional del presidente Sánchez ha arrojado titulares en favor de un 'nuevo Plan Marshall' en Europa y un replanteamiento del modelo económico desde el inicio de la pandemia.

Ya existe en nuestro país un debate muy animado en torno a la efectividad de ambas vías y no cabe duda de que veremos muchas propuestas conforme se acerquen las citas electorales. En principio, si se confirman las nubes negras, serán las derechas las que llamarán a la contención del gasto para reducir la deuda, como si el Estado y el hogar fuesen agentes económicos equivalentes. Una postura que encontrará apoyos en los 'frugales' europeos y también en una arquitectura monetaria y fiscal continental que refuerza estas tesis. El campo progresista opinará la contrario, que hay que invertir y crecer para pagar la deuda. Sin embargo, lo tendrá difícil para poner en práctica su visión si no tiene en cuenta la importancia de las instituciones y consensos políticos. De hecho, y aunque parezca contraintuitivo, la única manera de que se altere el rumbo económico del país es si sectores de ambas partes son capaces de llegar a un nuevo consenso político.

Foto: Sede del Banco de España, en Madrid. (iStock) Opinión
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En el mundo de la empresa y algunos sectores conservadores, tienen que entender que quizás el 'chicle' de la globalización se ha estirado demasiado. El vaciamiento de capacidad estatal a todos los niveles pone en jaque también las infraestructuras públicas clave que sostienen modelos de negocio en sectores como el automóvil. La desigualdad ha reducido la masa salarial y por tanto la demanda interna, generando excesiva dependencia de un sector exportador sometido a altas presiones competitivas. Por otro lado, algunos sectores de la izquierda tienen que ser capaces de incluir el mundo de la empresa en su programa económico. No hablamos aquí de cesiones ante la patronal, sino de un reconocimiento de que otros modelos productivos (aunque sean privados) arrojan consecuencias distributivas diferentes para los sectores sociales que el progresismo dice defender (como han demostrado Andreoni y Tregenna). Es tan sencillo como comparar las condiciones laborales en un sector como el turismo con las de los proveedores de componentes industriales.

¿Sería una traición para los conservadores contemplar un papel permanente para la Administración en la transformación del tejido productivo? ¿Es una traición a los principios del progresismo diseñar políticas públicas para desarrollar el potencial del sector privado, aun con el Estado en el rol de coordinador? En absoluto; de hecho, el pragmatismo para llegar a consensos políticos (incluso con tu mayor enemigo) es la única herramienta para cambiar las cosas. Como veremos a continuación, es justo lo que hicieron los economistas opuestos al modelo socialdemócrata europeo tras la Segunda Guerra Mundial, abrazando al Estado para promover políticas antiestatistas.

No es la economía, estúpido: son las instituciones

El pragmatismo institucional es fundamental en cualquier movimiento político que quiera cambiar las coordenadas económicas. Incluso para aquellos que aborrecen al Estado como institución, es imperioso acceder a las agencias públicas para que la 'mano visible' abra camino a la 'mano invisible'. Como reseñó Philip Mirowski en 'Nunca dejes que una crisis te gane la partida' (Deusto, 2014), el argumento clave de los que se oponían a los proyectos progresistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial no era 'menos Estado' frente a 'más Estado'. Al contrario, autores como Hayek o Rothbard dejaron por escrito que un Estado más fuerte es a menudo la mejor garantía de un mercado sin restricciones. Las normas y agencias públicas pueden proteger, por ejemplo, algo tan artificial pero valioso como la propiedad de bienes intangibles en un mundo de exuberancia digital.

Foto: La vicepresidenta económica, Nadia Calviño. (EFE/Mariscal)

Otro ejemplo: lo que conocemos como 'mercado energético europeo', es en realidad un entramado público nacional y supranacional que supervisa oferta, demanda y precios. Al parecer de Hayek, ningún ser humano u organización es capaz de competir con el mercado a la hora de asignar valores; es la 'espontaneidad' de la búsqueda del beneficio la que debe extenderse a todas las esferas de la vida, con mecanismos como la asignación de un precio al carbono emitido en la atmósfera. Además, la incapacidad humana de procesar información eficientemente implica que el voluntarismo en asuntos económicos debe limitarse mediante reformas e instituciones. Es decir, lo que importa para ese campo ideológico no es tanto el libre mercado 'per se', sino la naturaleza y construcción de instituciones que apuntalen el intercambio e impidan que una voluntad mayor (ya sea un líder autoritario o un Gobierno democráticamente elegido) distorsione sus sentencias.

Es esta incomprensión de la importancia de las instituciones lo que explica gran parte de las derrotas que el progresismo en sentido amplio ha sufrido desde finales del siglo pasado. A finales de los setenta, los participantes de círculos como Mont-Pèlerin (autodenominados 'neoliberales'), antaño marginados en la academia, trasladan sus ideas al mundo real con la accesión al poder de líderes como Thatcher en Reino Unido. Cierto, propagandistas como Friedman difundieron de manera incansable su rechazo a todo lo público. Pero su aspiración (no siempre cumplida) como dirigente de la Mont-Pèlerin fue la accesión de miembros y simpatizantes a puestos públicos para avanzar posiciones 'neoliberales'. Es decir, promover el antiestatismo desde el mismo corazón de la bestia: el Estado.

Foto: Economía. (iStock) Opinión

Esta incongruencia es en realidad pragmatismo institucional y el reconocimiento implícito de que el mercado libre necesita una intervención frecuente y masiva del Estado para seguir funcionando. Por eso alguien como Alan Greenspan pudo afirmar en la misma comparecencia que “hay un fallo en mi ideología” (i.e. la hipótesis de mercados eficientes no se aplicó en el caso de las 'subprime') y que “no habría actuado de manera diferente” (i.e. ni siquiera la Reserva Federal puede saber más que los millones de actores en el mercado inmobiliario). Que un misil a la línea de flotación de tu ideología no arruine lo fundamental: que los resultados arrojados por el mercado son los correctos y, si es necesario, es el apoyo público el que debe asegurar que ese 'libre mercado' vuelva a funcionar. En definitiva, la mano visible guiando a la mano invisible.

Tras décadas de medidas en la dirección contraria, por muy creativas que sean las propuestas progresistas, resulta difícil que los ciudadanos las vean posibles, y es muy fácil que sus oponentes las ridiculicen como una retahíla de demandas imposibles. Repasemos el contexto constitucional al que se enfrentan estos proyectos: bancos centrales supuestamente independientes pero con sesgos hacia el combustible fósil y otras inversiones; límites constitucionales al gasto público que impiden la política fiscal; provisión de servicios públicos con contratos privados blindados; compromisos de competencia que bloquean el apoyo directo a empresas estratégicas… No es una conspiración organizada, simplemente refleja la capacidad de Mont-Pèlerin y otros órganos de reconciliar su programa económico ultraliberal con la realidad institucional. Es decir, los logros de unos defensores del libre mercado que no tuvieron prejuicios para articular nuevas instituciones y normas desde el Estado para extender su modelo a más áreas de la economía.

La necesidad del pragmatismo institucional

Si un partido político se hubiese presentado a las elecciones en 1979 en cualquier país occidental con un programa que se comprometiese a desmantelar los consensos de la Europa de posguerra, su victoria habría sido poco probable. Esta situación es extrapolable, sin embargo, al destino reciente de los movimientos de izquierdas en Grecia, España, Francia, Reino Unido, Estados Unidos y otros países, cuyos programas electorales prometían romper con el pasado para construir un nuevo consenso económico. Dejando a un lado los argumentos de simpatizantes (“teníamos a los medios en contra”) y oponentes (“sus programas eran demasiado radicales”), es más sencillo atribuir su fracaso relativo a un factor vital: la incapacidad de comprender las posibilidades marcadas por el entramado institucional.

Foto: Ilustración: EC.
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El catedrático de la SOAS Mushtaq Khan, sobre todo en el contexto de países en desarrollo, ha formulado un marco teórico que trata de integrar instituciones existentes con modelos de crecimiento. Este es un marco teórico práctico, cuyo punto de partida no es el que uno querría tener (e.g. la innovación empresarial de Silicon Valley con la efectividad estatal de Finlandia), sino el que uno tiene. Tras dos décadas de machaque con la agenda de 'buen gobierno', los organismos internacionales como el Banco Mundial observaron que, paradójicamente, los países que más han reducido la pobreza y acercado su nivel de vida al de Occidente son los que presentaban un modelo más opuesto al de esta agenda. Es decir, banca pública, empresas estatales, inversiones dirigidas y un largo etcétera de interferencias contra el mercado (o, según el observador, 'capitalismo de amiguetes') habrían apuntalado el impresionante despegue de naciones como Corea del Sur, Singapur y Taiwán. Es tras el despegue, y no antes, que vendrían la democratización y el buen gobierno.

Pero la inversión de la ecuación no arroja la conclusión opuesta: la corrupción, obviamente, ¡no es condición necesaria para el triunfo económico! Más bien, cuando se trata de promover un crecimiento sostenido en el tiempo, la propuesta económica ha de adaptarse al encaje institucional existente: si existe colusión entre empresarios y gobiernos, entonces lo pertinente es que ambos tengan incentivos adicionales para que sus actividades sean productivas y no extractivas. Por ejemplo, la economista García-Calvo ha estudiado cómo la dependencia mutua entre los primeros gobiernos tras la transición democrática y los grandes bancos en España articuló muchos de los cambios en torno a la regulación financiera, la desinversión industrial y la integración en Europa. Un proyecto político que no hubiese tenido en cuenta las necesidades de la gran banca se habría topado con un obstáculo insalvable; al igual que un sector financiero que hubiese apostado por la internacionalización sin respaldo regulatorio seguramente no habría derivado en gigantes como el Banco Santander.

Foto: Las ministras Nadia Calviño y María Jesús Montero, en una rueda de prensa. (EFE)

Khan nos cuenta que son los consensos políticos, basados en la distribución de poder entre organizaciones, los que generan instituciones y determinan que una estrategia de crecimiento sea viable o no. ¿Qué capacidad de resistencia, movilización y recompensa tienen estos grupos? ¿A qué recursos pueden recurrir para reproducirse en el tiempo? Lo normal en economía es que los cambios sean graduales, pero que se vayan acumulando en el tiempo y transformen el terreno institucional. Un ejemplo es la reducción paulatina de la densidad sindical en el continente europeo, que ha resultado en una capacidad mayor para los empleadores de imponer términos en posteriores reformas laborales. Además, si no se tiene en cuenta este factor institucional y de reparto de poder, una política particular puede incluso tener un efecto indeseado. Pensemos por ejemplo en las recientes ayudas al alquiler y la distribución de activos en el mercado inmobiliario: ¿suplirán realmente las carencias de los inquilinos? ¿O aprovecharán los propietarios para subir los alquileres con la medida?

El discurso económico progresista en España, por ejemplo, ha fallado muchas veces por defecto y otras por exceso de ambición. Una vertiente, más común antes de la crisis financiera, abogaba por el 'small is beautiful': una combinación de folklorismo y ecologismo que apostase por el pequeño y mediano comercio, e incluso un modo de vida alternativo, como contrapunto a las grandes corporaciones. Tras la crisis y la mejora de expectativas electorales, las propuestas se pasaron al otro extremo. La creación de un Amazon estatal es un ejemplo de una propuesta que no solo parece impracticable, sino también poco creíble para un electorado potencial. Ambas vías son incoherentes con el contexto económico de España, un país plenamente desarrollado e integrado en los circuitos comerciales, que sin embargo arrastra décadas de estancamiento y vulnerabilidad tras una desindustrialización prematura y un encaje en actividades de bajo valor añadido.

Foto: Un camarero con un cliente en un bar de Barcelona. (EFE/Enric Fontcuberta)

El éxito de los que defiendan un nuevo modelo productivo pasa por reconocer estos problemas y darles solución dentro del contexto institucional y los consensos políticos existentes. Por ejemplo, pese a las protestas de gran parte de la izquierda en torno al acuerdo de reforma laboral, lo cierto es que cualquier éxito futuro vendrá acompañado de muchos más acuerdos. El equipo de Díaz parece ser consciente de ello y recuperaba junto a Piketty un discurso sobre la transformación de la empresa. Es algo que también saben los sindicatos mayoritarios, cuyos gabinetes económicos llevan abogando por la recuperación de política industrial activa, consensuada con los empresarios, desde hace tiempo. Y algo que, seguramente, reconocen también en la intimidad algunos empresarios de actividades manufactureras cuya prosperidad depende de un mercado interior más denso y del desarrollo de equipos industriales paralizados por la última crisis.

Aunque la política industrial activa no es algo ajeno a, por ejemplo, la tradición conservadora británica, parece poco probable que el conservadurismo español abrace ahora esta perspectiva. Si es el progresismo el que aprovecha este vacío, su giro empresarial no tendría por qué olvidar el compromiso progresista con la 'pre-' y la redistribución. Una apuesta de coordinación económica mucho más anticipatoria que los PERTE (basado en un modelo de intervención anticuado de corrección de fallos de mercado) puede condicionar la inversión a objetivos de transición sostenible e inclusión laboral. Ante los límites impuestos las últimas décadas, no se trata de apostar por lo pequeño o soñar a lo grande, sino en establecer objetivos asumibles que cambien gradualmente el modelo productivo apoyándose en las ventajas competitivas existentes. Es evidente que acercarse lo máximo posible al pleno empleo de calidad mejorará las perspectivas de los sindicatos para organizarse. Igualmente, el apoyo condicionado a ciertas actividades empresariales puede aportar ese conocimiento intangible pero tan importante que surge en el proceso productivo y articula muchas de las innovaciones en sectores punta como el farmacéutico. Todo ello son consensos deseables y alcanzables entre gobierno, sindicatos y clase empresarial (¡aunque no para todos al completo!).

Foto: La directora gerente del FMI, Kristalina Georgieva. (Reuters/Yves Herman)

En el siglo pasado, el campo ultraliberal opuesto a la socialdemocracia europea, con apoyo financiero e ideológico del mundo empresarial, entendió que en su ecuación faltaba una institución clave: el Estado. A la nueva izquierda le pasó lo contrario a principios del siglo XXI: confiando en una captura temprana del Estado por la vía electoral, le ha faltado incluir al sector privado en su propuesta política. Pero es que la socialdemocracia en el capitalismo de postguerra, el de la Edad de Oro, combinó el esfuerzo redistributivo con la inclusión las necesidades del sector productivo. Es decir, apoyándose en su poder institucional (sindicatos y militantes), consensuó acuerdos más o menos justos con organizaciones opuestas (empresarios), para redirigir la inversión, afrontar desafíos como el éxodo rural y al mismo tiempo mejorar el nivel de vida de la mayoría de sus ciudadanos. Más que buenas ideas, los que deseen una transformación económica necesitan una estrategia institucional más inclusiva y pragmática que quizá pueda anclarse en la política industrial activa. Una apuesta realista por cambiar gradualmente los consensos políticos e institucionales que articulen nuestro modelo productivo más allá de la actual crisis.

*Roy Cobby. Doctorando en Humanidades Digitales en el King’s College London, máster en Políticas Globales en la London School of Economics, grado en Relaciones Internacionales en la Universidad de Bath.

La pandemia, mucho más que el rescate sectorial a las finanzas hace una década, ha revitalizado al Estado. Dejando a un lado el despliegue de sistemas de vigilancia y seguimiento, la intervención pública en países occidentales ha sido extraordinaria. Hay muchos ejemplos. Los ERTE y otras medidas de apoyo, que convirtieron el Estado en garantía última de sustento para millones de ciudadanos y empresas. Los años de financiación de investigación médica: por ejemplo, solo el 2% de fondos para AstraZeneca provenía del sector privado. Las órdenes ejecutivas en Estados Unidos a General Motors y General Electric para fabricar materiales esenciales. Todo ello hacía pensar a muchos que, si no se logró hace una década, por fin había llegado el momento que propuestas económicas que colocan el Estado en el centro. Las misiones estratégicas de Mazzucato y cía. Las reformas fiscales de Piketty. La mirada flexible al gasto público propuesta por Kelton. Y las contribuciones diversas de Rodrik, Blyth, Pettifor, Raworth, Chang, Pérez… y tantos otros que defienden un retorno a un Estado más activista para afrontar desafíos como la misma pandemia o el cambio climático.

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