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José Luis Malo de Molina

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Con el paso cambiado

La guerra ha venido a complicar un escenario que ya de por sí presentaba riesgos, hasta el punto de que amenaza en trasmutar la encarrilada recuperación en una nueva crisis de graves proporciones

Foto: La ministra de Economía, Nadia Calviño (d), y el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/J.J.Guillén)
La ministra de Economía, Nadia Calviño (d), y el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/J.J.Guillén)

La crisis de la guerra de Ucrania vuelve a pillar a la economía española con el paso cambiado. Ocurrió con la crisis financiera y con la pandemia, y nos encontramos otra vez en la misma situación. La crisis de la deuda soberana sorprendió a España con altísimos niveles de déficit y endeudamientos públicos porque se había despilfarrado la confortable situación de la Hacienda Pública alcanzada tras largos años de esfuerzos y de expansión económica, lo que nos hizo especialmente vulnerables. La pandemia golpeó a todos, pero en nuestro caso no habíamos recuperado todavía las secuelas de la crisis anterior y arrastrábamos una frágil posición de las finanzas públicas, elevado desempleo y un alto grado de precariedad laboral. Afortunadamente contábamos con el potente apoyo externo de los cuantiosos fondos europeos que nos permitían aplicar políticas presupuestarias expansivas sin aumentar más la deuda pública y sin sufrir la presión de los mercados. Y también con los eficaces paliativos de los ERTE y de los créditos y avales del ICO que aminoraron la persistencia de la inusitada contracción económica desencadenada por la pandemia. Pero la guerra ha llegado cuando ni siquiera se había completado el rebote y los planes de inversión y de reforma apenas han pasado del papel, los discursos y las reuniones. Con el endeudamiento público en máximos históricos —y no es retórica—, el indispensable programa de consolidación fiscal a medio plazo tampoco había pasado de las buenas intenciones programáticas. Y lo que es peor, la inflación había rebrotado con más fuerza y persistencia de lo que nadie había anticipado.

La guerra ha venido a complicar un escenario que ya de por sí presentaba riesgos, hasta el punto de que amenaza en trasmutar la encarrilada recuperación en una nueva crisis de graves proporciones, la tercera del comienzo del siglo XXI, porque sus efectos tienden a la vez a alimentar las tensiones inflacionistas y a erosionar la capacidad de gasto y de crecimiento. La vieja pesadilla de la estanflación que tantas dificultades crea a la política económica. Una pesadilla por la que ya han pasado las economías avanzadas y que tanto costó vencer. Conviene, por tanto, refrescar lo aprendido en episodios anteriores, sobre todo en casos como los de la economía española en los que las tensiones inflacionistas son tan arduas de desarraigar.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, interviene durante la sesión de control al Gobierno. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión
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No está de más recordar lo que le costó a España conseguir la convergencia en materia de inflación para poder entrar en el euro y el alto precio que se tuvo que pagar en términos de desempleo. Y más adelante las graves consecuencias que tuvo el mantenimiento de persistentes diferenciales de inflación con los países más estables de la Unión Económica y Monetaria, y frente a los cuales no se puede absorber la competitividad perdida con devaluaciones cambiarias.

Una primera cuestión a tener en cuenta es que las tensiones inflacionistas generadas por un encarecimiento de la energía y otros inputs no se pueden combatir solo con políticas de demanda. Particularmente no se puede dejar en manos exclusivamente de la política monetaria el control de los precios. Aunque el mandato prioritario de la autoridad monetaria sea la estabilidad de los precios, carece de los instrumentos adecuados para conseguirlo por sí sola, cuando existen distorsiones importantes procedentes del lado de la oferta, como son los aumentos de coste o los estrangulamientos de la producción. Si se deja sola a la política monetaria, ésta no tendrá más remedio que recurrir a un tensionamiento financiero excesivo que resultará muy dañino para el crecimiento y resultará insuficiente para conseguir el control deseado de los precios.

Foto: Sede del Banco Central Europeo en Fráncfort, Alemania. (EFE/Armando Babani)

En el pasado, cuando España todavía disponía de la soberanía monetaria, le salió muy caro hacer de las subidas de los tipos de interés el principal muro de contención de las alzas de precios. Carestía del crédito, cierre de empresas y paro masivo. Y como era de temer, todo ello no evitó el desplome y las devaluaciones sucesivas de la moneda propia. En la actualidad, cuando la política monetaria se decide a nivel europeo, en margen de sobrecarga de la misma es ciertamente menor, pero si no actúan otras políticas nacionales las tensiones inflacionistas tendrán más margen para expandirse y arraigarse. Y los diferenciales de inflación volverán a emerger como un problema crucial, porque serán la raíz de una pérdida de competitividad y la señal la necesidad de ajustes dolorosos de carácter interno dada la imposibilidad de recurrir a las devaluaciones cambiarias.

Tenemos muy reciente el coste que supusieron los recortes y la devaluación interna a los que nos llevó la tolerancia frente a los diferenciales de inflación, que muchos negaron como problemáticos durante demasiado tiempo. Fue la experiencia más traumática, complicada con la crisis financiera, desde la modernización de la economía española. Una experiencia que no se puede volver a repetir.

Foto: Vladimir Putin y Xi Jinping. (Getty Images/Pool/Kenzaburo Fukuhara)

Porque el hastío social y la fragmentación política harían inviable repetir una corrección de semejante calibre. Y porque el margen financiero es mucho más reducido, dado el alto nivel de endeudamiento público y la limitada disponibilidad de apoyos externos. Lo que quiere decir que la situación puede llegar a hacerse más peligrosa de lo que lo fue cuando España estuvo a punto del rescate europeo completo, del que solo se pudo salvar acotando la ayuda externa al sistema financiero.

Estamos en los primeros estadios del desarrollo del proceso inflacionista y sus potenciales efectos negativos se reducen a la percepción de la pérdida de poder adquisitivo, lo que puede conducir a una perspectiva errónea. Perder de vista los riesgos de medio plazo y desencadenar un esfuerzo baldío por soslayar el inevitable empobrecimiento derivado de la carestía de algunos inputs importados o generados internamente. En la misma miopía se incurre cuando se celebra la subida de las cifras nominales —de facturación, gastos o beneficios— por el mero incremento de los precios o cuando se aprovecha la subida del PIB nominal por el aumento del deflactor para aligerar el esfuerzo de consolidación fiscal y el saneamiento de la deuda. Estas actitudes tienden a poner en marcha la espiral de costes y precios que acelera y prolonga la dinámica inflacionista. Es más, la focalización en el mantenimiento del poder adquisitivo, que algunas decisiones políticas como la reindiciación de las pensiones tienden a alentar, supone una desviación de la cultura de estabilidad que tanto esfuerzo costó alcanzar en el largo y accidentado camino hacia la entrada en el euro. No se debe olvidar que la ilusión monetaria de la inflación es engañosa y pasajera. Con la pertenencia a un área de estabilidad monetaria la mejor manera de proteger el poder adquisitivo a medio plazo es mediante la persecución del objetivo de la estabilidad de precios. Y a ello han de contribuir las políticas que se mantienen bajo soberanía nacional, es decir la política presupuestaria y de reformas, que comportan enromes dificultades de articulación, pero para las que afortunadamente contamos con la inestimable ayuda de los fondos europeos y los requisitos que los mismos incorporan.

*José Luis Malo de Molina. Economista.

La crisis de la guerra de Ucrania vuelve a pillar a la economía española con el paso cambiado. Ocurrió con la crisis financiera y con la pandemia, y nos encontramos otra vez en la misma situación. La crisis de la deuda soberana sorprendió a España con altísimos niveles de déficit y endeudamientos públicos porque se había despilfarrado la confortable situación de la Hacienda Pública alcanzada tras largos años de esfuerzos y de expansión económica, lo que nos hizo especialmente vulnerables. La pandemia golpeó a todos, pero en nuestro caso no habíamos recuperado todavía las secuelas de la crisis anterior y arrastrábamos una frágil posición de las finanzas públicas, elevado desempleo y un alto grado de precariedad laboral. Afortunadamente contábamos con el potente apoyo externo de los cuantiosos fondos europeos que nos permitían aplicar políticas presupuestarias expansivas sin aumentar más la deuda pública y sin sufrir la presión de los mercados. Y también con los eficaces paliativos de los ERTE y de los créditos y avales del ICO que aminoraron la persistencia de la inusitada contracción económica desencadenada por la pandemia. Pero la guerra ha llegado cuando ni siquiera se había completado el rebote y los planes de inversión y de reforma apenas han pasado del papel, los discursos y las reuniones. Con el endeudamiento público en máximos históricos —y no es retórica—, el indispensable programa de consolidación fiscal a medio plazo tampoco había pasado de las buenas intenciones programáticas. Y lo que es peor, la inflación había rebrotado con más fuerza y persistencia de lo que nadie había anticipado.

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