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La vivienda, la propiedad y el rentismo
La desigualdad ha aumentado en España y eso se aprecia en que la propiedad se está concentrando en manos de un grupo cada vez más reducido de gente
¿Es España un país que fomenta el rentismo? Es posible, pero lo que sí es seguro es que somos una sociedad que gasta más de lo que ingresa. Esto es un grave problema porque, aun teniendo una presión fiscal más baja que en otros países europeos, el esfuerzo fiscal que realizan los españoles para pagar esos impuestos relativamente bajos es superior al que hace un holandés o un alemán. Sin unos sueldos más elevados, los españoles difícilmente podrán salir de la espiral de bajos impuestos pero alto esfuerzo para pagarlos. Por lo tanto, seguiremos condenados a ser una sociedad que viva con el agua al cuello para pagar unos estándares sociales del primer mundo.
Tenemos sueldos bajos porque nuestro tejido empresarial está atomizado, lo componen miles de pequeñas empresas, que no pueden acceder a la misma financiación que las empresas francesas o alemanas y por tanto son menos competitivas a nivel global. Empresas pequeñas que ingresan poco, lo justo para que vivan sus pocos empleados. Esto hace que nuestro sistema económico sea mucho menos productivo que el de los alemanes o el de los holandeses. Trabajamos más para conseguir menos.
Dinámica que no hará más que acelerarse con la entrada en vigor de la nueva Ley de Vivienda
Por eso, muchos españoles que tienen casas y pisos en propiedad complementan sus bajos ingresos con rentas del alquiler. La desigualdad ha aumentado en España y eso se aprecia en que la propiedad se está concentrando en manos de un grupo cada vez más reducido de gente, que compra o hereda las casas y vive como rentistas a costa de quienes no las tienen.
Como gastamos más de lo que ingresamos, somos una sociedad que se devora a sí misma: quienes pueden, las clases medias y altas, compran propiedades como un valor refugio donde, además, las rentas que se generan están gravadas muy por debajo de las rentas del trabajo. Esto provoca un perverso trasvase de capital entre quienes viven de su trabajo y no tienen propiedades, normalmente jóvenes e inmigrantes, hacia quienes han acumulado propiedades y además de vivir de su trabajo (o en muchos casos de sus pensiones), disfrutan de las rentas de sus inversiones inmobiliarias. Es decir, un trasvase de las clases trabajadoras a las clases medias y altas. Y todo ello con un pago bonificado en el IRPF.
España se argentinizará conforme la propiedad se concentre. El dinero llama al dinero, pero es que los diques de redistribución de la riqueza dejan de funcionar cuando esta se entiende como un conjunto de cuidados paliativos carísimos, como por ejemplo los parques públicos de viviendas. Las tiritas caras no resuelven el problema estructural y convertir a los más necesitados en dependientes crónicos de unas políticas que cuestan más de lo que se ingresa solo debilita aún más al débil y lo convierte en vulnerable a cualquier cambio de la coyuntura económica. Dinámica que no hará más que acelerarse con la entrada en vigor de la nueva Ley de Vivienda.
El ascensor social está roto y el problema no lo tienen quienes después de una vida de esfuerzo compraron un par de casas
Desde luego, si queremos corregir los problemas es importante detectar pronto los síntomas (las multipropiedades y las herencias) para poder diagnosticar correctamente el problema estructural: que en vez de incentivar la construcción de viviendas asequibles en régimen de propiedad, es decir, destinar los limitados recursos públicos a aumentar y fortalecer la clase media, nos dedicamos a gastar lo que no tenemos en ayudas para capear el día a día.
El ascensor social está roto y el problema no lo tienen quienes después de una vida de esfuerzo compraron un par de casas arriesgando su economía doméstica, ni quienes tienen la suerte de heredar una o dos propiedades, muy al contrario, ese debería ser el objetivo.
La comparación con Alemania
Existe además una tendencia generalizada en España que consiste en compararnos, al igual que con la prima de riesgo, en todos los aspectos posibles con Alemania (y casi siempre para mal). Esto ocurre de forma sistemática en lo que a política de vivienda se refiere. Se suelen ensalzar —normalmente sin contexto— los mismos temas de forma recurrente: los topes del alquiler, las consultas populares de Berlín para remunicipalizar las viviendas privatizadas (tema peliagudo que da para otro artículo), o acerca de la gran cantidad de alemanes que viven en alquiler y no poseen una casa en propiedad.
Efectivamente, la mayor parte de la población alemana no vive en régimen de propiedad y según esta interpretación, no dependería de las herencias, ese "sistema injusto", contrario a la meritocracia, que perpetúa las diferencias sociales. Como si la meritocracia fuera la panacea de la igualdad social.
Pero los alemanes saben bien que la riqueza de una sociedad se genera acumulando, gastando menos de lo que se ingresa, y que una de las bases fundamentales del ahorro está precisamente en las herencias. Efectivamente, las herencias familiares son, como dijo Engels, "parte esencial de la perpetuación de las desigualdades". Pero, de hecho el éxito de Alemania (o al menos de su lado más occidental) consistió en no hacer mucho caso de las recetas que Friedrich y su amigo Karl nos dejaron como legado. Muy al contrario: Alemania es un país de acumuladores de riqueza, de ahorradores que heredan ese capital de generación en generación. Uno no empieza de cero al nacer, y la sociedad alemana (profundamente conservadora) entiende la importancia de apoyarse en lo ya conseguido y de no estar inventando la rueda constantemente. Es cierto que la vivienda no ha sido nunca su principal activo, es lo que tiene vivir sobre una veta de hierro y otra de carbón, que facilita industrias potentes gracias a energía barata, industrias que, desde hace más de un siglo, se han encargado de promover las viviendas de sus empleados. Muchas familias alemanas llevan tres o cuatro generaciones ahorrando como pequeños accionistas de las principales empresas del país, empresas en las que trabajaban y cuyos sindicatos, a los que están o han estado afiliados, se sientan en los consejos de administración.
En Alemania existe por tanto una sociedad civil orgánica mucho más estructurada, que es la clave de bóveda de su clase media. Llevan un siglo invirtiendo sus ahorros, muchos o pocos, en los planes de pensiones que les ofrecen sus empleadores y sus colegios profesionales, en cuentas bancarias con altos intereses y en las mutuas de seguros y de enfermedad privados y concertados que luego reparten dividendos entre sus mutualistas (en Alemania no existe la sanidad pública tal y como la entendemos en España). Por eso muchos alemanes que viven en alquiler lo hacen también como mutualistas de enormes asociaciones de vivienda, algunas de ellas (solo algunas) sin ánimo de lucro. Desde hace décadas, no necesitan ser dueños de una vivienda porque gracias a sus acciones, son copropietarios de las grandes empresas del país: fondos de inversión, industrias, seguros sanitarios y asociaciones de vivienda.
Los alemanes intentan parecerse a nosotros, porque empiezan a ver los riesgos que asumen las clases medias y bajas
Si el ascensor social de Alemania funciona es porque corrige los excesos del mercado redistribuyendo la enorme riqueza que han creado y acumulado previamente. Riqueza que además facilita el acceso a financiación con menores barreras de entrada. Por tanto es un contrasentido criticar la acumulación y poner de ejemplo a la clase media alemana.
Y aun así, los alemanes intentan parecerse a nosotros, porque empiezan a ver los riesgos que asumen las clases medias y bajas al vivir desposeídos en una economía financiera globalizada y volátil como las europeas. Piensen en escándalos como el de Deutsche Bank o Volkswagen e imaginen el impacto de la amenaza de quiebra sobre el pequeño inversor.
Los españoles que anhelan ser multipropietarios lo hacen porque un sistema que se devora a sí mismo es un pez que se muerde la cola
En España —un país de sueldos bajos— a falta de una cultura de acumulación basada en la inversión sosegada en grandes empresas e industrias que no existen, el ahorro privado se ha canalizado desde hace tres generaciones a través de la posesión de una casa, principal activo de previsión familiar, y esa idea gusta en Alemania cada vez más.
Por eso es tan buena noticia que seamos un país de propietarios (70%) y no un país de multipropietarios e inquilinos. Todavía estamos a una distancia sideral de la situación alemana (45%), donde la propiedad real está concentrada en poquísimas manos: enormes empresas dueñas de cientos de miles de viviendas, cotizadas en bolsa y con línea directa con la Cancillería... No es de extrañar que desde hace años, alcanzar los números españoles sea el objetivo al que apuntan las políticas de vivienda alemanas de los grandes partidos: 1. Liberar suelo, 2. Construir de forma masiva, 3. Fomentar el acceso a la propiedad.
Los españoles que anhelan ser multipropietarios lo hacen porque un sistema que se devora a sí mismo es un pez que se muerde la cola, ¿qué alternativa real hay para la mayoría cuando el riesgo de hipotecarte para emprender de forma competitiva en un mercado global y plagado de multinacionales es enorme, o cuando los salarios que se pagan son tan bajos que el salario mínimo se acerca peligrosamente al salario más habitual?
Los ricos lo serán todavía más y los débiles estarán en una situación aún más precaria
Y las alternativas a ver el ladrillo como una buena inversión se cierran aún más cuando las administraciones dificultan y encarecen con un sinfín de ordenanzas y trabas burocráticas la construcción rápida de viviendas mientras promueven carísimas políticas destinadas a combatir los síntomas del problema (el alza de los precios que ellas mismas provocan) en vez de la estructura de este (el trasvase de rentas de abajo a arriba). Y de esta forma la patata caliente sigue creciendo.
Ya sean los topes del alquiler, el parque público de vivienda, u otras ocurrencias para desincentivar la compra de más de una vivienda: como crear un registro de viviendas para vivir y otro de viviendas para comerciar o prohibir la venta de viviendas a extranjeros (que recientemente se ha propuesto en Baleares), el resultado será una reducción de la oferta y un alza en los precios. Tanto en el sector del alquiler como en la compra, las barreras de entrada aumentarán, viéndose restringidos a gente con un alto nivel adquisitivo. Los ricos lo serán todavía más y los débiles estarán en una situación aún más precaria, donde sus expectativas para acceder a una vivienda pasarán por una eterna lista de espera para los sorteos de unos pisos promovidos a cuentagotas por las administraciones de un país endeudado al 117%.
Desincentivar el que las clases medias y altas ahorren acumulando propiedades no resolverá ningún problema, sino que echará más leña al fuego. Porque intentar ser propietario o multipropietario para vivir de las rentas es el síntoma, el "sálvese quien pueda" de un país cada vez más débil y endeudado por políticas caras y cortoplacistas. Un país que lleva ya muchos años arrastrando una productividad tan baja como sus salarios, con una sociedad civil poco estructurada y con las arcas públicas en números rojos. Por eso deberíamos preguntarnos quién se atreverá a dar el primer e impopular paso de gastar menos de lo que se ingresa y destinar nuestros esfuerzos a reforzar un régimen de propiedad por el que somos envidiados.
*Fernando Caballero Mendizabal es arquitecto y urbanista, ha sido profesor asociado en la Universidad Técnica de Darmstadt, Alemania.
¿Es España un país que fomenta el rentismo? Es posible, pero lo que sí es seguro es que somos una sociedad que gasta más de lo que ingresa. Esto es un grave problema porque, aun teniendo una presión fiscal más baja que en otros países europeos, el esfuerzo fiscal que realizan los españoles para pagar esos impuestos relativamente bajos es superior al que hace un holandés o un alemán. Sin unos sueldos más elevados, los españoles difícilmente podrán salir de la espiral de bajos impuestos pero alto esfuerzo para pagarlos. Por lo tanto, seguiremos condenados a ser una sociedad que viva con el agua al cuello para pagar unos estándares sociales del primer mundo.
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