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La formación permanente como ejercicio de un derecho. La cuenta individual de formación
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La formación permanente como ejercicio de un derecho. La cuenta individual de formación

La cuestión no es tanto si contamos formalmente con un derecho a la formación permanente, como hasta qué punto podemos ejercer tal derecho en la práctica

Foto: Una chica estudiando en la biblioteca. (Getty/Brandon Bell)
Una chica estudiando en la biblioteca. (Getty/Brandon Bell)

El derecho a la educación se recoge en la Declaración Universal de Derechos Humanos o en nuestra propia Constitución, que lo considera un derecho fundamental. Pero hace bastante que sabemos que nuestra formación inicial es condición necesaria pero no suficiente para desenvolvernos en el mundo actual. De hecho, son cada vez más los textos legales que extienden este derecho desde la educación a la formación permanente a lo largo de la vida. A nivel internacional, el objetivo cuarto de desarrollo sostenible o la carta de derechos fundamentales de la UE hablan de las oportunidades y del acceso a la formación permanente. De manera más expresa, el Pilar Europeo de Derechos Sociales proclama junto a la educación el derecho al aprendizaje permanente. A nivel nacional, el derecho se vuelve más concreto, también más estrecho. El Estatuto de los Trabajadores nos remite a cuestiones como la preferencia para adaptar la jornada laboral, o los permisos, incluido el permiso de 20 horas anuales para formarse en materias relacionadas con la actividad de la empresa. La reciente Ley de Empleo incluye la formación, a través de una serie de acciones y permisos, entre los servicios garantizados.

Podría cuestionarse si, para garantizar el acceso de los ciudadanos a la formación permanente, es necesario que se formule como un derecho. En realidad, que los países nórdicos no cuenten con tal reconocimiento legal no les impide que sean los campeones en participación en formación permanente, fundamentalmente gracias a las amplias oportunidades de las que disfrutan sus ciudadanos.

La cuestión no es tanto si contamos formalmente con un derecho, como hasta qué punto podemos ejercitar tal derecho en la práctica. En definitiva, si podemos o no formarnos.

La respuesta, como en tantos otros temas, depende. Y en este caso, depende sobre todo de la multiplicidad de artilugios institucionales y burocráticos de los que nos hemos dotado a lo largo de los años, con frecuencia acumulando unos sobre otros.

Ningún sistema o programa es la panacea universal, y todo requiere buena planificación, aplicación gradual y complementariedad

Depende, por ejemplo, de en qué lugar resido. Depende de si estoy desempleado y, si trabajo, de en qué sector lo hago, o de si soy empleado o autónomo. Depende de un calendario poco previsible, de si la administración de turno (educativa, laboral, general, autonómica…) ha abierto o no convocatorias para subvencionar a centros de formación, y de si sus requisitos han logrado movilizar suficientes especialidades y centros o les han disuadido de ofrecer formación. Depende, y mucho, de si soy capaz de informarme de las oportunidades de formación que están fragmentadas entre administraciones e instituciones. Depende de si se me ofrece flexibilidad en cómo, cuándo y dónde formarme, con duraciones variables, o si se requiere sincronía y presencialidad. Depende de si puedo o no pedir un permiso de trabajo, por ejemplo, porque quiero cambiar de sector. Depende de si la formación está o no asociada al Catálogo de estándares de competencia, o a títulos oficiales, porque de ello depende que se considere un servicio garantizado, o que me habilite para solicitar un permiso individual. Depende, en fin, de tantas cosas…

Lo más asombroso es que, a diferencia de lo que sucede en la mayor parte de políticas públicas, de lo que menos depende hoy es de la suficiencia de recursos. De hecho, las cotizaciones que realizan empresarios y trabajadores para la formación vienen aportando más fondos de los que las Administraciones son capaces de ejecutar, habiéndose generado un excedente crónico en el sistema. Habrá quien con complacencia piense que, por una vez y sin que sirva de precedente, tenemos más de lo que necesitamos. De hecho, alguno no solo lo ha pensado, sino que ha incluido en la Ley de Empleo mecanismos para destinar estos fondos a otros menesteres. Pero lo cierto es que necesitamos más formación. Y tenemos evidencias suficientes de que de ello dependen en buena medida nuestras oportunidades, calidad de vida y de trabajo, la competitividad de nuestras empresas, y el progreso en general. Aunque superemos ligeramente la participación media de la Unión Europea en formación, estamos todavía a gran distancia de los países con mayor participación y en niveles claramente insuficientes para alcanzar el objetivo europeo para 2030 de un 60 % de adultos formados anualmente.

Foto: La última Evau será igual que la siguiente Evau. (EFE/Ismael Herrero)

Puede que, en cierta medida, uno de los obstáculos sea cómo motivar a los ciudadanos y mejorar la cultura de aprendizaje permanente. Pero, con frecuencia, tenemos un problema más triste, porque nos lo estamos autoinfligiendo. Sencillamente que, a base de "dependes" y otros condicionantes, no se lo ponemos fácil ni a quien se quiere formar ni a quien quiere ofrecer formación. Y lo hacemos mediante condicionantes administrativos, competenciales, financieros o burocráticos, totalmente ajenos al interés y a la disponibilidad del ciudadano para formarse, esto es, para ejercer lo que se supone que es su derecho.

En este contexto, volvamos al Pilar Europeo de Derechos Sociales, porque su plan de acción incorpora la Recomendación Europea de cuentas individuales de aprendizaje, como una herramienta que intenta hacer efectivo el proclamado derecho al aprendizaje permanente. Recomendación a la que también se refiere, el reciente Real Decreto 483/2024, que desarrolla los servicios garantizados en la Ley de Empleo. La idea fundamental es que cada persona cuente con un derecho individual, acumulable, aunque cambie de trabajo o situación laboral, y que pueda ejercitarlo para acceder a la formación profesional de su elección.

El modelo más citado es Francia, donde hace años se transformó un derecho a horas de formación, que estaba infrautilizado, en un derecho acumulable a financiación que el individuo decide cuándo y cómo utilizar para su formación, dentro de los proveedores y ofertas acreditados a estos efectos. Todo ello acompañado de un servicio de asesoramiento y una información transparente de toda la oferta disponible. Con distintas variaciones, en lugares como Austria, Corea, Croacia, Escocia, Suiza o Singapur cuentan con instrumentos de este tipo.

Foto:  Opinión
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Por supuesto, ningún sistema o programa, tampoco este, es la panacea universal, y todo requiere buena planificación, aplicación gradual y complementariedad. La Comisión Europea ofrece, por ello, un programa de aprendizaje mutuo para apoyar a los estados miembro en el desarrollo de hojas de ruta para la implementación de cuentas individuales, en el que seis países (entre los que no está España) ya están participando con representantes de sus gobiernos y agentes sociales, junta a otros grupos de interés, como los proveedores de formación.

En el contexto actual, en el que tenemos pendiente una reforma o revisión de la regulación de la formación continua, la recomendación europea sobre cuentas individuales nos ofrece una oportunidad para hacer operativo, de manera estructural en el sistema, el tantas veces reclamado derecho a la formación. Y hacerlo tratando a los ciudadanos como adultos que pueden decidir cuándo y cómo ejercer ese derecho. Ni más, ni menos, que lo que ya les ofrecemos a las empresas que, sin contar con un derecho explícito, pueden decidir hoy qué formación quieren programar, y bonificarse o deducirse parte de sus costes.

Un criterio básico en la formulación de cualquier política pública es que su diseño permita a sus destinatarios beneficiarse efectivamente de la misma, que aquellos que quieran formarse puedan hacerlo. Si resulta que los procedimientos, requisitos administrativos o distribuciones competenciales hoy lo dificultan, existe una responsabilidad pública para adaptar el sistema y articular fórmulas que estén al servicio del ciudadano antes que a la arquitectura y distribución competencial de las propias administraciones.

*Juan María Menéndez-Valdés, profesor en IE University y fue director de la Agencia Europea Eurofound.

El derecho a la educación se recoge en la Declaración Universal de Derechos Humanos o en nuestra propia Constitución, que lo considera un derecho fundamental. Pero hace bastante que sabemos que nuestra formación inicial es condición necesaria pero no suficiente para desenvolvernos en el mundo actual. De hecho, son cada vez más los textos legales que extienden este derecho desde la educación a la formación permanente a lo largo de la vida. A nivel internacional, el objetivo cuarto de desarrollo sostenible o la carta de derechos fundamentales de la UE hablan de las oportunidades y del acceso a la formación permanente. De manera más expresa, el Pilar Europeo de Derechos Sociales proclama junto a la educación el derecho al aprendizaje permanente. A nivel nacional, el derecho se vuelve más concreto, también más estrecho. El Estatuto de los Trabajadores nos remite a cuestiones como la preferencia para adaptar la jornada laboral, o los permisos, incluido el permiso de 20 horas anuales para formarse en materias relacionadas con la actividad de la empresa. La reciente Ley de Empleo incluye la formación, a través de una serie de acciones y permisos, entre los servicios garantizados.

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