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En defensa de lo privado

Seguramente Red Eléctrica no falló porque fuera privada, hay más posibilidades de que fallara porque precisamente no lo es

Foto: La presidenta de Redeia, Beatriz Corredor. (Europa Press/A. Pérez Meca)
La presidenta de Redeia, Beatriz Corredor. (Europa Press/A. Pérez Meca)

El apagón que sufrió buena parte del país el pasado martes ha reavivado una narrativa recurrente en ciertos sectores ideológicos de la izquierda española: la desconfianza sistemática hacia la empresa privada y la defensa acrítica de lo público. Según este relato, las compañías privadas —movidas exclusivamente por el lucro— ponen en riesgo el interés general, que solo puede ser salvaguardado por el Estado. El Estado, eso sí, siempre que esté bajo aquellos políticos que defienden el interés general. Y, casualmente, esos políticos son siempre los mismos que defienden que todo debe depender del estado. Podemos llamar a esto, no sin cierta ironía, "el círculo virtuoso del poder".

Utilizando ese manual de comunicación política de izquierdas, el presidente del Gobierno incluyó a Red Eléctrica entre las empresas privadas responsables de lo ocurrido, ignorando un matiz fundamental: pese a que cotiza en bolsa y cuenta con accionistas privados, su funcionamiento está fuertemente condicionado por decisiones políticas. El Estado controla más del 20% del capital a través de la SEPI, y su cúpula directiva es designada por el Ejecutivo. Opera, por tanto, bajo los mismos incentivos y estructuras que una empresa pública.

Este patrón no es nuevo. Se repite con cada sector considerado "estratégico", desde las telecomunicaciones hasta la banca. En los años noventa, las privatizaciones suscitaron una oleada de críticas que vaticinaban el colapso del servicio público, la exclusión de los más vulnerables y la entrega de bienes comunes a "empresarios sin alma". Sin embargo, la realidad fue muy distinta: sectores como la telefonía o el transporte aéreo no solo sobrevivieron, sino que se modernizaron, democratizaron su acceso y mejoraron su eficiencia. No a pesar de ser privatizados, sino precisamente por ello.

El motivo es estructural. Mientras que en el sector privado los incentivos están alineados con la eficiencia —la rentabilidad depende de satisfacer mejor al cliente—, en el sector público predominan los intereses políticos. ¿Qué incentivo tiene un presidente de una entidad financiera pública para mejorar sus productos si su permanencia en el cargo depende del respaldo del ministro, y no de sus clientes y/o accionistas? ¿Por qué habría de optimizar costes una empresa pública si las pérdidas serán absorbidas por el Estado?

Foto: Reunión del Consejo de Seguridad Nacional que ha presidido el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Pool/Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa) Opinión

La politización de la gestión no solo introduce rigideces; distorsiona completamente los objetivos. El interés de quien ocupa un cargo por designación política no es el de la empresa ni el del usuario, sino el de quien lo nombró. Es un modelo válido en los órganos de la administración, donde el componente político es intrínseco y el de rentabilidad secundario, pero ineficaz para tareas de ejecución operativa como gestionar una flota aérea, conceder hipotecas o repartir paquetes.

Basta observar la trayectoria de Correos. En plena era del comercio electrónico y el auge de la paquetería, sus resultados económicos son peores que nunca. No por incompetencia técnica, sino por diseño institucional: sus directivos responden a criterios políticos, no a métricas de mercado.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/ Javier Lizón) Opinión
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Lo mismo puede decirse del sistema financiero. Durante la crisis de 2008, las entidades que colapsaron en España fueron, en su mayoría, las cajas de ahorro públicas, gestionadas por consejos dominados por representantes políticos y sindicales. Según el Banco de España, estas entidades asumieron mayores riesgos crediticios precisamente por su menor exposición a los mecanismos disciplinarios del mercado.

El reciente apagón vuelve a abrir la discusión sobre el sistema energético. No corresponde aquí emitir juicios técnicos apresurados sobre el mix energético actual ni sobre la fiabilidad de las renovables. Pero sí es pertinente advertir que cuando la configuración del sistema energético depende de lógicas políticas —como el debate ideológico entre energía nuclear y renovables—, se corre el riesgo de que los criterios técnicos sean subordinados al interés partidista. En este punto, Red Eléctrica, más allá de su apariencia societaria, responde a dinámicas propias de lo público.

Lo vimos con crudeza en la serie Chernobyl, cuando el protagonista de la serie resume que el reactor no explotó solo por fallos técnicos, sino por un sistema entero que prefería ocultar la verdad antes que asumir responsabilidades. La catástrofe fue, en última instancia, política. La gestión basada en la obediencia, la opacidad y el clientelismo convierte cualquier estructura —por muy técnica que sea— en una bomba de relojería. La energía, como tantas otras cosas, no falla por ser privada o pública, sino por estar secuestrada por intereses que nada tienen que ver con su buen funcionamiento.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en la comparecencia de este martes en la Moncloa. (Diego Radamés / Europa Press)

Seguramente Red Eléctrica no falló porque fuera privada, hay más posibilidades de que fallara porque precisamente no lo es.

Como advirtió Friedrich Hayek, "lo que distingue al mercado no es que sea perfecto, sino que es un proceso de descubrimiento, donde los errores tienen consecuencias". En el sector público, los errores tienden a ser absorbidos, diluidos y repetidos. Y la mejor prueba de ello es escuchar al presidente diciendo "no es mi culpa, no es mi culpa" al tiempo que todos sabemos que solo él y nadie más que él puede despedir (y nombrar) al responsable de Red Eléctrica.

*Abelardo Bethencourt, cofundador y director general de Ernest.

El apagón que sufrió buena parte del país el pasado martes ha reavivado una narrativa recurrente en ciertos sectores ideológicos de la izquierda española: la desconfianza sistemática hacia la empresa privada y la defensa acrítica de lo público. Según este relato, las compañías privadas —movidas exclusivamente por el lucro— ponen en riesgo el interés general, que solo puede ser salvaguardado por el Estado. El Estado, eso sí, siempre que esté bajo aquellos políticos que defienden el interés general. Y, casualmente, esos políticos son siempre los mismos que defienden que todo debe depender del estado. Podemos llamar a esto, no sin cierta ironía, "el círculo virtuoso del poder".

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