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El falso debate sobre el sueldo de los directivos
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Alberto Artero

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El falso debate sobre el sueldo de los directivos

Pocos meses después de que estallara la actual crisis, allá por el mes de agosto de 2007, se inició una corriente de opinión que pretende regular,

Pocos meses después de que estallara la actual crisis, allá por el mes de agosto de 2007, se inició una corriente de opinión que pretende regular, de forma normativa, la remuneración máxima que pueden percibir los ejecutivos por su desempeño profesional. Una propuesta que parte, en mi modesta opinión, de un punto de partida erróneo, al menos parcialmente: son los directivos y su desmedida avaricia los que han conducido al mundo a la peliaguda situación en el que ahora se encuentra. En una sociedad que necesita por qués como el comer, y cuanto más inmediatos mejor, está claro que los gestores de las entidades son la víctima propiciatoria ideal para descargar sobre ella la ira popular, que cualquiera se atreve con políticos, bancos centrales, supervisores o la propia ciudadanía.

Se trata, sin embargo, de una completa impostura. De un acuerdo tácito de romper la cuerda por el sitio más frágil convirtiendo a profesionales que han actuado desde la más absoluta legalidad en una especie de apestados que con su sola presencia contaminan el mundo en el que viven. Porque hay que recordar que, actuaciones delictivas aparte, que deberán llevar aparejadas sus correspondientes sanciones administrativas y/o penales, si es que finalmente se producen, todo este mundo, insisto, todo él, empezando por los denostados banqueros, ha actuado dentro de las normas que su actividad corriente les imponía. Y, no sólo eso, lo han hecho, en gran parte de los casos con la aquiescencia de aquellos que ahora se rasgan las vestiduras y gritan, como la Reina de Corazones de Alicia en el País de las Maravillas, ¡qué les corten la cabeza!

No he visto en mi corta vida laboral un trabajador que no haya velado, primera y principalmente, por aquello que no fuera lo mejor para sus propios intereses. Sería bueno que cada uno hiciéramos examen de conciencia. Se trata de un ejercicio de supervivencia, en algunas ocasiones, y de conveniencia, en otras. Pero es así. Ande yo caliente y ríase la gente. Obviamente, tal beneficio particular encuentra un límite en el interés general, que es lo que ahora se debate. Los sistemas asimétricos de remuneración, que pagan el rendimiento a corto sin importar las consecuencias a largo, son un ejemplo palmario de actuaciones que pueden poner el bienestar colectivo en peligro. Bien. Pero el problema es, del empleado que de ellos se beneficia, de la empresa que cumple con los estándares de la industria a la hora de pagar a sus profesionales, o del regulador que supervisa que no haya un riesgo sistémico que paralice la actividad económica. Para servidor no cabe ninguna duda. Si lo que se hace es legal, habrá que hacer descansar la responsabilidad en aquél que fija los límites de la legalidad, ¿no creen?

Hay un segundo considerando que me parece igualmente importante. Es verdad que los principales ejecutivos de los mayores bancos de inversión, que son el caso más mediático, se embolsaron cantidades astronómicas en conceptos salariales en el pasado reciente. Para que el juicio tienda a ser objetivo, habrá que hacer un ejercicio doble, en mi modesto saber y entender. Uno, poner en relación tal remuneración con el resultado de las empresas que dirigían, fundamentalmente en términos de comportamiento bursátil, entendiendo tal como medida objetiva de creación de valor para el inversor. Les puedo asegurar que en esta industria la relación causa-efecto es inmediata. Sorprende más, por ejemplo, como el principal directivo de un negocio regulado como el eléctrico, que ha actuado sistemáticamente en defensa de un enemigo virtual destruyendo valor para sus accionistas, que ha hecho de su empresa un conglomerado que cotiza a ratios de conglomerado y que aún no se ha recuperado del susto que le ha provocado que el mercado no dé el valor que él cree que tiene su apuesta de crecimiento futura, sea el consejero delegado mejor pagado de España en atención a algo tan curioso como el grado de cumplimiento del Plan Estratégico, no importa si éste es exitoso o no para el que verdaderamente importa que es el accionista. Hablamos de Iberdrola.

Pero es que, además, y entramos en el segundo elemento, da la casualidad que ninguno de estos presidentes de bancos de inversión era accionista principal de sus respectivas entidades financieras. No era el Juan Palomo, yo me lo guiso yo me lo como, que tanto impera dentro de nuestras fronteras. Más al contrario, gran parte de ellos recibían su remuneración variable en acciones que no eran disponibles hasta haber transcurrido un determinado periodo de tiempo, normalmente tres años. Por tanto, si se han llenado los bolsillos, no es porque así lo han decidido por su cuenta y riesgo, sino porque los dueños de la firma, propietarios de sus acciones, lo consentían. Y lo consentían porque la rentabilidad de su inversión lo justificaba. Si estos beneficios eran reales o no es una pregunta sin fundamento, para el caso que nos ocupa. Si la respuesta es no, la actuación es delictiva y escapa al alcance de esta pieza. Si la contestación es sí, tampoco hay discusión posible. Que hubiera errores en la gestión que no habían aflorado por una inadecuada valoración del riesgo que se ha puesto de manifiesto en circunstancias excepcionales de mercado es responsabilidad parcial y exigible a estos ejecutivos de postín. Pero  recae principalmente en el haber, de nuevo, de unos supervisores que consistieron que naciera un problema donde nunca debió existir, precisamente porque se beneficiaban de él.

Si como consecuencia de los excesos del pasado, el Estado o los Organismos que éste determine, terminan jugando un rol de accionista principal en alguna institución financiera o de cualquier otro tipo, entiendo que, como dueños del chiringuito, señalen los límites retributivos que para sus negocios quieren establecer. Faltaría más. Pero su papel no puede ir en ningún caso más allá. Lo contrario supone entrar en un ámbito de decisión privada que encuentra cauces adecuados para su desarrollo a nivel estatutario. Cada uno puede hacer en su casa lo que quiera, dentro del marco legal de actuación que tiene fijado, aunque del resultado de sus actuaciones se derive la muerte de su empresa. Es su problema. Tratar de armonizar lo que es, por naturaleza, heterogéneo es una pretensión irrisoria que siempre se encontrará con el ingenio de los profesionales para ponerse lo impuesto por montera. Admito sus apuestas.

Pocos meses después de que estallara la actual crisis, allá por el mes de agosto de 2007, se inició una corriente de opinión que pretende regular, de forma normativa, la remuneración máxima que pueden percibir los ejecutivos por su desempeño profesional. Una propuesta que parte, en mi modesta opinión, de un punto de partida erróneo, al menos parcialmente: son los directivos y su desmedida avaricia los que han conducido al mundo a la peliaguda situación en el que ahora se encuentra. En una sociedad que necesita por qués como el comer, y cuanto más inmediatos mejor, está claro que los gestores de las entidades son la víctima propiciatoria ideal para descargar sobre ella la ira popular, que cualquiera se atreve con políticos, bancos centrales, supervisores o la propia ciudadanía.