Las Claves de la Jornada
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La España periférica: de los comuneros a Merkel
“El principal defecto de euro es que desde un principio fue un instrumento de imposición política”. Pedro Schwartz. La decadencia histórica de España
“El principal defecto de euro es que desde un principio fue un instrumento de imposición política”. Pedro Schwartz.
La decadencia histórica de España cuyo comienzo se produce en el siglo XVII y culmina con el pesimismo noventayochista del XIX, estuvo marcada por una percepción que nunca nos ha abandonado: nuestro país se situaba en la periferia de Europa y nuestra salvación consistía en regresar al corazón del Viejo Continente. España no ha sido -no es- periférica por razones geoestratégicas, sino por razones idiosincráticas, es decir, por sus rasgos temperamentales, de carácter y por motivaciones históricas. La misma aspiración de retorno al corazón europeo que ahora estamos viviendo -la cumbre de la UE celebrada ayer no puede ser más expresiva al respecto-, es la que venimos sintiendo de modo cíclico, olvidando la enorme versatilidad de nuestras opciones internacionales, tanto en relación con el Magreb como con los emergentes países latinoamericanos de habla hispana y portuguesa.
La historia de España parece marcada por un episodio que cada vez alcanza mayor relevancia interpretativa de nuestro devenir y que resulta escasamente conocida: la derrota de los comuneros castellanos (1520-22) organizados en torno a Juan Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado que fueron aniquilados por las tropas de Carlos V de Alemania y I de España (1500-1558). Las comunidades castellanas, enfrentadas al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y a sus aliados de la nobleza española, pugnaron contra el hijo de Felipe El Hermoso y la Reina Juana, nieto de los Reyes Católicos, no sólo porque su corte era extranjera y ajena al conocimiento de los reinos de Castilla y Aragón, sino porque percibieron que para el emperador las Españas se convertirían, como así ocurrió, en tierras de levas para sus ejércitos y en la hacienda para sufragar la costosísima tarea de financiar el dominio militar de prácticamente toda Europa.
Los esfuerzos de Carlos V, seguidos por Felipe II, aunque con mayor conciencia hispánica, consistieron en subvenir las necesidades de la Corona para mantener bajo los Austrias el control del continente. Pasamos de constituir el país céntrico del mundo occidental a partir de 1492 -con el descubrimiento de América- a vaciarnos progresivamente a lo largo del siglo XVI en la ardua tarea de suministrar recursos personales y materiales a los monarcas de la dinastía Habsburgo, hasta arruinarnos de manera casi irreversible. España se convirtió en periférica cuando, explotada, exprimida, yerma y agotada, dio todo de sí en una colosal empresa: el Imperio español en el que “no se ponía el sol”. Hasta que se puso.
Los comuneros castellanos intuyeron que el tránsito de los Reyes Católicos a su nieto, Carlos I de España y V de Alemania, significaba un nuevo orden de prioridades en el que las Españas heredadas por el emperador pasaban a ser la sala de máquinas de un demasiado vasto imperio.
El recorrido histórico posterior se produjo en plano inclinado: de victoria en victoria pasamos a la sucesión de derrotas y a la marginación, creándose así el rasgo idiosincrático español que se considera un europeo frustrado, desdeñado por los habitantes del centro y del norte del continente que sitúan en los Pirineos la frontera de su propia identidad y que detestan -siguen haciéndolo- la hegemonía española durante nuestro siglo de oro, a tal punto de que la leyenda negra encuentra terreno abonado y feraz en las peores versiones de lo español aceptadas como dogmas en los Países Bajos, Alemania, Inglaterra y Francia.
Sin entender y asumir esos antecedentes, no terminaremos jamás de explicarnos por qué en España se enfrentan dos energías: las propias de su sociedad -las idiosincráticas, no europeístas- y las políticas de sus clases dirigentes que, a cualquier precio, entienden Europa como la tierra de promisión. Más aún cuando España, por motivos diversos, se ha ido desagregando, o ha sido excluida, de los hitos europeos que ha conformado su conciencia comunitaria. El siglo XX es, a este respecto, definitivo porque nuestro país no sólo no participa en las dos guerras mundiales (ni en la Gran Guerra de 1914-18, ni en la II Guerra de 1939-45), sino que, además, frustra su intento democrático de la Restauración con la Constitución de 1876 con la dictadura de Primo de Rivera (1923-29), una República sectaria y convulsa (1931-36), una crudelísima guerra civil (1936-39) y una larga dictadura franquista (1939-1975).
En el camino hacia la meta obsesiva de la europeización de España hemos mantenido de continuo el referente germánico. En ese punto estamos ahora: como en el siglo XVI España se somete a la disciplina teutona percibiendo que sólo en esa subordinación hemos de reencontrarnos con el europeísmo perdido
Es explicable que la democracia constitucional de 1978 quisiera superar el hándicap histórico de nuestra marginación europea, imbuida por las generaciones intelectuales de 1898 y 1927, y así incorporarse a las Comunidades Europeas (Felipe González, 1986) y la Unión Europea con la moneda común (Aznar, 2000). En ese camino con la meta obsesiva de la europeización de España hemos mantenido de continuo el referente germánico. El socialismo español, se ha inspirado en el SPD alemán y la derecha liberal-conservadora del PP ha encontrado su réplica europea más afín en la CDU. En ese punto estamos ahora: como en el siglo XVI España se somete a la disciplina teutona percibiendo que sólo en esa subordinación hemos de reencontrarnos con el europeísmo perdido.
Con la derecha política que dirigió Aznar, y liquidando el sector público, se logró un histórico saneamiento de nuestras cuentas y entramos en el euro por la puerta grande, después de que tanto los Gobiernos de González como los de Aznar administrasen con tino los fondos de cohesión europeos. Pero digámoslos todo: el negocio fue bilateral porque tanto Alemania como Francia obtuvieron retornos fabulosos para sus empresas al mismo ritmo que España modernizaba sus infraestructuras y liberalizaba su economía.
Ahora, de nuevo, nos encontramos ante una encrucijada. Por causas globales -la suicida desregulación financiera que arrancó en Estados Unidos y Gran Bretaña en los años ochenta del siglo pasado- y domesticas -la mala gestión de los gobiernos socialistas desde 2004 hasta el presente-, la crisis en España plantea una singularidad que forma parte de nuestro patrimonio idiosincrático, es decir, característico: tenemos un 23% de desempleo y si aceptamos tanto el diagnóstico como la terapia de Ángela Merkel -es decir, ajuste del déficit como prioridad absoluta- sin lograr que el Banco Central Europeo se convierta en una entidad financiera integral para absorber la especulación contra la deuda soberana de España y de otros países, podemos encontrarnos en seis meses con más de cinco millones y medio de parados. O sea, con una catástrofe social.
Periferia y recesión
Ningún país de la eurozona ni de la UE padece ese letal registro de desempleo: España más que duplica la media y ofrece, por tanto una peculiaridad absoluta que consiste en la necesidad de crecimiento económico para absorber a los millones de desempleados. Los recursos del Estado se están yendo en pagar los intereses de la deuda soberana y abonar los subsidios a los desempleados. Así, ¿cuál es nuestro futuro? No sólo periférico -que ya lo es-, sino también galopantemente recesivo.
Hemos de contener el déficit, pero hemos también de crecer a tasas que eviten un estallido social. De una forma u otra la crisis del euro es el fracaso de la moneda única y la renovación de los tratados de UE a través del acuerdo intergubernamental pactado ayer en Bruselas constituye la revisión histórica de la integración fallida en una moneda común que el Reino Unido y otros países no aceptaron. Los británicos han ratificado la comodidad de su carácter periférico frente al protagonismo céntrico de Alemania. Por eso, desprenderse del complejo periférico, asumir una mayoría de edad democrática que nos libere de subordinaciones históricas al germanismo, abrir horizontes olvidados más allá del Atlántico y el Mediterráneo y encontrar en Europa y fuera de ella nuestro lugar -somos potencia lingüística, cultural, disponemos de una posición geográfica crucial y se están abriendo nuevos mercados emergentes a los que ya mira EE UU con más atención que a los europeos- son retos nacionales pendientes.
La perspectiva de llegar a diciembre de 2013 con un déficit niquelado del 3% pero con España en la ruina y seis millones de parados, le producirá enorme satisfacción a Ángela Merkel y le convendrá para su reelección como canciller, pero para nosotros es una alternativa inquietante si la UE no está dispuesta a mutualizar los riesgos de las deudas soberanas. Evoquemos a los derrotados comuneros castellanos que cinco siglos después regresan a la actualidad porque, como ellos intuyeron, la periferia de España no consiste en el conjunto de sus variables económicas, sino, especialmente, en la subordinación a criterios, diagnósticos e intereses que no necesariamente son los suyos. La Europa franco-alemana es nuestra opción natural, pero no de modo absoluto, ni a cualquier precio, ni es la única. Gobernar España consiste también en encontrar su rol internacional, su lugar en el mundo.