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El día que conocí a Nelson Mandela
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Javier Pérez de Albéniz

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El día que conocí a Nelson Mandela

Recuerdo el día que conocí a Nelson Mandela. Fue hace aproximadamente diez años, durante la inauguración de un colegio en Soweto. Nos dimos la mano, cruzamos

Recuerdo el día que conocí a Nelson Mandela. Fue hace aproximadamente diez años, durante la inauguración de un colegio en Soweto. Nos dimos la mano, cruzamos un par de frases hechas, y nos sumergimos en algo parecido a una barbacoa africana, rodeados de niños y profesores que comían, cantaban y jugaban. Mandela parecía cansado, pero feliz.

Recuerdo ese día por las tristes circunstancias actuales, la despedida del político más generoso, respetuoso y coherente de las últimas décadas. Pero también porque lo más impresionante de este hombre eran su sonrisa y su mirada. Olvide la altivez de esos ojos de tigre que, rebosantes de fuerza, poder y soberbia, se le suponen a los grandes líderes, a los políticos elegidos, a los depredadores. Mandela tenía unos ojos pequeños y húmedos, dos tachuelas quizá oscurecidas por los 27 años que pasó en prisión, engrandecidas tal vez por el perdón y la historia. Ojillos de ratón que ya entonces ofrecían una mirada añosa y transparente. La mirada de un hombre bueno que parpadeaba de pura fatiga, con la cadencia de una mariposa. Ojos que invitaban al perdón y la reconciliación.

Olvide la altivez de esos ojos de tigre que, rebosantes de fuerza, poder y soberbia, se le suponen a los grandes líderes, a los políticos elegidos, a los depredadores. Mandela tenía unos ojos pequeños y húmedos, dos tachuelas quizá oscurecidas por los 27 años que pasó en prisiónSólo he visto una mirada tan limpia, tan risueña y dichosa, en el Dalai Lama. Otro superviviente. En los últimos días, los programas de televisión contratan a especialistas que analizan no estas miradas animosas, puesto que la bondad no vende, sino las de José Bretón, el hombre que no parpadea. Quieren entender la mirada deshumanizada, comprender la maldad. Los humanos bajamos y subimos los párpados unas 15.000 veces al día, y cada uno de esos movimientos dura un promedio de tres décimas de segundo. Parpadear nos ayuda a mantener los ojos húmedos y frescos. A ver bien. Cuando parpadeamos, el cerebro descansa.

La tercera mirada de la semana es una mirada a negro. Ciego y desesperado, el preferentista Antonio Orts se desnudó en un pispás ante la cúpula de Bankia. “Me faltaban segundos y pensé: Una imagen vale más que cien palabras”, dijo el presunto estafado, ignorando que los ojos de hielo de José Ignacio Goirigolzarri, y de decenas de miembros de la Junta de Accionistas de la entidad, parpadeaban en el mismo momento en que se quitó la camiseta y se bajó los pantalones. El parpadeo marca la pausa de la actividad mental, apaga las áreas visuales del cerebro, quizá incluso desconecte el alma.

El telón se baja para Mandela. Durante la inauguración del colegio, los niños leyeron varios párrafos de discursos y textos del presidente sudafricano relacionados con la cultura y la educación, incluyendo la famosa carta que escribió a su hija Zindziswa en 1980, cuando estaba recluido en la prisión de Robben Island: “Os recomiendo invertir en el futuro de los jóvenes. (…) El futuro de una nación es tan prometedor como lo pueda ser su siguiente generación de ciudadanos. (…) La educación es el arma más poderosa para cambiar el mundo”. Parpadea y te lo pierdes.

Recuerdo el día que conocí a Nelson Mandela. Fue hace aproximadamente diez años, durante la inauguración de un colegio en Soweto. Nos dimos la mano, cruzamos un par de frases hechas, y nos sumergimos en algo parecido a una barbacoa africana, rodeados de niños y profesores que comían, cantaban y jugaban. Mandela parecía cansado, pero feliz.

Recuerdo ese día por las tristes circunstancias actuales, la despedida del político más generoso, respetuoso y coherente de las últimas décadas. Pero también porque lo más impresionante de este hombre eran su sonrisa y su mirada. Olvide la altivez de esos ojos de tigre que, rebosantes de fuerza, poder y soberbia, se le suponen a los grandes líderes, a los políticos elegidos, a los depredadores. Mandela tenía unos ojos pequeños y húmedos, dos tachuelas quizá oscurecidas por los 27 años que pasó en prisión, engrandecidas tal vez por el perdón y la historia. Ojillos de ratón que ya entonces ofrecían una mirada añosa y transparente. La mirada de un hombre bueno que parpadeaba de pura fatiga, con la cadencia de una mariposa. Ojos que invitaban al perdón y la reconciliación.

Olvide la altivez de esos ojos de tigre que, rebosantes de fuerza, poder y soberbia, se le suponen a los grandes líderes, a los políticos elegidos, a los depredadores. Mandela tenía unos ojos pequeños y húmedos, dos tachuelas quizá oscurecidas por los 27 años que pasó en prisiónSólo he visto una mirada tan limpia, tan risueña y dichosa, en el Dalai Lama. Otro superviviente. En los últimos días, los programas de televisión contratan a especialistas que analizan no estas miradas animosas, puesto que la bondad no vende, sino las de José Bretón, el hombre que no parpadea. Quieren entender la mirada deshumanizada, comprender la maldad. Los humanos bajamos y subimos los párpados unas 15.000 veces al día, y cada uno de esos movimientos dura un promedio de tres décimas de segundo. Parpadear nos ayuda a mantener los ojos húmedos y frescos. A ver bien. Cuando parpadeamos, el cerebro descansa.

Nelson Mandela