Al Grano
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El CNI no tiene quien lo defienda
Los servicios secretos del Estado trabajan legalmente para su principal cliente, el Gobierno, ante el que reportan
Algún día miraremos aliviados por el retrovisor el tiempo sombrío en el que marcaban el rumbo de la política española quienes no quieren ser españoles. Eso da lugar a situaciones tan bochornosas como la estigmatización del CNI (Centro Nacional de Inteligencia), un brazo del Estado tan regulado como la Dirección General de Tráfico, el Instituto Nacional de Estadística o la vicepresidencia de una comunidad autónoma.
No me extraña que entre sus agentes reine el malestar. Al acomplejado Gobierno de Sánchez solo le falta ponerse a los pies de Pere Aragonès para jurarle que no tuvo nada que ver (las fechas lo delatan) en la intervención de uno de sus teléfonos móviles (no el institucional, que utilizaba entonces como vicepresidente de la Generalitat).
Ocurrió entre el verano de 2019 y la primavera de 2020, cuando ya mandaba Sánchez y cuando la vigente Directiva Nacional de Inteligencia, que es una política de Estado, encargaba la tarea de "prevenir y evitar cualquier amenaza a la integridad territorial de España".
La intervención del teléfono de Aragonès, denunciada en un juzgado de Barcelona, y el de otras 17 personas del independentismo catalán se hizo en el marco de la más estricta legalidad. Así trabajan los 3.600 funcionarios de un servicio secreto que es más "servicio" que "secreto", como solía decir el ya exdirector del CNI Félix Sanz. Y si se fuerza el marco legal, como en el caso de las escuchas telefónicas o las violaciones de domicilio, siempre será con autorización expresa de un magistrado del Tribunal Supremo nombrado al efecto.
En el Gobierno nadie se molesta en explicar que aquí no se persiguen las ideas sino las conductas calificadas como delitos
Estamos hablando de una tarea de Estado al servicio de su principal cliente: el Gobierno, para el que trabajan y ante el que reportan los servicios secretos. Al secesionismo y al propio Aragonès, ahora presidente de la Generalitat, eso les parece un abominable caso de "espionaje político" para reprimir el legítimo movimiento independentista. Pero en el Gobierno nadie se molesta en explicar que en la España democrática no se persiguen las ideas (ver artículo 20 de la Constitución) sino las conductas calificadas como delitos y que el Estado tiene la obligación de prevenirlas o, en su caso, castigarlas con la ley en la mano.
El motivo del permiso judicial para la intervención del teléfono de Aragonès nacía de una sospecha. Podía estar coordinando desde la clandestinidad a los CDR, que en 2019 estaban incendiando zonas urbanas de Cataluña mientras en Madrid se juzgaba y condenaba por sedición y malversación a los nueve principales responsables por la operación segregacionista de 2017.
El supuesto no se confirmó y, en consecuencia, Aragonès puede seguir defendiendo la Cataluña grande y libre si se atiene a la legalidad constitucional vigente. Buena noticia.
Puestos a hacer pedagogía, deberíamos constatar que lo que pudo haber de malo, no de ilegal, en intervenir su teléfono se compensa con lo que tuvo de bueno al saber que Aragonès no coordino ni dirigió la violencia callejera de octubre de 2019 (con "ánimo homicida", según el juez García-Castellón), más allá de su libérrima querencia a dejar de ser español.
Algún día miraremos aliviados por el retrovisor el tiempo sombrío en el que marcaban el rumbo de la política española quienes no quieren ser españoles. Eso da lugar a situaciones tan bochornosas como la estigmatización del CNI (Centro Nacional de Inteligencia), un brazo del Estado tan regulado como la Dirección General de Tráfico, el Instituto Nacional de Estadística o la vicepresidencia de una comunidad autónoma.