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El extraño caso de un matón llamado Trump
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El extraño caso de un matón llamado Trump

En España sería inimaginable que un dirigente político utilizara el desacato judicial para hacer carrera política

Foto: Varios ciudadanos se manifiestan en contra de Trump. (Reuters/Andrew Kelly)
Varios ciudadanos se manifiestan en contra de Trump. (Reuters/Andrew Kelly)
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Porque en todas partes cuecen habas, la analogía es un método como otro cualquiera para entender un país donde el delito sirve para hacer carrera política. Es el caso de EE. UU., que pasa por ser el sillar de la democracia occidental sin impedir que un delincuente, un matón, un chulo de barrio —o todo a la vez— pueda presentarse a las elecciones y, si las gana, volver a sentarse en la Casa Blanca.

¿Se imaginan algo así en España?

Si aquí se cuecen habas, allí a calderadas, aunque el victimismo le cunde más a Trump que a Sánchez. Donde este habla de "fango" aquel habla de "caza de brujas". Pero el expresidente, con serias posibilidades de volver a serlo, desborda a nuestro Sánchez cuando este se queda en un mohín de adolescente enfurruñado porque un juez ha tenido la osadía de investigar a su esposa, Begoña Gómez.

Entonces Trump se aleja de Sánchez ("A pesar de todo, sigo creyendo en la justicia") y se acerca a otro de nuestros clásicos, Carles Puigdemont. Ahí el matón norteamericano da la medida de su esperpéntica figura, al proclamarse "preso político" y calificar de "corrupto" al juez Merchán, que en España suena casi como Marchena, por haber "amañado" la vista que le ha declarado 34 veces culpable por un jurado popular.

Foto: El expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, tras escuchar el veredicto popular que le declara culpable de 34 cargos. (Getty/Pool/Seth Wenig)

Culpable porque en la campaña electoral de 2016, que le llevó a la Casa Blanca, falsificó los conceptos contables del dinero utilizado para comprar el silencio de una actriz porno con la que había tenido sexo recreativo. Le espera una sentencia que va desde una simple multa, o limpiar las papeleras de su calle (trabajos sociales) hasta cuatro años de cárcel.

Compareció ante la Prensa disfrazado de bandera estadounidense en su "turris ebúrnea" de Manhattan. Ante el mundo mundial declaró que "vivimos en un Estado fascista". Al fiscal Bragg lo calificó de "enfermo" y al juez de "demonio", mientras hablaba de "persecución política", "pantomima", "juicio amañado", "esto es una vergüenza", etc.

Foto: EL expresidente Donald Trump. (EFE/Peter Foley)

De nuevo uno se pregunta si algo parecido podría ocurrir en España, donde los ataques al sistema judicial (o a sus servidores) tienen un nombre: "desacato". Aquí el esperpento trasciende a Donald Trump y nos deja reflexionando sobre la indolencia institucional del país frente a la muy seria posibilidad de que un delincuente pueda volver al poder cuatro años después de haber instigado el asalto al Capitolio por parte de sus seguidores más exaltados cuando aún era presidente.

El asunto daría para hacer una tesis sobre el sistema judicial, no para entender cómo es posible que la ordinariez y el matonismo pueden mejorar en las encuestas la facturación electoral de un chulo de barrio que aspira a repetir en la Casa Blanca dentro de cinco meses sin reconocer ningún otro crimen que no sea el de "defender a la nación".

Piensen cómo se vería un caso similar en nuestro país. Lo que aquí llamaríamos "pena de telediario", en EE. UU., equivalente a una campaña de imagen donde lo estrictamente mediático se convierte en lo estrictamente político.

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Por eso, llama la atención que los analistas coincidan en que la repercusión mediática del paso de Trump por los tribunales dispara su popularidad. Hasta el punto de colocarlo en posición ventajosa para ganar las elecciones de noviembre. Y eso nos enfrenta a la incómoda sospecha de que tal vez el mal no esté en Trump, sino en la propia sociedad norteamericana.

Porque en todas partes cuecen habas, la analogía es un método como otro cualquiera para entender un país donde el delito sirve para hacer carrera política. Es el caso de EE. UU., que pasa por ser el sillar de la democracia occidental sin impedir que un delincuente, un matón, un chulo de barrio —o todo a la vez— pueda presentarse a las elecciones y, si las gana, volver a sentarse en la Casa Blanca.

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