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Mariano Vergara

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El mirador de la historia

Entre los que huían, caminaba una niña de siete años con sus hermanos menores aún. Habían salido de su pueblo en la Vega de Antequera, mientras sus padres estaban en el campo

Foto: Vega de Antequera. (flickr/Por los caminos de Málaga)
Vega de Antequera. (flickr/Por los caminos de Málaga)
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Acodado sobre el muro de piedra que rodea los jardines abancalados del verde oscuro de los altos cipreses e intensos morados de las buganvillas del Castillo de Santa Catalina en la colina del Miramar, el viajero contempla a su derecha el valle del Limonar, abajo a sus pies el paseo de Sancha y allá enfrente el mar plateado donde una vez fue un niño que hacía castillos de arena en la playa de su imaginación. Castillos como este, que se alza imponente en tonos rojos desvaídos en un juego de volúmenes de anchas paredes, interrumpidas por ventanas vidriadas apoyadas en columnas blancas.

Entre el resplandor del sol que deslumbra sus ojos, el viajero cree ver los chalets y palacetes de la Caleta ardiendo hace ochenta años, casi ayer, en una hoguera de odio y aquelarre de destrucción. La oleada de pobreza que cruzó el rio y se embriagó en una bacanal de revolución, que a la postre de nada sirvió. Muertos burgueses asesinados de un tiro en la nuca en el mejor de los casos, gentes que se tiraban al mismo mar en el que solían bañarse poco antes, para intentar llegar nadando a los barcos ingleses fondeados en la bahía.

Foto: Vista aérea de Málaga. (iStock) Opinión
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Tiros, llamas, gritos y de pronto el silencio que produce otra clase de pánico. Y centenares, quizás miles de parias de la tierra que caminan famélicos hacia el este, cargados de tristeza, abrumados por el peso de la pobreza y el desamparo, entre ruinas fantasmales todavía humeantes, paredes desnudas, que se alzan inútiles en medio de jardines desolados sin auroras, fuentes en el silencio de la sequedad, algún perro con pedigrí abandonado en una casa, que ladra a otro perro callejero, que alguien lleva atado con una cuerda de esparto. El otro ni le responde. También entre ellos hay jerarquías y los miedos de los amos se contagian. Solo el roce de las pisadas sobre el barro de la gente que huye, rompe el silencio macabro. Arrastrando los pies. Muertos caminando entre ruinas, acelerando el paso porque ya se escuchan los claros clarines de las tropas italianas, que entran por el camino de Antequera. Seguramente la mayoría de los asesinos han huido a tiempo, o por otros caminos, o se han camuflado entre los adversarios que se quedan, para cuando empiece el ajuste de cuentas. Málaga en febrero del treinta y siete por la carretera de Almería.

Seguramente la mayoría de los asesinos han huido a tiempo, o por otros caminos, o se han camuflado entre los adversarios que se quedan

Entre los que huían, caminaba una niña de siete años con sus hermanos menores aún. Habían salido de su pueblo en la Vega de Antequera, mientras sus padres estaban en el campo. Si todo el pueblo se iba, era señal de que algo terrible iba a ocurrir. Y si la gente escapaba, ellos también escapaban. Allí comenzaba su propia 'desbandá'. Según esa niña, cuando caían las bombas, o arreciaba la metralla y la gente se tiraba a tierra entre las cañas de azúcar, cada vez se levantaban menos vivos. Dice el profesor Antonio Nadal que las cifras de fugitivos están exageradas y que si las bombas de un crucero, en vez de a una distancia de cinco millas, lanzando fuego de interdicción, hubieran estado a dos, la carnicería habría sido espantosa. Es posible y es mejor no entrar en este tipo de argumentaciones. La sola imagen de unos niños perdidos, corriendo por una carretera, es tan desoladora, tan amarga, tan terrible, como la de un joven de quince años con la cabeza descerrajada por un tiro en la nuca en la puerta de una de esas casas ardiendo. El espanto del terror rojo y la despiadada represión azul en la Málaga del treinta y siete. La crueldad llevada a su máxima expresión. La pesadilla hecha carne abierta en canal.

Años cincuenta en el jardín de verjas cerradas de una de esas casas antes incendiadas y ahora reconstruidas. Un niño recostado en el hombro de su niñera, sentados a la sombra de un plátano de Indias. Ambos visten de blanco y leen un grueso tomo de historia. El viento cálido de la mañana de verano hace cantar a las cigarras. Sosiego, paz, tranquilidad. La edad de la pérgola y el tenis. Ella es una hermosa joven de pelo intensamente negro peinado en un moño bajo, ojos levemente achinados, esbelto cuello y pendientes de aros dorados. Se llama Dolores. El sufrimiento de su vida anterior se quedó fuera de las lanzas de hierro.

Foto: Un hombre lee un periódico con la noticia de la victoria de Nadal. (Reuters/Enrique Calvo) Opinión
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Año dos mil diecinueve. Una llamada de teléfono. Un diálogo de rutinario amor de muchos años entre una anciana y el viajero acodado en el mirador de la historia. “Tengo que decirte un secreto, que nunca os confesé. Yo no me llamo Dolores. Mi nombre es Electra. Mi abuelo era un anarquista andaluz, que trabajaba en el campo de sol a sol, pero soñaba con la justicia y la libertad y era instruido y culto, a su manera”. “Y, ¿por qué nunca lo dijiste?”. “Por miedo. Me bautizaron cuando acabó la guerra y me cambiaron el nombre. Voy a contarte mi vida anterior al jardín. Mi familia era de izquierdas, muy pobres y yo fui una niña de la 'desbandá'. No sé lo que algunos de ellos hicieron, pero fueron represaliados. Cuando la gente del pueblo huyó, cogí a mis hermanos y huimos por la carretera de Almería. Pasamos por delante de la casa destruida y el jardín estaba abandonado”.

No conocer por un miedo invencible el verdadero nombre de la persona que te ha criado, te ha cuidado con amor y celo, te ha dado de comer y te ha arropado, a la que siempre has querido profundamente y que ha sido como una segunda madre, es una ignominia, una indecencia, una monstruosidad inhumana de tal magnitud, que los responsables de ello no puede tener perdón de Dios, ni de la Nación, ni de la Historia. Ni los unos, ni los otros. Electra, mi Dolores, es hoy una anciana, que continúa anotando en una vieja libreta los títulos de los libros que sigue leyendo incansablemente.

Acodado sobre el muro de piedra que rodea los jardines abancalados del verde oscuro de los altos cipreses e intensos morados de las buganvillas del Castillo de Santa Catalina en la colina del Miramar, el viajero contempla a su derecha el valle del Limonar, abajo a sus pies el paseo de Sancha y allá enfrente el mar plateado donde una vez fue un niño que hacía castillos de arena en la playa de su imaginación. Castillos como este, que se alza imponente en tonos rojos desvaídos en un juego de volúmenes de anchas paredes, interrumpidas por ventanas vidriadas apoyadas en columnas blancas.

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