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Mariano Vergara

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Viento del este, viento del oeste

Es realmente asombroso que muchas de las consignas que hoy en día componen el alfabeto oficial de lo políticamente correcto tengan origen en los crímenes que el comunismo ha cometido en los últimos cien años

Foto: Soldados patrullan las calles de Timisoara durante la Revolución de Rumanía, el 24 de diciembre de 1989. (Reuters/Srdjan Zivulovic)
Soldados patrullan las calles de Timisoara durante la Revolución de Rumanía, el 24 de diciembre de 1989. (Reuters/Srdjan Zivulovic)
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Hace años solía viajar con frecuencia al este por razones profesionales. Timisoara es una ciudad rumana, en la que el monstruo comunista Ceaucescu, amigo de Carrillo e interlocutor de los enviados de la transición española, y la pérfida y diabólica Elena fueron salvajemente ejecutados en el mejor estilo tártaro/soviético. Manadas de niños famélicos vivían en tribus en el metro de Timisoara y atacaban a los paseantes como gatos rabiosos, o se prostituían a cambio de unos euros. En la absoluta soledad, que confiere vivir en bandadas, se resguardaban y protegían unos a otros, vivían del reparto de lo robado y en un mundo sórdido y subterráneo de paredes húmedas y ratas compañeras de habitación, descargaban su odio vital contra el desgraciado que caía en sus garras. Timisoara es una ciudad de hermosos edificios afrancesados y una catedral ortodoxa, que en su esbelta torre, recuerda al Templo del Cielo de Pekín. Calles adoquinadas y cableado aéreo de desvencijados tranvías componen el marco propio de una película, basada en una novela de John Le Carré.

Foto: Varios manifestantes celebrando el fin de Nicola Ceausescu. (Reuters)

Sibiu es una ciudad puramente alemana, desconocida Capital Cultural de Europa en no sé qué año, en la que hermosas iglesias católicas, de un barroco delirante, y en las que los arcángeles se desploman de los cielos a los pies de vírgenes inmaculadas rodeadas de nubes azules y angelotes de doradas alas como en el Transparente de Toledo, demuestran con su presencia la fragilidad de cambiantes fronteras, unas veces del este y otras del oeste, según vaya girando el viento de la historia. Mundo en constante cambio, de lenguas y religiones mudantes. Cambios que a veces se reducen al tamaño de los cirios, el dorado de las capas pluviales, la existencia o no del iconostasio, la gravedad de las voces, la densidad del incienso y que en el fondo son la cobertura de influencias de poder, escondidas en un posible ”filioque”.

Es posible que en las actuales circunstancias bélicas, dolorosas y repulsivamente sangrantes, estemos olvidando el hecho de que el Papa de Roma no haya podido ir nunca a saludar, por no decir, a rendir pleitesía al Patriarca de Moscú, tan amado por el señor Putin, aún perteneciente, que se sepa, a la ilustre cofradía de los que convirtieron a las catedrales de San Petersburgo y Moscú en arsenales, graneros, o establos, exceptuando las que fueron dinamitadas para salvar al pueblo del opio, hoy en día suministrado realmente por sus narco estados súbditos, enclavados en el mundo de los antiguos virreinatos españoles en América.

Bucarest es una ciudad de jardines mustios y rosaledas agostadas, que en un tiempo fue el Paris del este, de una decadente y ajada belleza de bulevares semivacíos que conducen al mayor espanto que uno haya podido nunca imaginar, el Palacio del Pueblo, para cuya construcción el régimen comunista destruyó gran parte del barrio francés de la época del rey Carol y madame Lupescu, de un tamaño tan zafiamente ciclópeo, que El Escorial a su lado puede parecer un adosado de cualquier ciudad turística del Mediterráneo español cutre. Pero ni el comunismo ha conseguido destruir, en su ansiado afán demoledor del pasado, un cierto aire decadente, patinado y añoso que otorga a la ciudad un aire de nostálgica melancolía.

Foto: Tito y Nixon en la Casa Blanca
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Belgrado es la única ciudad bombardeada que he conocido en mi vida. Y un bombardeo no es fácil de digerir. Edificios arrasados entre dos construcciones intactas, destruidos por misiles de la OTAN desde los portaviones en el Adriático. Pintadas de “OTAN asesina” por toda la ciudad, olvidando las purulentas masacres cometidas por serbios y demás pueblos componentes de la extinta Yugoslavia. Situada en la encrucijada de la unión del gigante Danubio, que nunca he visto azul – en esto debe ocurrir como con la sangre azul de la nobleza – con el hijo Sava, que al unirse componen una especie de mar interior de difuminadas riberas y antigüedad medida en miles de años, es una difusa ciudad, capital del Patriarcado de Serbia en San Sava, por cuya calle principal Knez Mihailova, pasé algunas tardes anochecidas, entre gentes de occipucio plano, en busca de una fotografía de la reina Draga, en el mundo de los Obrenovich y los Karageorgevic, que Alfredo Taján me había pedido para una novela aún en ciernes.

En la antigua casa del mariscal Tito, Padre de la Patria – qué locura – exponían una extensa colección de cetros y bengalas que las corporaciones, empresas colectivas, granjas comunales y cooperativas de todo tipo, regalaban a aquel individuo. Era lo que le gustaba. Su estatua en bronce de tres metros de altura y gabardina al viento durante la época de la invasión nazi, o la guerra civil, se exponía en un jardín, que más que a un héroe, recordaba a un enano de jardín ajado en algún chalet de medio pelo de cualquier urbanización de esos años.

Foto: Manifestación en La Habana. (Reuters)

Podría ir ahora al otro lado del Atlántico, al paraíso cubano en el que ni las palmas reales de Cuba consiguen en su extraordinaria belleza tamizar el abandono de los campos, los abandonados campos petrolíferos, que nunca produjeron nada, salvo propaganda, o el olor literal a muerte de Playa Girón, adonde me llevó mi querido amigo Ernesto Fernández hace muchos años. Pero no es preciso. Es realmente asombroso que muchas de las consignas que hoy en día componen el alfabeto oficial de lo políticamente correcto tengan origen en los crímenes que el comunismo ha cometido en los últimos cien años. Asombroso y extraño.

Cuando la comunicación ha convertido a este planeta en un pequeño lugar, resulta casi indignante e irónico que los navegantes internautas sigan creyendo en las idioteces que los comunistas, entonces agonizantes y hoy renacientes, inventaron para sustituir a la doctrina oficial con una serie de estúpidos dogmas. Como la sostenibilidad, o la contaminación ambiental. Si los grandes fotógrafos, o incluso los aficionados, se dan prisa están a tiempo. Tanto en el este, como en el oeste todavía pueden captar las más espantosas imágenes de degradación ambiental, destrucción de la naturaleza y arqueología industrial de abandonadas fábricas inútiles entonces y ahora, ríos contaminados, cielos grises, bosques podridos y toda clase de elementos en blanco y negro, que pueden componer una hermosa exposición de campos de desolación, cuya inauguración puede resultar un verdadero éxito con la asistencia de algún gran gurú.

Hace años solía viajar con frecuencia al este por razones profesionales. Timisoara es una ciudad rumana, en la que el monstruo comunista Ceaucescu, amigo de Carrillo e interlocutor de los enviados de la transición española, y la pérfida y diabólica Elena fueron salvajemente ejecutados en el mejor estilo tártaro/soviético. Manadas de niños famélicos vivían en tribus en el metro de Timisoara y atacaban a los paseantes como gatos rabiosos, o se prostituían a cambio de unos euros. En la absoluta soledad, que confiere vivir en bandadas, se resguardaban y protegían unos a otros, vivían del reparto de lo robado y en un mundo sórdido y subterráneo de paredes húmedas y ratas compañeras de habitación, descargaban su odio vital contra el desgraciado que caía en sus garras. Timisoara es una ciudad de hermosos edificios afrancesados y una catedral ortodoxa, que en su esbelta torre, recuerda al Templo del Cielo de Pekín. Calles adoquinadas y cableado aéreo de desvencijados tranvías componen el marco propio de una película, basada en una novela de John Le Carré.

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