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Córdoba Profunda
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Mariano Vergara

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Córdoba Profunda

Lejana y sola. Romana y mora, callada. Aceitunas en mi alforja. El trigo que espera el agua. El eco de tus pasos por una calle de la Judería

Foto: Vista de la Mezquita-Catedral de Córdoba. (EFE/Salas)
Vista de la Mezquita-Catedral de Córdoba. (EFE/Salas)
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Córdoba lejana y sola. Romana y mora, Córdoba callada. Aceitunas en mi alforja. La campiña cordobesa. El trigo que espera el agua. Yo sí llegaré a Córdoba. El eco de tus pasos por una calle de la Judería. Las inocentes siluetas de dos monjas de negro en el contraste de la blanca pared encalada mil veces. El mundo silencioso encerrado en los azahares del jardín que rompe el abullonado surtidor de la fuente del olivo en el patio de los naranjos de la Mezquita. Los profundos cipreses ahormados que se alzan al cielo como ave perdida en el vuelo. El ancho Guadalquivir que traza la curva de los cañaverales donde habitan las aves, que dibujan mágicas rutas en un cielo arenoso y naranja. La tumba vacía de Ambrosio de Morales, el puro cordobés secretario de Felipe II, tan cordobés como Séneca, el preceptor de Nerón.

Los maestros y los califas cordobeses, toreros y emperadores teosóficos. Las maderas de las cubiertas del templo, que no venían del Líbano, sino de los pinares de Cazorla, arrastradas por la corriente del rio. Roma, Bizancio y Bagdad en un solo lugar del mundo. El maestro musivario llegado de Bizancio a la capital califal cargado con quintales de teselas de mármol, lapislázuli, ágata, pórfido y pan de oro, a petición del emperador bizantino Nicéforo Focas por orden de Alhaquem II, una teocracia como la actual Inglaterra, que enseña a los cordobeses el arte de crear mosaicos. Como también enseñaron a construir cúpulas y arcos de medio punto en Jerusalén y El Cairo. Bizancio, la más alta cumbre de la inteligencia, como la Alejandría ptolemaica de Cleopatra, mundos extinguidos en el océano de libros y belleza. Copiar aportando lo propio no es tan malo como creía Emerson.

Foto: El Cementerio Inglés de Málaga. (EFE/Jorge Zapata) Opinión
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La Mezquita como último monumento bizantino de las Historia, bizantino, no árabe, porque de ellos lo aprendieron. La Mezquita como perfecta obra geométrica, descomponible en cuadrados perfectos, cruzándose unos sobre otros y en un todo conjunto. Anticipando en siglos a Palladio, medidas las naves en un doble espacio intercolumnio. Calculando con amor las diferentes alturas de los pavimentos sacros. Cimacios iguales y diferentes modillones. Arcos renacentistas de herradura, contradictoria y caprichosamente bellísimos. Hermosas e inteligentes dobles arcadas, que soportan las planas cubiertas, elevan los arcos en una grácil jugada y hacen correr las aguas.

Templos diversos, como en el laberíntico mundo de Piranesi de escalas, columnas y espacios diversos e indiferentes, que van adjuntándose unos a otros, horizontalmente a través de califas y emperadores y verticalmente, porque Córdoba es espiritual y físicamente elevada, para conformar un solo espacio sacro en honor del Uno Todopoderoso y Misericordioso. Y milenaria, porque los olivos que plantó Almanzor, ese caudillo guerrero que construyó la más chapucera de las construcciones califales, aún se elevan recios, vigorosos y plateados en los jardines privados de La Arruzafa, cerca de Medina Azahara, justamente donde habitó la primera Córdoba romana, regados por el agua que subía del padre Guadalquivir, gracias a la noria, que todavía se alza cerca de la torre de la Calahorra, en la que Roger Garaudy vivió y estudió el mundo de las sacras creencias.

placeholder Yacimiento arqueológico de Medina Azahara. (EFE/Salas)
Yacimiento arqueológico de Medina Azahara. (EFE/Salas)

La sepultura del más hermoso y gentil de los caballeros, el Inca Garcilaso, varón insigne, digno de perpetua memoria, distinguido en la sangre, experto en letras, noble y enamorado constructor de crónicas imperiales, permanece vacía en una capilla de la Mezquita-Catedral, que voluntariamente compró para su eterno descanso, porque a un inexperto e indocumentado gobierno se le ocurrió entregar su cadáver a un gobierno peruano, hace no muchos años, como una especie de trofeo equilibrante y compensatorio, mientras las enjoyadas banderas de ambas naciones virreinales permanecen muertas, sin haber nunca flameado, que es lo que mejor saben hacer las banderas, junto a la del Tahuantinsuyo, alegremente parecida a la del arco iris.

Córdoba es un palimpsesto perfecto, la mejor representación iconográfica de la mejor Andalucía, la de los sucesivos aportes marítimos y fluviales de grandes civilizaciones y culturas, en la que conviven todas las artes, las ciencias, los cultivos, las religiones, los mundos que, en otro cualquier mundo, conducen al choque y al feroz enfrentamiento. Las altas nervaduras gótico tardías de la nave central de la catedral cristiana lucen deslumbradas por ventanales abiertos después de siglos cerrados. Tras el coro barroco de Duque Cornejo, la capilla de los reyes, que encierran los cuerpos resecos de los un día hermosos Enrique II y Alfonso XI, deja a un lado la nave inglesa, hermana de la Catedral de Durham gracias al Lancaster lord Scales, y se adentra en el espacio del santo de los santos, el Mihrab, bellísimo espacio del vacío de Dios, que refulge en su oro bizantino. El vacío de Dios, el mundo sufí junto al misticismo, la elevación espiritual hasta dar a la caza alcance. La caza que es la Nada, porque todo es Conocimiento y porque a todo Conocimiento lo llamaron Dios. Junto al vacío de Dios, el abigarramiento deslumbrante de la capilla del Sagrario, puro horror vacui, pero que a la tampoco la luz perpetua que luce humilde, como una lamparilla en el aceite de los olivares andaluces, supone una contradicción con lo anterior. La visión caleidoscópica de la realidad o de los sueños consuena y encaja en esta tierra amada.

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En el patio de los naranjos el agua sigue mansamente brotando a borbotones del surtidor de la fuente del olivo. La arena de la inusitada calima continúa derramándose de un cielo enrojecido. Los jardineros cortan las ramas exteriores de los árboles pausada e indolentemente, mientras los arqueólogos siguen lentamente excavando en el último tesoro encontrado. El silencio del eco de los pasos permanece en la Calleja del Pañuelo. De una taberna se escapa el olor profundo de las barricas. Un espigado adolescente de aires toreros sentado en un muro da una calada a un porro. Los cipreses siguen al vuelo. Fluye el río. La vieja sabiduría.

Córdoba lejana y sola. Romana y mora, Córdoba callada. Aceitunas en mi alforja. La campiña cordobesa. El trigo que espera el agua. Yo sí llegaré a Córdoba. El eco de tus pasos por una calle de la Judería. Las inocentes siluetas de dos monjas de negro en el contraste de la blanca pared encalada mil veces. El mundo silencioso encerrado en los azahares del jardín que rompe el abullonado surtidor de la fuente del olivo en el patio de los naranjos de la Mezquita. Los profundos cipreses ahormados que se alzan al cielo como ave perdida en el vuelo. El ancho Guadalquivir que traza la curva de los cañaverales donde habitan las aves, que dibujan mágicas rutas en un cielo arenoso y naranja. La tumba vacía de Ambrosio de Morales, el puro cordobés secretario de Felipe II, tan cordobés como Séneca, el preceptor de Nerón.

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