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Andalucía es vieja, culta y profunda. Nacida de una historia, una cultura, un arte y una literatura tan excelsos, que no hay caso igual salvo en Roma

Foto: Vista de Cádiz.
Vista de Cádiz.
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Si el nacionalismo en cualquiera de sus manifestaciones carece de sentido en algún lugar de España, ese lugar es Andalucía. No se trata que en otros territorios sea posible mantener semejante ideología. Que sí. Es que en este rincón de España, que es bastante más extenso que muchas naciones europeas independientes y en el que la historia ha dejado un palimpsesto de algunas de las más grandiosas culturas que han existido, nunca hemos sentido el mas mínimo interés en odiar a los de fuera -eso es nacionalismo- ni en ridiculizarlos, ni en despreciarlos, como algunos ladrones redentores y orates enloquecidos han hecho con nosotros, con nuestro acento, con nuestra pobreza emigrante e incluso con nuestra gastronomía, burlando el ajo y el aceite, hasta que los apóstoles de la nueva cocina empezaron a alabar la dieta mediterránea, que llevamos cocinando hace siglos, desde que los turdetanos y los tartesios, alabados por Estrabon, eran “los más cultos entre los iberos y tenían leyes en verso hace seis mil años”.

Foto: Vista de la Mezquita-Catedral de Córdoba. (EFE/Salas) Opinión
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Mariano Vergara

Andalucía es vieja, culta y profunda. Nacida de una historia, una cultura, un arte y una literatura tan excelsos, que no hay caso igual salvo en Roma, cuya hija preclara es nuestra tierra. Comparen el “in pluvium” de una casa romana con el patio de una casa andaluza. Escribo de la Andalucía, que conozco y vivo, de su pueblo callado en su antigua miseria, hasta que estalla de forma incendiaria.

Coloquen un mapa de Andalucía sobre uno de Portugal y vean su extensión. La provincia de Córdoba es más extensa que la inexistente Bélgica, o la siempre inoportuna Holanda y si bien la extensión de un territorio no constituye en sí mismo ningún factor de grandeza, sí es una muestra de que estamos hablando de una realidad de peso, de entidad más que suficiente para que aquí hubiera crecido la mala hierba nacionalista. Pero es imposible. La carga de civilización y de historia es demasiado sólida para permitirlo. Cuando Ana de Pombo creaba en Marbella los sombreros cónicos de paja, que luciría después Piedita Iturbe, estaba imitando invertida la cerámica campaniforme del Argar en Almería, donde floreció la primera ciudad de la que se tiene noticia en España. El ojo egipcio de las jabegas de Málaga, que Cocteau y Picasso tanto han utilizado, ya existía en el costado de proa de los fenicios, que comerciaban con Tharsis, que según la Biblia era Tartesos. La síntesis de Andalucía está en una calle de Málaga: abajo el Teatro Romano y arriba la Alcazaba. Y muy cerca el Museo Picasso con tres mil años de historia del arte en vertical, desde los cimientos fenicios. Y muy cerca la estatua de Ibn Gabirol, judío que traducía al árabe y al castellano las grandes obras clásicas.

Foto: Vega de Antequera. (flickr/Por los caminos de Málaga) Opinión
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Andalucía es el broncíneo efebo romano de Antequera toreando de salón una noche en Granada ante la fuente renacentista de Carlos V. Andalucía es pasear a la luz de la luna entre el bosque de esbeltas columnas del Patio de los Leones y asomarse al interior de la fuente para contemplar el techo del salón de los asesinados Abencerrajes y contemplar su sangre seca sobre el mármol, soñar con el trono nazarí en la Torre de Comares y sentarse en el ajimez del patio de Lindaraja, mientras la luna platea la sombra de la muerte de amor de la princesa cautiva. Ver el Albaicín desde el peinador de la reina, donde Carlos V se miraba en la saudade de los ojos verdes de Isabel de Portugal y le construía un palacio florentino, con la perfección palladiana del círculo inserto en el cuadrado. Andalucía es contemplar la Peña de los Enamorados desde el interior de la Cueva de Menga y caminar por el Torcal tras los pasos de tu padre y pensar en el porqué de los cipreses entre olivos como en la Toscana. Y también es el juego de luces y sombras de un patio cordobés pintado por Winthuysen, mientras una dueña vela por la virginidad de una chiquita piconera de Romero de Torres. Andalucía es un Apolo limpio de sangre de piel perfecta y lechosa, crucificado por Velázquez. Comparen el Cristo del más grande pintor de la historia, que es la pura serenidad y perfección del canon griego de Policleto con el atormentado de Grunewald y comprenderán muchas cosas. Andalucía son los niños de Murillo y la Virgen niña que pasean en Semana Santa los palios andaluces, como la “Pieta”, porque Miguel Angel, como los andaluces, no la concebía sino como una joven adolescente sin mácula.

Andalucía es el campo de olivares verde y plata de Jaén ante los que según la leyenda los romanos de Pompeyo, o los ulanos de Napoleón presentaron armas. Y el Guadalquivir, por el que bajaban los troncos de pino de Cazorla hasta Córdoba para servir como vigas de la Mezquita, mientras los artesanos bizantinos componían los mosaicos del mihrab con las teselas regaladas al califa por el emperador de Bizancio, pero es el mismo rio por el que subió la 'Victoria' con Elcano al frente. “Primus circundedisti me”, como irrefutable prueba de su autoría frente a torpes falsedades. El Guadalquivir, que se abre paso al mar en un delta de garzas y ánades en Sanlúcar de manzanilla y playas doradas del sol hacia América. Andalucía y el dorado de la piedra renacentista de Vandelvira en Jaén y de las paredes de los palacios de Úbeda y Baeza, tan similares a Salamanca. Y Huelva, tan vieja que existe un pueblo que se llama Tharsis, como entonces.

Foto: El Cementerio Inglés de Málaga. (EFE/Jorge Zapata) Opinión
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Andalucía es el silencio sobrecogedor del Gran Poder entrando en la plaza de San Francisco, y el monumento a Bécquer, circundando un árbol en el parque de Maria Luisa. El mármol siempre presente en Andalucía, como eterna romanidad e inalterable permanencia por los siglos de los siglos. Y el mundo telúrico, como Ronda partida en dos por un hachazo de algún héroe encolerizado, de calles recoletas y paredes blancas de los cuadros de Grosso con las hermanas de la Cruz cosiendo vaporosas sábanas mientras la luz del sol entra por una alta ventana.

Andalucía es Málaga, que huele a mangos, chirimoyas y aguacates, la de jardines ingleses abiertos, frente a Granada y Córdoba cerradas en patios interiores, anclada en la melancolía de mirar al mar de nuestra infancia, cuando en la noche la bahía se iluminaba de luces de las traíñas, y se recogían jazmines y la ciudad olía al paraíso. Y una vez al año las barras de plata del trono de la Esperanza crujían al elevarse con sonido de batir de alas arcangélicas. La Málaga inacabada, la Málaga de tres mil años, como Cádiz de mis recuerdos salineros del café de Levante. El mar, origen y razón de todo lo que existe, el mar siempre recomenzado. El mar y la mar de los marineros en tierra.

Si el nacionalismo en cualquiera de sus manifestaciones carece de sentido en algún lugar de España, ese lugar es Andalucía. No se trata que en otros territorios sea posible mantener semejante ideología. Que sí. Es que en este rincón de España, que es bastante más extenso que muchas naciones europeas independientes y en el que la historia ha dejado un palimpsesto de algunas de las más grandiosas culturas que han existido, nunca hemos sentido el mas mínimo interés en odiar a los de fuera -eso es nacionalismo- ni en ridiculizarlos, ni en despreciarlos, como algunos ladrones redentores y orates enloquecidos han hecho con nosotros, con nuestro acento, con nuestra pobreza emigrante e incluso con nuestra gastronomía, burlando el ajo y el aceite, hasta que los apóstoles de la nueva cocina empezaron a alabar la dieta mediterránea, que llevamos cocinando hace siglos, desde que los turdetanos y los tartesios, alabados por Estrabon, eran “los más cultos entre los iberos y tenían leyes en verso hace seis mil años”.

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