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Mariano Vergara

Al sur del sur

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Cuadros de una exposición

Cuánta alegría y cuántas buenas horas nos ha regalado el Museo Ruso de Málaga. Nunca podré olvidar las gigantescas obras maestras que hacían oír el ruido de sables y el relincho de los caballos o el bogar de los remeros del Volga

Foto: Una persona observa una de las obras expuesta en el Museo Ruso de Málaga. (EFE/Daniel Pérez)
Una persona observa una de las obras expuesta en el Museo Ruso de Málaga. (EFE/Daniel Pérez)
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Salgo abatido del Museo Ruso. Me siento en un escalón. Saco el móvil y conecto los auriculares. No escucho la pieza de Mussorgsky que encabeza este artículo, con la que imagino al personal en esa labor siempre desoladora de ir descolgando y embalando cuadros, entre voces descompasadas que empiezan a producir eco en salas vacías de suelos sucios.

Foto: Una mujer observa el cuadro "Chicas en el campo" del artista ruso Kazimir Malévich. (EFE)

El inicio de la inminente retirada de las obras de la última muestra antes de la clausura. Una guerra insensata ha llevado a esto. Sentado en la piedra granítica, observo una fila de hormigas que transportan restos de un pegajoso pastel. Martillea mi cerebro el sonido, constante, repetitivo, asfixiante de la Séptima de Shostakovich, la que compuso para el asedio feroz de Leningrado durante la II Guerra Mundial, a ver si ganaba el favor de Stalin, otro de los múltiples criminales que han esclavizado a Rusia eternamente. El asedio de Putin a Mariupol, los bombardeos de Járkov, la destrucción de Odesa encienden de ira a cualquier persona decente. La misma música es válida para un mismo crimen cometido por diferentes criminales en lugares y épocas distintos. Solo cambian las circunstancias de la maldad. La víctima es la misma. Porque los niños muertos son los mismos, la inocencia machacada es la misma, el hambre es la misma, la muerte es la misma, la desolación es la misma, el olor a cadáveres humeantes es el mismo.

Pienso que yo, como muchos otros, pedí el cierre del Museo mientras Putin no saliera de Ucrania

He buscado la versión de la Orquesta del glorioso y recuperado Teatro Marinsky en el hermoso y rebautizado San Petersburgo, antes el comunista Kírov en la soviética Leningrado. Es usual que los tiranos jueguen con los nombres, los términos y las denominaciones de cosas y lugares tal como juegan con nuestras vidas. Dirige la formación el tétrico Valeri Gergiev, prodigioso en la escasez de sus ademanes, expulsado de la dirección de la Scala de Milán por negarse a condenar y apoyar abiertamente la invasión llevada a cabo por el rufián del Kremlin con la bendición del Patriarcado de Moscú y la Tercera Roma. Siempre soñé con montar esa sinfonía en esta explanada gigante. Y pienso que yo, como muchos otros, pedí el cierre del Museo mientras Putin no saliera de Ucrania. Y aún con el dolor del adiós no me arrepiento.

placeholder Una persona observa la obra 'La guerra alemana' del pintor Pável Filónov. (EFE/Daniel Pérez)
Una persona observa la obra 'La guerra alemana' del pintor Pável Filónov. (EFE/Daniel Pérez)

Desde que dio comienzo esta ignominiosa invasión, gentes tan dotadas de una prodigiosa capacidad de tergiversación, como carentes de escrúpulos y escasamente conocedores de la historia y la cultura rusas, se dedican a escribir y pregonar disparates acerca de una supuesta rusofobia de los que condenamos radicalmente los hechos. Curiosamente suelen coincidir con los que condenaban sin paliativos a Plácido Domingo, en cuyas actividades no musicales no entro, sin que a los demás se nos ocurriera decir que los tales inquisidores fueran antimusicales, ni odiadores de la ópera, ni que tuvieran una teja por oído, ni pertenecieran al gremio de todos aquellos que consideran a la música como un ruido. No, en ningún caso se nos ocurrió. Es posible que se hayan producido aisladas barbaridades en este mundo en el que la idiotez se considera un título, la ignorancia un grado y el desconocimiento de lo más elemental el camino más corto para acceder al éxito.

La inmensa mayoría no solo no somos rusófobos, sino que amamos la literatura rusa

Pero la inmensa mayoría no solo no somos rusófobos, sino que amamos la literatura rusa, desde que leímos 'Guerra y paz', 'Anna Karenina', 'Padres e hijos', 'Humillados y ofendidos', 'Crimen y castigo', 'Los hermanos Karamazov'… en plena adolescencia en un camino que había empezado por 'El Zar Saltán' de Pushkin, o 'Miguel Strogoff', del francés profético. Y la música rusa y los ballets rusos. O aquellas maravillosas películas de la época de 'Tarás Bulba', 'Atila, rey de los hunos', 'Andrei Rubliev', 'Doctor Zhivago', para retroceder con 'El acorazado Potemkin'. Y leer los primeros artículos sobre Maiakovski o Meyerhold en Triunfo, la revista de aquellos años de juventud limpia y tersa en que llevarla en la mano era símbolo de rebeldía. No, no somos rusófobos. Al contrario, amamos profundamente el mundo ruso en su extraordinaria complejidad. Pero los gestos, cuando poco más se puede hacer, son la única forma de decir no, ¡Basta! Porque Putin no es Rusia, aunque él lo crea. Yo no.

Foto: Un visitante en el Museo Ruso de Málaga. (EFE/Daniel Pérez)

Cuando se inauguró el Museo Ruso, hacía muchos años que algunos sabíamos quiénes eran Goncharova y Larionov, Kandinsky y Malevich, Marc Chagall, y Vladimir Tatlin y hasta El Lisitsky. Pero también Iliá Repin y el por qué en el siglo XVIII se produjo el corte radical entre la secular pintura de iconos y el arte barroco cuando Pedro el Grande construye su ciudad. Pero cuánto saber, cuánta alegría y cuántas buenas horas nos ha regalado este amigo, que se va.

Nunca podré olvidar los paseos por salas silenciosas en las que gigantescas obras maestras hacían oír el ruido de sables y el relincho de los caballos, el bogar de los remeros del Volga, las voces graves de la dorada liturgia ortodoxa, los bailes campesinos sobre la hierba fresca tras el deshielo, la vida renovada en primavera, el calor de los campesinos dormitando en la luz cegadora de los campos de trigo, el murmullo de los bosques de abedules, el estrépito de las fábricas de la era soviética, la mano de Stalin sobre el féretro de Kírov, como la de Putin sobre la mesa… la gloriosa exposición de 'Radiante porvenir' con la belleza idealizada del hombre nuevo soviético en desfiles atléticos y carreras juveniles, o aquella deslumbrante muestra de 'Los Romanov', de cuya última sala aun recuerdo la expresión elegantemente melancólica de Nicolás II solo ante el trono, los tristes ojos del Zarévich, que parecían presentir su asesinato, la cabeza altiva en mármol de María Fiodorovna, indomable superviviente de la matanza imperial. Hasta los más presuntamente impertérritos salían de ella con ojos brillantes.

Antes de salir he pasado por la tienda. Compro recuerdos. 'El Imperio' de Kapuscinski y una hermosa edición de 'Caballería Roja' de Isaac Babel, en homenaje al cuadro de Malevich que este Museo, que perdemos, me descubrió gozosamente. Ana, la chica gentil que atiende al visitante, me anima y compro una taza para el té de las tardes de invierno. En el bus empiezo a oír la Obertura 1812 de Tchaikovski. El sonar de campanas y el tronar de cañones de la liberación de Moscú hace que mis ojos se nublen. Ojalá volvamos a vernos.

Salgo abatido del Museo Ruso. Me siento en un escalón. Saco el móvil y conecto los auriculares. No escucho la pieza de Mussorgsky que encabeza este artículo, con la que imagino al personal en esa labor siempre desoladora de ir descolgando y embalando cuadros, entre voces descompasadas que empiezan a producir eco en salas vacías de suelos sucios.

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