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Mariano Vergara

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Sin la libertad que trajo el viejo Rey, este artículo sería imposible. Hoy aún es posible en toda España. ¿En toda?

Foto: Tejero irrumpe en el Congreso de los Diputados. (EFE/Manuel P. Barriopedro)
Tejero irrumpe en el Congreso de los Diputados. (EFE/Manuel P. Barriopedro)
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Eran los mismos, los mismos, los que gritaban “Tarancón al paredón”, cuando el entierro de Carrero Blanco, que los que gritaban años antes, cuando los campamentos del SEU “no queremos reyes tontos”, o los que en esos años de, para la extrema izquierda actual, la inexistente Transición, gritaban “muerte al Rey perjuro”, o los que en la miserable corte del Pardo, tan pacata, pueblerina y beata y en las cafeterías de Serrano y Goya hablaban en tono supremacista de “la griega”, refiriéndose a la Reyna Sofía —como escribía de forma castellanamente antigua Francisco Umbral— contándose las señoras de rostro apergaminado y escasos labios repintados en rojo, joyas antiguas heredadas y raídos visones, de velador en velador, el rumor de que “la pobre mujer" había preguntado a Mondejar, si ese era el Palacio Real, al pasar por la Embajada de Italia en su primera visita a Madrid. Y Mondejar le había contestado en francés. “Mais non, Madame”. “Claro”, se comentaban entre brioche y croissant, “viniendo de un país tan pobre como Grecia…aunque sea nieta del Káiser…”. Esta era una ínfima parte del decorado, el montaje, la escenografía, la tramoya del mundo que recibieron los actualmente llamados eméritos —con minúscula— en ese ejercicio de llamarlos en el que la cursilería supera a la maldad, e incluso a la ignorancia. Hasta algún amor no olvidado perdí en aquellas discusiones. Pero todo merecía la pena, porque la libertad, la civilidad y el fin del mojigaterío estaban a la vuelta de la esquina.

placeholder La boda de don Juan Carlos y doña Sofía. (Casa Real)
La boda de don Juan Carlos y doña Sofía. (Casa Real)

Eran los mismos, me contaba el cardenal don Fernando Sebastián, entonces secretario del arzobispo de Madrid, junto al padre Martín Patino, con cuya amistad me glorié, uno de los hombres más lúcidos, brillantes y libres de la iglesia española de entonces y de ahora. Y me contaba que él personalmente escribió —está en sus memorias— el discurso brillante, esclarecedor, inteligente y sólido que el arzobispo de Madrid leyó a duras penas —porque olvidó sus gafas— en los Jerónimos, junto al claustro que hoy encierra la memoria de los Austrias mayores, suponiendo que hayan existido algunos menores.

Aquellos eran los mismos. Por un lado. Por el mismo que los de Atocha, que provocaron aquella inmensa concentración de “rojos” en Colón, entre los que me encontraba. Cuántos recuerdos y cuánta añoranza de un tiempo en el que todo consistía en ir después al pub de Santa Bárbara, o al drugstore de Velázquez, a encontrarnos con los jóvenes poetas y los viejos escritores de entonces, con un cierto sentido de superioridad moral, ética y política y la firme creencia de que estábamos en el lado acertado de la historia y de que el futuro era nuestro. Y resultó que no era así.

Foto: Periódicos anuncian el fin de ETA. (EFE)

Aquellos eran los mismos, pero los de hoy también. El terror campaba a sus anchas, mientras las ojeras del Rey en su blanquecino y aparentemente mal afeitado rostro, se hacían más y más oscuras. Pero estábamos llenos de esperanza y cuando oíamos “libertad sin ira” se nos llenaba el alma de alegría agobiante, de entusiasmo juvenil, de llantos entrecortados. Y Pepe Coderch, el Jefe de Gabinete de Suarez, organizaba aquellos inolvidables sábados en la Moncloa con el presidente. Y todos los que entraban en el salón de columnas, convencidos de ser profesores de ciencia política, salían convertidos en alumnos de ilusión inane de aquel mago que ejercía de presidente y que tuvo la desconocida decencia en la Historia de España de dimitir, porque “no quiero que una vez más, la democracia sea un paréntesis en España”.

Y mientras tanto, la sangre corría. Esto hay que decirlo. Una y mil veces. La sangre corría en España. A raudales, día a día sin cesar. Militares. Guardias civiles, policías nacionales, hombres, mujeres, niños. En calles, avenidas, centros comerciales… Recuerdo el día en el que a cien metros de mi casa en calle Pinar, creí que aquello se venía abajo. ETA reventó un autobús de la Guardia Civil en el Viso. Y lo que vi nunca lo olvidaré. Aquellos criminales eran los mismos que los actuales socios de este Gobierno. Pareció que el mundo se caía, pero lo único que cayó fueron cerebros, brazos, piernas y claros ojos de veintidós jóvenes guardias. Y yo los vi.

placeholder Mural dedicado al edil del PP asesinado por ETA en 1997. (Fundación Miguel Ángel Blanco)
Mural dedicado al edil del PP asesinado por ETA en 1997. (Fundación Miguel Ángel Blanco)

Y recuerdo el día en el que en la Casa de las Juntas en Guernica, sin cuyo acatamiento al Rey de Castilla, según la estúpida formula que en el siglo XX recogió la Constitución para contentar a los nacionalistas jesuíticos y hoy ateos, la autonomía de las provincias vascas no tendría soporte jurídico alguno, recibieron a los Reyes cantando ese himno en honor a un árbol, prueba de la modernidad de sus instituciones.

Y recuerdo cuando estando en la cervecería de Santa Bárbara, el Grapo, o lo que aquello fuera, voló la calle Correos. Y cuando estando en Paris, en el Euro Disney con mi sobrino de ocho años los socios de este Gobierno asesinaron a Miguel Ángel Blanco en vísperas de un catorce de julio y, guardándome las lágrimas para que el niño no me viera, me lo llevé a los Campos Elíseos a ver el glorioso desfile de una nación orgullosa de sí misma y de su historia.

Foto: El Rey visita a Adolfo Suárez para entregarle el Toisón de Oro Opinión
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Y también recuerdo una helada noche de febrero con las ventanas abiertas de par en par, con el Congreso secuestrado, esperando a que apareciera el Rey, entre reportajes de la vida de los pájaros, para saber si tendríamos que cruzar la Castellana para pedir asilo en la Embajada de Inglaterra, si se oían bajar los tanques de la División Acorazada. Y recuerdo muchas más cosas. Tantas como para escribir un libro, aunque sea en memoria de Coderch, que nos contó que la noche en la que Suárez se rindió a Tarradellas y cedió las competencias de educación a Cataluña, alguien le dijo: “Presidente, acabas de cargarte a España”. El 20 de noviembre de 1975 a las 5.30 me desperté con el sordo sonido de los cañonazos que anunciaban la muerte de Franco.

Esta era en muy resumidas cuentas la situación con la que el viejo Rey se encontró. De ahí hemos llegado a hoy, cuando cualquier mercachifle farandulero puede representar ese papel tan profundamente español del Cid en el legendario y falso juramento de Santa Gadea en Burgos, en el que la televisión ha sustituido al Campeador. ¿Hay alguien que equilibre la balanza? Sin la libertad que trajo el viejo Rey, incluso este artículo sería imposible. Hoy aún es posible en toda España. ¿En toda?

Eran los mismos, los mismos, los que gritaban “Tarancón al paredón”, cuando el entierro de Carrero Blanco, que los que gritaban años antes, cuando los campamentos del SEU “no queremos reyes tontos”, o los que en esos años de, para la extrema izquierda actual, la inexistente Transición, gritaban “muerte al Rey perjuro”, o los que en la miserable corte del Pardo, tan pacata, pueblerina y beata y en las cafeterías de Serrano y Goya hablaban en tono supremacista de “la griega”, refiriéndose a la Reyna Sofía —como escribía de forma castellanamente antigua Francisco Umbral— contándose las señoras de rostro apergaminado y escasos labios repintados en rojo, joyas antiguas heredadas y raídos visones, de velador en velador, el rumor de que “la pobre mujer" había preguntado a Mondejar, si ese era el Palacio Real, al pasar por la Embajada de Italia en su primera visita a Madrid. Y Mondejar le había contestado en francés. “Mais non, Madame”. “Claro”, se comentaban entre brioche y croissant, “viniendo de un país tan pobre como Grecia…aunque sea nieta del Káiser…”. Esta era una ínfima parte del decorado, el montaje, la escenografía, la tramoya del mundo que recibieron los actualmente llamados eméritos —con minúscula— en ese ejercicio de llamarlos en el que la cursilería supera a la maldad, e incluso a la ignorancia. Hasta algún amor no olvidado perdí en aquellas discusiones. Pero todo merecía la pena, porque la libertad, la civilidad y el fin del mojigaterío estaban a la vuelta de la esquina.

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