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La fragilidad del cristal
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Mariano Vergara

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La fragilidad del cristal

El amor es como el cristal. Una vez roto, es imposible recomponerlo, restaurarlo, reconstruirlo. No sirve para nada, sino para la basura

Foto: Una pareja conversa en el Puerto de Málaga. (EFE/Daniel Pérez)
Una pareja conversa en el Puerto de Málaga. (EFE/Daniel Pérez)
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Puertas de cuarterones de aire de convento antequerano. Patios columnados, pórticos y salones que por ventanales interiores dejan ver el jardín cerrado de la trasera de la casona palacio del XVIII. Buganvillas moradas estallan contra los muros reencalados. Altos cipreses. Velas blancas cubren los espacios abiertos. Esteras de esparto enrolladas a la espera ansiosa de la llegada del calor de julio. La brisa de la mañana entra a través de la ventana del despacho. Un bellísimo sillón tapizado de terciopelo italiano con bordados de Morris. Balcones abiertos. Las aladas aspas de los ventiladores giran con aire tranquilo por toda la casa. Pavimentos de brillantes ladrillos de barro cocido. Una alfombra de nudo español con dibujo de Cuenca. Un sillón Chester de cuero. Una mesa de barco. Altos techos que soportan vigas antiguas de gruesa madera. Un adolescente enloquecido pasa en bicicleta cantando un himno de futbol. Las campanas de San Felipe Neri repican desacompasadamente, pero el panorama culto y los cielos celestes hacen creer que tocan a gloria. Una conversación civilizada.

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En la ciudad de los museos, el del Vidrio es a la vez uno de los más hermosos y de los más desconocidos. La belleza recóndita, que hay que encontrar por el laberinto de callejuelas que flanquean rejas de jaula de hierro y bellísimas paredes esgrafiadas. El Instituto Gaona, antiguo palacio del conde de Buenavista, al que tanto criticaron por venir a vivir tan lejos del centro, tiene la verja cerrada. Dos chicas contraculturales sentadas a una mesa en el patio de columnas y paredes con pinturas del XVIII, cuando la ciudad empezó a ser rica. Les pido entrar para hacer fotos. No me contestan mientras el aire les mueve sus cabellos enmarañados. Puede que no me entiendan en ningún sentido.

Existían dos ciudades y una sola historia. Como en Dickens. Una en el centro histórico y otra en La Caleta. Sin mucho que ver entre ellas, aunque la segunda nació de las casas de verano de la primera y provocó la explosión económica de ambas. La casa donde estamos es un perfecto ejemplo. Dos personas llegaron a Málaga y se enamoraron de ella. Y construyeron este museo, que es el fruto del amor. Un museo del vidrio en Málaga. Casi todos los visitantes son nórdicos, alemanes, ingleses, sociedades civilizadas, que en ningún caso considerarían un capricho algo así. Un bancario español sí es capaz de pensarlo y decirlo. Decía Roger Scruton que una sociedad libre es una comunidad de seres responsables, unidos por la benevolencia y las obligaciones del amor familiar. Benevolencia, el hermoso término latino, la querencia, o el deseo del bien. Roma siempre presente. Aquí también, porque la brisa que mueve los papeles sobre la mesa trae ecos marineros, olor al cercano mar, que en línea recta llega hasta Ostia Antica, la puerta de entrada a la capital de la historia. Un sueño construido tras siete años de espera, sin ayudas, sin comprensión, como se construyen los cuentos a base de soledades, que después se cuentan plácidamente entre dos amigos, mientras unos impresionantes ojos jóvenes miran desde un marco de plata. El hoy y el ayer.

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Whitefriars, el mundo de William Powell e hijos, Bohemia, Baccarat, Sevres, Atlantis, Lalique, cristales suecos, finlandeses, alemanes, españoles de La Granja —tan abandonada y mal gestionada— vidrieras inglesas del mundo Arts & Crafts, William Morris siempre presente en cualquier espacio humano y civilizado, Y rodeando al vidrio el ambiente de una casa, que no escenografía. Nada es aquí ajeno al arte, la cultura y la belleza. No hay ni cafetería, ni tienda. Gonzalo los considera ajenos. La excelencia y el ansia de perfección llevados al grado sumo. Cuadros de antepasadas, canapés, mesas y veladores, tresillos, un bellísimo piano, joyas vidriadas fenicias, egipcias y romanas en urnas de cristal, pinturas de un pope ruso, que aunó el mundo icónico ortodoxo con la locura de los flamencos del XVI. El arrobamiento y el embeleso que produce la acumulación ordenada y archivada de tantas historias aquí encerradas. Recuerdo de repente el suave mecer de las cortinas de encaje del palacio del príncipe de Salinas al comienzo del 'Gatopardo' en aquel sublime movimiento de cámara del señor Visconti —seguramente habrá que tener príncipes de la Iglesia y regidores de Milan en la familia para dominar la belleza de forma tan implacable— mientras se oye la cadencia de las avemarías del rosario. Y también acude a mi cabeza en este momento el mismo suave balanceo, pero en caribeño, de los visillos de piel de ángel en las balconadas de un delirante palacio barroco en la ilustrada Trinidad en Cuba, como si Alejo Carpentier fuera a hacer sonar una campana de plata para llamar a un criado negro con peluca y librea. Como en 'El siglo de las luces'.

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Cuando vamos a salir, los visitantes a este lugar en el que reina el silencio dorado, apenas susurran comentarios en inglés. Salgo a la plaza y el sol se estrella contra el suelo de piedra granítica. San Felipe Neri está cerrado también. Quería entrar a pensar un rato, a encender una vela a la Dolorosa de Servitas en el patetismo del dolor y a contemplar la altura desde la que en el 36, en un ejercicio de inútil barbarie, arrojaron el órgano barroco, el mismo del que solo queda un trozo de crestería, el mismo que el señor conde de Buenavista escuchaba desde la balconada de su palacio, mientras escuchaba cantar a los monjes filipenses. Algunos creemos en la veracidad de la frase de Scruton: “…toda persona madura comparte fácilmente la conciencia de que las cosas admirables se destruyen fácilmente, pero no se crean fácilmente”.

Gonzalo dice que el amor es como el cristal. Bellísimo. Pero tan frágil como el cristal. Una vez roto, es imposible recomponerlo, restaurarlo, reconstruirlo. No sirve para nada, sino para la basura. Nunca había escuchado una más perfecta definición de la belleza y de la fragilidad del amor.

Puertas de cuarterones de aire de convento antequerano. Patios columnados, pórticos y salones que por ventanales interiores dejan ver el jardín cerrado de la trasera de la casona palacio del XVIII. Buganvillas moradas estallan contra los muros reencalados. Altos cipreses. Velas blancas cubren los espacios abiertos. Esteras de esparto enrolladas a la espera ansiosa de la llegada del calor de julio. La brisa de la mañana entra a través de la ventana del despacho. Un bellísimo sillón tapizado de terciopelo italiano con bordados de Morris. Balcones abiertos. Las aladas aspas de los ventiladores giran con aire tranquilo por toda la casa. Pavimentos de brillantes ladrillos de barro cocido. Una alfombra de nudo español con dibujo de Cuenca. Un sillón Chester de cuero. Una mesa de barco. Altos techos que soportan vigas antiguas de gruesa madera. Un adolescente enloquecido pasa en bicicleta cantando un himno de futbol. Las campanas de San Felipe Neri repican desacompasadamente, pero el panorama culto y los cielos celestes hacen creer que tocan a gloria. Una conversación civilizada.

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