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Málaga tiene una luz especial
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Mariano Vergara

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Málaga tiene una luz especial

Hubo un tiempo en que Ciudad del Paraíso era algo más que el intento fallido de homenajear a los versos de don Vicente. El eco distanciado de la sirena de un barco disponiéndose a zarpar producía en el alma un efecto de calma y sosiego

Foto: Vista panorámica de Málaga. (EFE/Jorge Zapata)
Vista panorámica de Málaga. (EFE/Jorge Zapata)
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Estas tardes del mes de julio, en que la humedad densa y pegajosa que se aposenta sobre la ciudad con visos de parálisis total y que produce en los cuerpos sudores y bajadas de tensión, tienen también el reverso de la bellísima luz difusa, la palidez de múltiples tonalidades que tienden al rosa y la bruma que como hilachas de algodón penetran por el valle del Guadalhorce y llevan a pensar en la inmutabilidad de las cosas. Incluso la línea del horizonte se desvanece y cielo y mar aparecen confundidos en un mismo plano de pálidos tonos pastel. Hubo críticos de arte que pensaron que los miembros de la escuela de pintura de la Málaga del XIX eran daltónicos. No eran daltónicos.

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Podía tratarse de intentos fallidos de captar una clase de luz, que ni Turner en toda su gloria habría conseguido reflejar. Es que la luz es así. Y eran grandes artistas. Ocón, Gartner, Ferrándiz, Carlos de Haes, Muñoz Degrain, Moreno Carbonero, Simonet, Reina Manescau y muchos otros de menos entidad como Florido, o Mowbray, que nacieron en Málaga, o aquí desarrollaron la mayor parte de su vida artística. No eran simples folkloristas, sino pintores de muy alto nivel y paleta empastada. Paisajistas de riscos y desfiladeros, marinistas de nuestro mar, o de los del norte de Europa, retratistas de la alta burguesía industrial y comercial, no agrícola, reflejos vivos de la ciudad cosmopolita que siempre fuimos. Y eran emocionantes historicistas, algunos al nivel de los grandes de Francia. Cronistas atemporales de la grandeza a veces alucinada de nuestra Historia.

placeholder Vista de la ciudad. (M.V.)
Vista de la ciudad. (M.V.)

Ellos ocupan hoy la mayor parte de las espléndidas salas de la ampliación del Prado. Desde el desdichado príncipe de Viana, al platónico enamoramiento de Francisco de Borja por la bellísima emperatriz Isabel, cuya muerte le conduce a la santidad, pasando por los amantes de Teruel, el llanto de Cristo por Jerusalén, hasta el fusilamiento de Torrijos en la playa de Huelin, serena expresión de los versos del romano Horacio, “pro patria mori, dulce et decorum est”, porque en aquel momento, como en otros muchos, morir por la patria era lo mismo que morir por la libertad. O en nuestra catedral, la impresionante decapitación de San Pablo, como un gigantesco movimiento de actores en escena.

En todo esto pensaba, mirando al mar desde “el imponente monte” de Aleixandre, antes de dar comienzo un concierto de Víctor y Luis del Valle, tan malagueños como el terral. Hubo un tiempo en que Ciudad del Paraíso era algo más que el intento fallido de homenajear a los versos de don Vicente. El eco distanciado de la sirena de un barco disponiéndose a zarpar en la quietud de la tarde, amortiguado por el bosque de pinos que rodea la fortaleza, producía en el alma un efecto de calma y sosiego. La gente esperaba plácidamente sentada en los bancos de piedra, tomando una copa, charlando en voz queda, o paseando a lo largo de la muralla.

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Yo recordaba lo que fueron las noches mágicas del ciclo de conciertos con el nombre que ya es común entre nosotros, Ciudad del Paraíso, aunque algunos no terminen de creérselo. Duró ocho años y en esas noches la gente salía del Cervantes, del María Cristina, de la Alcazaba, o Gibralfaro con alegría de vivir y ojos brillantes. Hay que tener un adoquín por alma para no emocionarse con Ricardo Muti, la Scala de Milan, Joshua Bell, la Academia de San Martin in the Fields, I Musici, la Filarmónica de la BBC, Bárbara Hendricks, la Orquesta Nacional de Francia, el Ballet Real de Dinamarca y en este plan.

La luz del atardecer iba oscureciendo el paisaje cuando empezó el concierto, que pronto anunció que íbamos a vivir una noche digna de las de hace muchos años. Como antes. Como antes de que algunos pobres de espíritu acabaran con lo que fueron los sueños de muchas noches de verano. El genio es la potestad concedida a unos pocos, que son los que pasan a la Historia, de liberar la belleza que encierra el hecho de pulsar una tecla y producir un acorde instantáneo, efímero, irrepetible, mortal. La belleza siempre encierra la pulsión de muerte. Los hermanos Del Valle, a dos pianos, o a cuatro manos exhibieron una técnica perfecta y el alma desbordada. Con pasión, como en trance, con alegría en sus caras, con hermosa gestualidad.

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Desde el tempo lento profundamente lírico del romanticismo de Schubert a la exacta precisión de la explosión de colores impresionistas, que habría asombrado al propio Ravel. Entre los regalos que nos ofrecieron, el Summertime de Gershwin, que sonaba auténtico en la humedad espesa del verano, como en Missouri. Puede que en los calientes atardeceres del sur profundo, junto al Mississippi, el color de la música y la luz del ocaso sean como aquí.

Y puede que el propio Ravel se hubiera extrañado del clamor de este concierto, recordando que hace ciento cincuenta años, poco antes de estrenar en París el Bolero, su música impresionista no fue entendida en Málaga. En el Conservatorio María Cristina, precioso ejemplo de sala de conciertos rectangular, de acústica casi perfecta, historia gloriosa, espejos entre molduras doradas y muestra de belleza de la pintura del XIX, hoy propiedad de la Fundación Unicaja. Así son las cosas.

Málaga, en pleno vuelo ascendente, con muy buenas comunicaciones, grandes museos, a pesar de la ausencia del amado Ruso, buenos hoteles, pujante en el campo tecnológico y con toda clase de datos que invitan a la esperanza, aunque los malagueños no acaben de creérselo y sigan enfrascados en nimiedades costumbristas, incomprensiblemente no tiene un auditorio.

Y no me digan que los espectáculos no se llenan. Gibralfaro estaba lleno ayer. Hay múltiples causas estructurales y coyunturales. Entre estas, el alto precio de las entradas y la inflación. Entre aquellas, la falta de renovación del público. Algún día habrá que hablar de la pésima por no decir inexistente educación musical en los colegios. En verano la ciudad y la costa se desbordan de música sin orden, ni concierto, utilizando marcos incomparables, de los que estamos sobrados. Pero eso es bueno. Sobrevivirán los mejores. Y puede que resuciten algunos que creíamos muertos. Incluso sus padres lo pensaban. El verde siempre ha sido el color de la esperanza.

Estas tardes del mes de julio, en que la humedad densa y pegajosa que se aposenta sobre la ciudad con visos de parálisis total y que produce en los cuerpos sudores y bajadas de tensión, tienen también el reverso de la bellísima luz difusa, la palidez de múltiples tonalidades que tienden al rosa y la bruma que como hilachas de algodón penetran por el valle del Guadalhorce y llevan a pensar en la inmutabilidad de las cosas. Incluso la línea del horizonte se desvanece y cielo y mar aparecen confundidos en un mismo plano de pálidos tonos pastel. Hubo críticos de arte que pensaron que los miembros de la escuela de pintura de la Málaga del XIX eran daltónicos. No eran daltónicos.

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