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Mañana de otoño en Málaga
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Mariano Vergara

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Mañana de otoño en Málaga

La Fundación Unicaja patrocina una exposición temporal de pintura belga del museo D'Ixelles, “Del impresionismo a Magritte”, en el museo Thyssen

Foto: Una obra de Magritte expuesta en el museo Thyssen de Málaga. (M.V.)
Una obra de Magritte expuesta en el museo Thyssen de Málaga. (M.V.)
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El cielo de otoño en Málaga suele ser de color celeste, interrumpido aquí y allá por nubes algodonosas limpiamente blancas, casi lechosas, como las que aparecen en los cuadros de Magritte en el verano belga. Si existe un lugar del mundo que pueda ser lo opuesto a Bruselas es Málaga. El silencio de las calles bruselenses, el vacío, la soledad, la escasa expresividad belga, la piel blanquecina, el cabello lacio y pajizo, los ojos glaucos tras los cristales de gafas de montura aérea, el tibio sol que entra por las ventanas de guillotina cubiertas de la mitad hacia abajo por visillos de encajes que cuelgan de barras doradas, a cuya luz las mismas mujeres llevan tejiendo quinientos años y el olor a chocolate caliente conforman el paisaje burgués de un inexistente país, llamado Bélgica.

Foto: Excavaciones en Málaga. (P.D.A.) Opinión
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Mariano Vergara

Tan inexistente que ni el monarca puede llamarse de otra forma que Rey de los belgas, no de Bélgica, porque él es la charnela del bivalvo, Flandes y Valonia, protestantes y católicos, que constituyen el mejillón, centro de la escasamente atractiva cocina de estos lugares brumosos, húmedos, lluviosos, aburridos, embarrados y tristes. Usted puede comer mejillones de varias maneras, con diferentes tipos de ingredientes poco variados, pero siempre mejillones. Y son deliciosos, pero hasta la delicia aburre y cansa. Y sus iglesias góticas suelen estar vacías de gentes y de santos entre las altas columnas que parecen alzarse al vuelo. Y la cerveza suele estar tibia.

Málaga es abigarrada, variopinta, escandalosa, de paleta chillona de colores intensos

Málaga es abigarrada, variopinta, escandalosa, de paleta chillona de colores intensos, luminosa, profundamente mediterránea, salada, marinera, disparatada, escandalosa, con olor a fritanga y gambas, espumeantes y heladas cañas de cerveza, que reflejan en el vaho el hiriente rayo de sol, de iglesias barrocas de múltiples velas encendidas a todas las vírgenes de advocaciones intraducibles – dolores, penas, angustias, socorro, desamparados – o a cristos agonizantes en la belleza de cuerpos esbeltos y brillantes en la encarnadura, que solo la madera puede producir, vendedores de todo tipo de loterías, calcetines, ciegos, chucherías, turrones y garrapiñadas, almendras fritas, fundas de móviles y otras mil inutilidades. Y por las calles bellezas rotundas de todos los sexos caminan orgullosamente a sabiendas de que encienden a su paso miradas cómplices, o simplemente calentura.

Foto: Vista panorámica de Málaga. (EFE/Jorge Zapata) Opinión
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Pasear un domingo por la mañana por el centro histórico de Málaga es atisbar Nápoles en la lejanía y maldecir la inquietante tendencia a convertirla en un Dubái de rascacielos pobres. E indignarse. Caminen por calle Alcazabilla, mientras una manifestación de animalistas, casi todas mujeres provistas de su correspondiente perro, claman algo contra el maltrato animal, que ya no sabe uno cual pueda ser. Detrás de ellas dos mil años de historia las contemplan imperturbables, desde las gradas del teatro romano y arriba las torres amuralladas de la Alcazaba permanecen impasibles, mientras cientos de turistas remolonean tras guías que pregonan cosas realmente extravagantes, que deben pertenecer al mundo de juego de tronos.

La pequeña pirámide de cristal, que cubre restos fenicios y romanos, también permanece impasible y por el estrecho callejón que flanquean altísimas washingtonias, desembocamos en la plaza de la Higuera, tras dejar atrás la nunca comenzada construcción del centro sefardita, el monumento a Ibn Gabirol y más olor a fritanga en el mítico Pimpi. La plaza, que en un día normal es un espacio metafísico, un ámbito hermosamente desolado en su desnuda blancura de Giorgio de Chirico, aparece abarrotada de turistas de múltiples lenguas, como si el Espíritu Santo hubiera descendido sobre ellos desde el higuera milenaria en una Pentecostés adelantada y más gente sale de la librería del Picasso con bolsas de libros, posavasos, camisetas, o marca páginas, producto del efecto multiplicador del minotauro que empezó a embestir en la cercana plaza de la Merced, en la que descansan el general Torrijos y sus compañeros fusilados por la inútil e inalcanzable causa de la libertad.

Foto: Plaza de la Higuera, en Málaga. (Museo Picasso) Opinión
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Chema, su hijo Pablo, un adolescente de doce años, de inteligencia superior, ojos atónitos, perplejos, estupefactos ante el espectáculo de la vida, que me ha hecho el honor de elegirme su abuelo adoptivo, por no quedarle ninguno consanguíneo, continuamos caminando por la calle Cister, junto a la Catedral, que por esta fachada asemeja una fortaleza de gruesos sillares y gárgolas en forma de cañón.

Todo lo que nos rodea está cargado de historia, de rancio abolengo – no me acordaba de esta bella expresión – de un hospital abandonado de fachada neogótica tras los terremotos del XIX y una bellísima pared esgrafiada a la que una grieta vertical cubierta por una malla amenaza derrumbar, mientras la joya plateresca de la portada de la misma iglesia del Sagrario se deshace en la autodestrucción de la piedra arenisca, que el simple viento, el salitre y las cagadas de las palomas hacen el resto.

Foto: Vista del hotel diseñado por Moneo. (M. V.) Opinión
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Llegamos al Thyssen. La Fundación Unicaja patrocina una exposición temporal de pintura belga del museo D'Ixelles, “Del impresionismo a Magritte”. De un tiempo acá el museo Thyssen ha emprendido un vuelo elevado, grácil, docto, inteligente y culto, que en nada se asemeja al planeo gallináceo que mantuvo durante un periodo de luchas internas. Lo que el Thyssen ofrece en la actualidad en sus exposiciones temporales, una vez que el orden y el canon se han impuesto, suele ser de muy alto nivel. Y la Fundación Unicaja empieza a volar suelta y ágil. Uno, a estas alturas, está un poco cansado de impresionismo. Y el belga es extraordinariamente triste. Por lo que tampoco pasamos mucho tiempo en su contemplación.

Chema, Pablo y yo jugamos a pensar qué nos llevaríamos si fuera posible robar algo. Al fin y al cabo eso hizo Eugenio D'Ors en “Tres horas en el Museo del Prado “cuando eligió para salvar en caso de incendio El Tránsito de la Virgen de Mantegna. Xenius no podía jugar a robar ni en bromas. Cuando llegamos a las dos últimas salas, los tres decidimos que nos las llevaríamos completas, con todo lo que encierran. Mi amigo Chema es un hombre culto, profundo, pensador. Pero que un chico de doce años se quede extasiado ante Ensor, Magritte y Paul Delvaux, que se maraville ante el surrealismo y pregunte por la manzana y las diosas olímpicas convertidas en cortesanas con fondos de primitivos flamencos, que admire los espacios vacíos, que recuerdan algunas arquitecturas de Rafael del que no ha oído hablar, demuestran que el genio es rápidamente percibido por claras inteligencias y que el genio se hace comprender hasta por un niño. Hay esperanzas.

El cielo de otoño en Málaga suele ser de color celeste, interrumpido aquí y allá por nubes algodonosas limpiamente blancas, casi lechosas, como las que aparecen en los cuadros de Magritte en el verano belga. Si existe un lugar del mundo que pueda ser lo opuesto a Bruselas es Málaga. El silencio de las calles bruselenses, el vacío, la soledad, la escasa expresividad belga, la piel blanquecina, el cabello lacio y pajizo, los ojos glaucos tras los cristales de gafas de montura aérea, el tibio sol que entra por las ventanas de guillotina cubiertas de la mitad hacia abajo por visillos de encajes que cuelgan de barras doradas, a cuya luz las mismas mujeres llevan tejiendo quinientos años y el olor a chocolate caliente conforman el paisaje burgués de un inexistente país, llamado Bélgica.

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