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El recuerdo de la belleza
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Mariano Vergara

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El recuerdo de la belleza

Uno tiende a refugiarse en la nostalgia, huyendo del aquí y del presente, de este vivir sin vivir, de este embozado silencio, que, por no ser, no es ni insufrible

Foto: La plaza de San Marcos en Venecia, vista del Gran Canal, de Eugene Boudin
La plaza de San Marcos en Venecia, vista del Gran Canal, de Eugene Boudin
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La nostalgia de días pasados en felices veranos de envidiable salud y gratas noches de luna llena conduce indefectiblemente a la melancolía, ese estado anímico vago y sosegado de permanente tristeza y desinterés por todo lo que nos rodea. Así van transcurriendo los días de este tiempo hueco, como los hombres en el poema de Elliott, The hollow men, durante las largas horas que pasamos en el aburrimiento cósmico del bochorno por conductas públicas insoportables y casi indiferentes a la contemplación de un mundo que se derrumba a nuestro alrededor. Y tratamos de atrapar, como sea, el recuerdo de horas felices, que acorten la pesadumbre que alarga nuestras horas por tantas causas, que hemos dejado crecer en torno, sin arrancar las malas hierbas que nos asfixian. “Amarga es hoy la paz que el rencor de ayer aquieta”, escribió el cisne del Avon hace cinco siglos. Y uno tiende a refugiarse en la nostalgia del recuerdo de lugares de plácida belleza, huyendo del aquí y del presente, de este vivir sin vivir, de este embozado silencio, que, por no ser, no es ni insufrible. Simplemente, no es.

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Mientras escribo, escucho la voz de cristal purísimo de Philippe Jaroussky, que canta “Vedró con mío diletto…”, “veré a mi amada…”, que en mi caso no es otra que Italia, el lago de Garda, Sirmione. Y creo estar allí y que la fortaleza Scaliggera oculta el sol sobre las aguas del lago, mientras en las Grutas de Catulo, unos submarinistas sacan una estatua romana de bronce, que permaneció 2.000 años en la tumba del fondo fangoso, el mismo que el de Saló, la ciudad provinciana que albergó los últimos días de Mussolini en la orilla opuesta. La belleza es deslumbrante, ni se me ocurre pensar en la irritante película de Passsolini. Atravieso en sueños una calle metafísica y desierta de Giorgio De Chirico, como un sonámbulo. Y no sé qué es realidad, o recuerdos, o lecturas, o cine. Mucho gran cine italiano de Bertolucci, Visconti, Rossellini, Antonioni, pasando por Guadagnino, como el centro de gravedad permanente. Stendhal, Bassani, Byron, Praxiteles y Verdi, el grande, nacido en Parma, paisano de nuestra Maria Luisa y cuyo teatro Reggio es el más temido por los cantantes de ópera del mundo.

Los personajes, los lugares y las circunstancias se confunden en mi memoria, como el río de Heráclito, y las Crónicas Italianas de Eugenio Montes y Terenci Moix, tanta literatura, tanto arte y tanta historia como la batalla de Piave y hasta Craxi, el “compromesso storico” y el pentapartito. Una cocinera que se llama Mafalda y un jardinero que se llama Anquises. ¿Cabe más? Sí. Una madre cultísima leyendo El Decamerón, mientras hunde sus dedos maternales en el cabello ondulado de un hijo adolescente… Siento en mi entorno la presencia de Horacio, Virgilio, Catulo, Winckelman, Woelflin… Todo es civilidad, cultura, ternura, amor, compasión, desgarro, piel, tacto, veranos y almuerzos a la sombra de un magnolio en una finca con alberca, el tiempo perdido y nunca reencontrado, la conversación que habríamos querido tener con nuestro padre y nunca tuvimos. El recuerdo de Garda se mezcla en mi memoria con el remedo del jardín de los Finzi-Contini en la judía y bellísima Ferrara, donde vagan los espíritus de Alberto, Micol y Gianpiero, donde reinó la bellísima Isabel de Este, referencia del refinamiento, la cultura y la moda y hasta de la alta política, que tuvieron que sufrir en sus carnes Luis XII y Francisco I de Francia, pintada por Leonardo y por Tiziano y en cuya corte de Mantua convivían Rafael, Mantegna y Giulio Romano. Allí, los Gonzaga ejercían de grandes duques y de allí surgió Luis Gonzaga, jesuita muerto a los veintitrés años y cuya vida, junto a la de Estanislao de Kostka, eran modelos a seguir en nuestra existencia adolescente colegial.

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Las grandes cortesanas, como los santos, proliferaban en las nobles familias del norte. Como las altísimas torres de sus ciudades, como la Garisenda y la Asinelli de Bolonia, reminiscencias de las ciento ochenta que llegó a haber en Bolonia, cerca de San Petronio, donde Carlos I fue coronado emperador, y en las calles porticadas, que resguardan elegantes joyerías que, en escaparates forrados de seda por los que asoma la cabeza plateada de un distinguido señor, muestran joyas antiguas en estuches de terciopelo. Y al final de la calle aparece San Clemente de los Españoles, el Real Colegio fundado por el cardenal Gil de Albornoz, cuando la ciudad era el centro del saber del sur de Europa y aún continúa siendo la sede de los más selectos bolonios. Bolonia la roja, por la salsa de la pasta, por el rojo Ferrari, con sede en Maranello en las afueras de la ciudad, y porque la derecha nunca ganó unas elecciones en la ciudad, que sufrió uno de los atentados más salvajes de los años de fuego, cuando las Brigadas Rojas, la extrema derecha y los servicios secretos del Estado se entremezclaban en una espesa y confusa enredadera.

Santos, como Antonio de Padua, que era portugués. Y condotieros, como Gattamelata, cuya estatua ecuestre de Donatello se alza soberbia ante la iglesia del santo. Padua, cuna de Palladio, padre de la arquitectura moderna, sabio constructor de la Villa Rotonda en Vicenza. Padua, en la que la capilla de los Scrovegni encierra los frescos de Giotto, con azules que el cielo envidia, pintados por la misma época en la que en Constantinopla se construía la opus musivaria, los mosaicos bizantinos de Chora. Y si de bizantinos hablamos, el sueño de los mosaicos de Ravena, con Justiniano y Teodora y Belisario y el mausoleo de Gala Placidia. ¿Ha existido alguna vez algo comparable a Bizancio?

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Veo a Siena, que orgullosamente exhibe la catedral más delicada del mundo y cuyos suelos y pavimentos son de tal belleza que solo se descubren unos días al año. La ciudad de Catalina, la compañera de Francisco, a los que una almibarada película de Zefirelli, mostraba un lado edulcorado de dos personajes que literalmente se despojaron de todo y fueron con los más pobres de la tierra, porque eran tan aguerridos como los corredores del Palio. Siena, la de la Academia Chigiana, uno de los templos de la música del mundo, en que enseñó Antonio Vivaldi, músico véneto, según reza una lápida en la pared, mientras el sol va ocultándose en el tramonto tras la iglesia de San Doménico.

Y en mi duermevela el Canal Grande y Santa Maria della Salute a mis pies… Venecia, la decadencia y la melancolía por un pasado glorioso se esconden en las esquinas de los canales pútridos, como si de una niebla enferma del Adriático se tratase. Entre la belleza infinita de esta ciudad sumida en un sopor cercano a la muerte, guardo un lugar especial para Santa Maria dei Frari. No por conservar el corazón del gran Antonio Canova, ni por la sepultura de Monteverdi, ni por el sepulcro de los dogos Dandolo y Fóscari, sino por la inmensa Ascensión de la Virgen de Tiziano, el mayor retablo de la ciudad, cuya calidad fue puesta en duda por los monjes y un enviado de Carlos V, que ya cercaba al artista, ofreció sin éxito el precio que quisieran. El efecto de la luz en los tres planos que componen el cuadro, construido en forma piramidal por influencia de Rafael es de una extraordinaria diversidad de claridades, que iluminan de formas diferentes los rojos y azules predominantes, según el lugar que ocupan en la composición.

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Creo que Visconti se equivocó con Turner y Mahler, tan ajenos en sí a la tradición veneciana, en su desoladora Muerte en Venecia. Canaletto o Guardi, podrían haber sustituido al inglés, a pesar del turbador efecto en medio de la niebla mórbida. Y en vez de Mahler, habría usado el aria de la ópera Il Giustino de Vivaldi. Imaginar a Philippe Jaroussky cantando solo en la playa del Lido “e se dal caro oggetto / lungi convien che sia /sospireró penando /ogni momento”, mientras Aschembach muere, resultaría cuanto menos consolador.

La belleza pretende consolar la soledad. Y suele conseguirlo.

La nostalgia de días pasados en felices veranos de envidiable salud y gratas noches de luna llena conduce indefectiblemente a la melancolía, ese estado anímico vago y sosegado de permanente tristeza y desinterés por todo lo que nos rodea. Así van transcurriendo los días de este tiempo hueco, como los hombres en el poema de Elliott, The hollow men, durante las largas horas que pasamos en el aburrimiento cósmico del bochorno por conductas públicas insoportables y casi indiferentes a la contemplación de un mundo que se derrumba a nuestro alrededor. Y tratamos de atrapar, como sea, el recuerdo de horas felices, que acorten la pesadumbre que alarga nuestras horas por tantas causas, que hemos dejado crecer en torno, sin arrancar las malas hierbas que nos asfixian. “Amarga es hoy la paz que el rencor de ayer aquieta”, escribió el cisne del Avon hace cinco siglos. Y uno tiende a refugiarse en la nostalgia del recuerdo de lugares de plácida belleza, huyendo del aquí y del presente, de este vivir sin vivir, de este embozado silencio, que, por no ser, no es ni insufrible. Simplemente, no es.

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