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La recuperación del centro histórico de Málaga, que comenzó hace muchos años a partir de la peatonalización de calle Larios, ha ido expandiéndose lenta pero progresivamente

Foto: Plaza de la Higuera, en Málaga. (Museo Picasso)
Plaza de la Higuera, en Málaga. (Museo Picasso)
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Que la restauración y rehabilitación de inmuebles y barrios traen consigo la alegría, la cultura y la civilización de antaño, perdidas por el paso del tiempo y la incuria secular, es algo que no necesita comprobaciones científicas, sino una simple constatación visual, un paseo mañanero de sábado, un caminar sin rumbo fijo por zonas hasta hace poco incluso físicamente peligrosas. Lo que Baudelaire llamaba "flaneur". La recuperación del centro histórico de Málaga, que comenzó hace muchos años a partir de la peatonalización de calle Larios, ha ido expandiéndose lenta pero progresivamente como las ondas circulares que produce una piedra arrojada a una tranquila superficie acuática.

En este caso los círculos han tenido una más lenta expansión porque la piedra había que arrojarla sobre una especie de espeso lodazal de casas en ruinas, solares abandonados, marquesinas y puertas metálicas oxidadas, cableado aéreo inútil, colonias de gatos callejeros que convivían casi armónicamente con centenares de ratas como liebres y, en general, como sobre el panorama de una ciudad bombardeada.

Todo eso ha ido cambiando con el paso del tiempo, lentamente, pero avanzando con firmeza y determinación hasta llegar al punto actual en el que, aun faltando tanto por hacer y restando todavía por retirar mucho de lo arriba descrito, el paisaje urbano de la ciudad presenta un aspecto que en algún caso extremo llega hasta la hermosura. La belleza ha vuelto a muchas calles de Málaga. Y con ello han aparecido, renacidos, o simplemente se han creado verdaderos rincones en los que uno se siente plenamente feliz, integrado en un conjunto armónico, inserto en un laberinto de callejuelas, placetas y rincones, que invitan a la ensoñación, a perder el tiempo plácidamente, que es una culta forma de vivir incluso sin necesidad de mirar al mar.

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Piensen en la metafísica plaza de la Higuera – pocas veces tan pocos elementos han lucido tanto, como en un espacio de Giorgio De Chirico - en los cubos blancos del Picasso frente al Teatro Romano y la Alcazaba, mil años en la vertical de cien metros, el pétreo patio rotundo del Museo de Bellas Artes, que parece esperar la llegada de Carlos III portando alguna joya de Pompeya para allí depositarla, el lateral de la Catedral dando al Postigo de los Abades, que los que han estado en Petra identifican inmediatamente como gemelo del palacio de los nabateos, la grandiosa monumentalidad de la plaza del Obispo, que recuerda a Italia hasta en el intento de reposo en una terraza tomando un vino blanco helado, aunque también es posible que una rumana entone una monótona salmodia de la iglesia ortodoxa, o un pobre drogadicto cante incansable y desaforadamente Cantinero de Cuba, ataquen las vendedoras de lotería y fenómenos similares propios de los puertos mediterráneos que tanto nos hermanan con Nápoles, Atenas, Palermo o Génova. Pura latinidad, carteristas incluidos.

Pero continúen el paseo y adéntrense en la calle Compañía, dejando a un lado el aula de Picasso, la Casa del Consulado con su imponente rejería y su aire masónico, el Ateneo por cuyas escaleras suben y bajan modernos de todo tipo, la iglesia del Santo Cristo de la Salud en la también sospechosa perfección geométrica de sus ocho lados en planta, la belleza de su bóveda que cubre tanto a fieles al Santísimo Sacramento, como a turistas despistados e incansables peticionarios de milagros a San Judas Tadeo, que harán la siguiente parada peticionaria en la tumba del padre Arnaiz en el neogótico jesuítico, tras pasar por el Palacio de Villalón, antes Almacenes Álvarez tan parecido, en su atmósfera al antiguo Sepu de la Gran Vía de Madrid y hoy Museo Thyssen. Esta calle tiene un cierto rastro a incienso jesuita y una equilibrada sombra a triángulo de logia.

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A partir de ahí se entra en una zona tranquila, de jardines verticales en la plaza del Pericón, el Muro de San Julián y el de las Catalinas, donde iban las manolas, las tres y las cuatro solas… Tiendas antiguas en las que aún se venden bombillas y lazos de pasamanería, botones, madejas de lana, ese pequeño comercio tan lleno de humanidad y encanto como el que también permanece en calle San Juan a los pies de la esbelta torre neoclásica, o Calderón de la Barca, el bellísimo palacio que alberga Artes Populares, la delicia de un vermut conversando con Mané en el Almacén del Indiano, uno de esos nombres que permanecen contra viento y marea de llao llao y otros pretendidos yogures, que recuerdan siglos de gloria pasada como Ultramarinos La Cubana, La Costa Azul, la librería Cervantes, o la casi vienesa heladería de Casa Mira que Fernando ha recreado en calle Andrés Pérez con restos del pasado de la Farmacia Laza…

Ay, aquella burguesía ilustrada del centro y del Limonar que sufrió más de lo que nadie se imagina en la guerra y en la inmediata posguerra, porque por ser liberales, no eran buenos ni para los unos, ni para los otros. Y si quieren comprobarlo, vayan a ver Caleta Palace al Albeniz, en la que José Antonio Hergueta y Leticia Salvago siguen ahondando en la investigación de la herida de aquel tiempo, que parece haberse enconado de nuevo con la maldición cainita de un puro cambalache mercantil.

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No se detengan, ni permitan que les detengan. Continúen adelante en esta paseata porque después de tiendecitas de gusto pequeño y recoleto, incluso de instrumentos musicales, vamos a la librería que hace honor a una ciudad antaño calumniada como analfabeta por lamentables vecinas, que continuaban ancladas en la llegada del galeón de Manila al que todavía parecen esperar vanamente por si llega algún paipay de nácar.

La ciudad de las tabernas, la Málaga cantaora exhibe hoy orgullosamente la más hermosa, viva, alegre y joven tienda de libros y objetos relacionados con los sueños, Mapas y Compañía, en un inteligente juego de palabras que aúna el comercio, con el mundo de los viajes soñados y nunca realizados, salvo por los jesuitas que se esparcieron por el mundo y que dan nombre a la calle. Decenas de globos aerostáticos de vivos colores cuelgan del techo, mientras algunas maquetas de viejos aeroplanos se internan entre los globos en una insólita y ensoñadora imposibilidad poética.

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Estanterías de madera, ese material noble, de olor culto y descansada visión, repletas de libros. Libros, el más inteligente medio de transmisión del conocimiento que el hombre nunca ha inventado. Libros, bellísimos papeles de escritura, Morris para empapelar paredes, cuentos de Navidad victorianos, Puck que corretea juguetón entre lapiceros y plumieres como en el sueño de la noche de un verano, que se ha vuelto eterno. Flush, el perro de Elizabeth Barret, dormita junto a las cartas de Virginia Wolf en su propia habitación y Lytton Strachey mira a un adolescente por sobre el hombro de Carrington.

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Globos terráqueos de todos los tamaños, materiales y colores hacen soñar a los niños con viajes que les llevarán a la Patagonia con Bruce Chatwin, mientras una joven blanquecina de pelo rojizo prerrafaelita envuelve libros para regalos con papel de estraza y cuerda, como debe ser, porque siempre ha sido así y lo que funciona y es bello no debe ser cambiado nunca. Porque destruir es fácil y construir muy difícil. Giordano Bruno descansa junto a Emily Dickinson, que se sitúa cerca de una casa de muñecas similar a aquella en la que ella misma se encerró en vida para escribir versos de alto dolor, que uno aprendió junto a Robert Frost y Dylan Thomas en aquella gloriosa canción de Simon y Garfunkel en los sesenta como en una triste acuarela en una pared bañada en sombras al atardecer junto a una chimenea apagada.

Y el paseante casi feliz sale cambiado de allí, del espacio no muy grande en el que se presentan libros y se compran caleidoscopios, plumillas, tinta china, papel de Amalfi y sobres de colores. Los visitantes, que nunca salen con las manos vacías, son tantos, que Cuqui hace una señal a Juanjo y se coloca en la puerta de entrada un hermoso cartel - no hay nada feo en mi hermosa librería – que simplemente proclama "Aforo limitado". Pues eso.

Que la restauración y rehabilitación de inmuebles y barrios traen consigo la alegría, la cultura y la civilización de antaño, perdidas por el paso del tiempo y la incuria secular, es algo que no necesita comprobaciones científicas, sino una simple constatación visual, un paseo mañanero de sábado, un caminar sin rumbo fijo por zonas hasta hace poco incluso físicamente peligrosas. Lo que Baudelaire llamaba "flaneur". La recuperación del centro histórico de Málaga, que comenzó hace muchos años a partir de la peatonalización de calle Larios, ha ido expandiéndose lenta pero progresivamente como las ondas circulares que produce una piedra arrojada a una tranquila superficie acuática.

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