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Descanso del cuerpo y del alma
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Mariano Vergara

Al sur del sur

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Descanso del cuerpo y del alma

La carga de desprecio, producto de la ignorancia, que muchos de habitantes de la península sentían hacia uno de los lugares más hermosos y civilizados de España, era de tal magnitud, que ahora que las cosas han cambiado

Foto: La hermosa playa de Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria. (EFE/Elvira Urquijo A.)
La hermosa playa de Las Canteras, en Las Palmas de Gran Canaria. (EFE/Elvira Urquijo A.)
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Al sur del sur existe un lugar, que hasta hace pocos siglos constituía algo parecido a un mito, hasta llegar a ser considerado como los últimos restos de la Atlántida, suponiendo que esta existiera alguna vez. Ese lugar, en realidad ocho lugares y algunos islotes y roques, son las islas Canarias, bastante desconocidas para muchos peninsulares –lo que antes los canarios llamaban "un godo hediondo" (aspírese la hache al pronunciarlo)– con toda la razón del mundo. La carga de desprecio producto de la ignorancia, que muchos de los habitantes de la península sentían hacia uno de los lugares más hermosos y civilizados de España era de tal magnitud, que ahora que las cosas han cambiado, puede sonar absurdo que a uno, que lleva treinta y cinco años yendo allí a descansar el cuerpo y el alma con frecuencia que desearía más intensa, han llegado a preguntarle alguna vez que "si había aborígenes". Por supuesto, desconociendo lo que eso pueda significar, puesto que todos somos aborígenes del suelo en que vivimos, si en él hemos nacido.

Pero como para hablar de las islas necesitaría un espacio y un tiempo del que actualmente carezco, solo voy a contarles algo de una ciudad que ocupa el más hondo rincón de mi corazón, Las Palmas de Gran Canaria, que los que antes iban a comprar transistores y televisores consideraban un lugar en el que se comía mal y en el que había poco que hacer. Miren, la mejor playa urbana de España es Las Canteras, una bahía de cuatro kilómetros de longitud cerrada por un arrecife al que llaman “la barra”, que con las grandes mareas oceánicas se convierte en una gigantesca piscina de aguas cristalinas plateadas en las que al atardecer se divisa la montaña de Guía, que parece la sombra del lejano Teide gigante. Al final del paseo que uno ha recorrido cientos de veces, plantado como una fortaleza, el Auditorio Alfredo Kraus, hijo de esta tierra de razas fundidas y mezcladas que produce ejemplares humanos de insoportable belleza, obra de Óscar Tusquets, construido por ese hombre bonachón, masónicamente inteligente, gordinflón como toda la buena gente, irónico conversador y culto hasta la extenuación, que fue Jerónimo Saavedra, que conocía el Festival de Salzburgo casi como Von Karajan. A él debe el archipiélago, el más importante festival de alta música de este país sin oído, junto al de Granada. Esto es así, lo quieran o no los habitantes de otros lugares, que hablan y hablan sobre otros palaus, marcos excepcionales y canteras o jardines con más o menos sentido. Para construir un festival como el de Canarias, por no decir Las Palmas, hace falta saber de música, al menos la mitad de lo que sabía Jerónimo, el primer gran político español que no tuvo el menor problema en salir de un armario en el que nunca había entrado.

Foto: Panorámica de La Orotava el Puerto de la Cruz, en Tenerife. (EFE/Alberto Valdés)

Dejen ahora el Puerto, que abarca "el Muelle", en el que atracan los gigantescos transportes contenedores, los cruceros desde antiguo, las plataformas petrolíferas, que iluminadas de noche hacen recordar a Blade Runner, las flotas pesqueras coreanas y japonesas, como antes la rusa, en el que se hicieron ricos muchos contrabandistas, que llamaba Galdós, otro hijo de la ciudad, el más grande novelista español después de Cervantes y sin el que el XIX es un tiempo incomprensible, que es lo mismo que cuando en Málaga decíamos "ir a Málaga", como si se tratara de otra ciudad, o en Sevilla cruzar el río de Triana a Sevilla. Localismos que hacen que la vida alcance una extensión que puede que en la realidad no tengan, pero sí en el corazón que la abarca. Vayan a Las Palmas y llegarán a Triana, el barrio comercial, cosmopolita y bullanguero, que empieza en el Parque de San Telmo con su bellísimo Kiosco modernista, obra del arquitecto Rafael Massanet y Faus, abuelo de mi querida Cati, que construyó junto a su cuñado Fernando Navarro la ciudad modernista pujante y cosmopolita, en la que las tiendas de lanas inglesas y deslumbrantes joyerías competían en excelencia y elegancia sin darle la menor importancia. Porque esa es una de las señas de identidad de esta ciudad en la que en tiempos represivos y asfixiantes, burlones y despreciativos hacia el diferente, miles de peninsulares y españoles todos encontramos la libertad y el sosiego, la tranquilidad de espíritu y el orgullo, que en aquellos años era un adjetivo que no se utilizaba, ni casi se conocía y que en aquella bendita tierra no hacía falta ni mencionar.

Junto a la radiante joyita de la iglesia del mismo nombre marinero en la que un retablo que en nada envidia al más delirante barroco hispano refleja las maquetas de los barcos que cuelgan del techo de artesonado mudéjar, de aire andaluz tan presente en toda la ciudad como en la calle en codo de Juan de la Algaba en pleno barrio de Vegueta en el que suenan las campanas de la Catedral de Santa Ana, junto con las de la Audiencia en una plaza de puertas enmarcadas por castillos y leones en piedra negra de las canteras de Arucas. Apellidos y títulos que se mantienen como en tiempos de la conquista, mientras la ciudad evolucionaba en su aire masónico del Gabinete Literario. Una ciudad que tenía sus propios historiadores, sus literatos, sus poetas, sus excelsos pintores, sus calles adoquinadas en las que los sordos pasos propios se mezclan con el murmullo del agua del templete de la plaza del Espíritu Santo, o la fuente de la plaza de Santo Domingo en el silencio solemne de los lugares recónditos y apartados del vulgar ruido mundanal. Y el Hotel Santa Catalina, restaurado como se restaura una joya, no convirtiéndola en otra cosa de fea apariencia, sino enjoyándola con un mural de Fernando Álamo de gigantescas rosas restallantes en una especie de claustro con un cierto aire colonial de tierras lejanas, casi del imperio británico en el bar inglés, o en el Club Churchill, que hasta eso poseen en su inteligente indiferencia. Y la calle Calvo que aún conserva las casas con gárgolas en forma de cañones de piedra por la que me gusta callejear hasta la librería del Cabildo Insular en la que compré por última vez la correspondencia entre Galdós y doña Emilia Pardo Bazán, que en momentos alcanza una efervescente ebullición de agua hirviendo.

Foto: El artista Fernando Álamo. (EFE/Cristóbal García) Opinión
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Y dejo para el final a los Austrias. Sí, a la dinastía. Porque en la espaciosa iglesia de San Francisco, antecedida por un hermoso monumento a Colón, en medio de una plaza de aires sosegados y altas palmeras de tranquila plenitud, que la analfabeta furia iconoclasta aún no ha derribado, hay una pieza que por sí sola merece ir a aquella lejana ciudad. Rodeada por imágenes de Luján Pérez, el Salzillo canario, se venera una bellísima dolorosa de autor desconocido, aire flamenco, de nombre tan hermoso como la Soledad de la Portería, ataviada desde siempre como Mariana de Austria en los cuadros de Carreño de Miranda y Pantoja de la Cruz con saya y manto de terciopelo negro y rostrillo blanco enmarcando un rostro adolorido en un gesto de hierática majestad. Allí la posible influencia inglesa queda frenada en seco, porque esa virgen no puede ser más que española, si además sus camareras se apellidan Manrique de Lara. Y allí permanezco un rato en absorta y muda contemplación. Cuando me acuerdo, le rezo.

Al sur del sur existe un lugar, que hasta hace pocos siglos constituía algo parecido a un mito, hasta llegar a ser considerado como los últimos restos de la Atlántida, suponiendo que esta existiera alguna vez. Ese lugar, en realidad ocho lugares y algunos islotes y roques, son las islas Canarias, bastante desconocidas para muchos peninsulares –lo que antes los canarios llamaban "un godo hediondo" (aspírese la hache al pronunciarlo)– con toda la razón del mundo. La carga de desprecio producto de la ignorancia, que muchos de los habitantes de la península sentían hacia uno de los lugares más hermosos y civilizados de España era de tal magnitud, que ahora que las cosas han cambiado, puede sonar absurdo que a uno, que lleva treinta y cinco años yendo allí a descansar el cuerpo y el alma con frecuencia que desearía más intensa, han llegado a preguntarle alguna vez que "si había aborígenes". Por supuesto, desconociendo lo que eso pueda significar, puesto que todos somos aborígenes del suelo en que vivimos, si en él hemos nacido.

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