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Al sur del sur
Por
Bellísimo barroco y profunda melancolía
Bajo las lluvias andaluzas, la melancolía y la historia se entrelazan en un recorrido por pueblos barrocos, paisajes eternos y memorias perdidas
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En estas semanas de intensas y repetidas lluvias, que asolan campos resecos, tienen los anchos pueblos andaluces un cierto aire de soledad y tristeza. Los mismos que en las estaciones soleadas parecen blancas sábanas tendidas a secar sobre la retama de los olivares, presentan ahora un aspecto de haber sido removidos por el viento y dejados al albur, de cualquier manera, como trapos que nadie va a vestir nunca, ni a nadie importa que se oreen.
Las altas torres construidas a modo de remedadas giraldas de las ciudades de las Sierras Subbéticas, se yerguen con esa elegancia ajada de las clases altas venidas a menos. Hasta el verde de los olivos presenta un tono verde oscuro, más que intenso, parduzco. Pero nada, ni nadie puede eliminar la belleza añeja, ni el estilo, ni la solera, ni la indolencia y despreocupación ante el panorama actual, porque todos saben que la primavera llegará sin avisar en cualquier momento, de forma inesperada, sea el veintiuno o el treinta de marzo. Pero llegará restallante cuando aparezcan las primeras flores de amarillo encendido y vuelvan los olores intensos de un aire que tiene mucho de montes griegos y deidades a las que por supuesto se veneran.
En la labor incansable de mostrar los motivos y las causas del amor a una tierra y el orgullo de haber nacido y vivir en ella, una pequeña empresa de gestión cultural, creada por soñadores y asediada por burócratas de una feroz administración, que dice defender a un pueblo y ser parte de todos, cuando en realidad es solo una gigantesca máquina de picar carne de múltiples y canibalescas formas, para con el producto de su trituración dedicarse a la perversión en cualquiera de sus variadas modalidades, pero unidas siempre por la zafiedad y el mal olor del sexo en su forma más prostituida, hemos ido recorriendo bellísimos lugares que la mayoría de nosotros no conocíamos y que, por despreciar cuanto ignoramos, nos importaban un bledo.
Itálica, Sancti Petri, Osuna, Carmona, Écija, lugares de resonancias tan antiguas que desaparecen en el pasado, entre ruinas de anfiteatros, columnas romanas utilizadas siglos después por los musulmanes, castillos defensivos en alcores aislados en medio de anchas llanuras y vegas cruzadas por antiguos ríos. En la última ocasión hemos estado en un bellísimo lugar, Priego de Córdoba, donde el barroco alcanza proporciones centroeuropeas o hispanas y donde el aceite, ahora denominado AOVE por orden de algún funcionario, que posiblemente nunca haya visto un olivo milenario, consigue un aroma profundo, casi como un perfume, un verde intenso y un sabor de múltiples recuerdos.
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Priego es una ciudad señorial, calificativo muy común en Andalucía, casi siempre utilizado de forma adecuada, que alcanzó un alto nivel de vida y desarrollo en el XVII y XVIII, no solo por el aceite, sino por el cultivo de las moreras, con las que se criaban gusanos de seda, que llevó al pueblo a producir textiles de extraordinaria calidad, hasta que la competencia con los textiles catalanes de métodos industriales, hizo quebrar aquella pujante riqueza. Mientras aquella realidad no fue un sueño, el nivel de belleza en la arquitectura de edificios palaciegos, conventos, iglesias y fuentes, más que dignas de figurar entre las más hermosas de los jardines de La Granja, convirtieron aquel lugar en pura belleza.
Una belleza que alcanza momentos insospechados en la sacristía de la Asunción, cuando uno cree estar en Austria o Baviera, en San Francisco, en la Fuente del Rey, en la de la Salud cuyo trazado hace recordar a Roma, incluso a la Piazza Navona, en el Adarve y el Castillo desde los que se contempla la profundidad del campo cordobés...
En Priego nació don Niceto Alcalá-Zamora, primer Presidente de la II República Española y en su casa natal, de formas y aires de alta burguesía, con un bellísimo jardín interior de sentir romántico, muebles de época, suelos de una limpieza pulida como los de un convento andaluz, porque algo de conventual tiene el caserón familiar, el corazón se encoge y el alma se dilata en el pensamiento de la enésima ocasión perdida por este país aún llamado España.
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¿Qué pudo llevar a una República, que preside un señor inteligente, culto, que toma posesión de su cargo con frac y condecoraciones, como si España fuera un país normal europeo, a aquella orgía de sangre y muerte?, ¿Cómo un régimen político cuyo primer Presidente es un burgués elegante y atildado pudo degenerar en las checas, los paredones, el terror rojo y el posterior terror azul?, ¿Qué clase de odio uterino llevamos dentro, que de nuevo algunos miserables descerebrados pretenden que vuelva a brotar?
Y uno recorre la casa en silencio, y la gente calla, y el respeto se palpa, y uno comprueba que está en un hogar burgués y católico, en el que la bellísima cama matrimonial de forja dorada cordobesa está encabezada por un crucifijo en hornacina de madera de pan de oro. Y el silencio se hace más intenso. Y todos entramos en su despacho casi con temor reverencial, contemplando honores, títulos académicos, pergaminos honoríficos y la pregunta se hace aún más incisiva y martilleante, cuando la bandera republicana, que actualmente utilizan como arma de insulto unos y otros en las estúpidas manifestaciones de protesta que al Presidente de la República le habrían asqueado, aparece dignísima, altiva, aislada junto a su mesa, con los pliegues caídos del paso del tiempo y hay que explicar a algún descerebrado que el morado no es color podemita, sino el Pendón de Castilla.
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Se abandona la casa en silencio, en ese silencio que produce la contemplación de algo que uno no esperaba encontrar, o al menos de esa forma, con tanta dignidad, con tanta grandeza de soñar en un país libre, como ahora lo somos, aunque haya quienes quieran quebrarlo. Y en cuántos dolores, muertos, amarguras, miserias, pesares y sinsabores de exilio y hambre pudieron haberse evitado. Pero la realidad es que los Besteiro, los Alcalá-Zamora y compañía fueron pocos. Que la Tercera España, la que solo la República, la de Ortega, Pérez de Ayala, Marañón, la Institución Libre de Enseñanza, la de la Residencia de Estudiantes, la de Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Fernando de los Ríos y otros varios tuvieron que abandonar huyendo a veces de los suyos propios, de los que tiraron por la borda la inteligencia y el estudio y la libertad y la democracia.
Ahora uno entiende lo que alguna vez le contó Natalia Jiménez de Cossío en un ataque de indignación. “Nosotros no fuimos nunca exiliados”. Porque su padre, Don Alberto Jiménez Fraud, pasó el resto de su vida en Oxford con un abrigo, frecuentando lo más granado de la intelectualidad europea, porque siempre estuvo acatarrado desde que salió de España, abandonando su biblioteca a la que siempre añoró y el sol de Málaga y huyendo de las patrullas del terror que asolaban las noches de Madrid. Esto también es memoria histórica.
En estas semanas de intensas y repetidas lluvias, que asolan campos resecos, tienen los anchos pueblos andaluces un cierto aire de soledad y tristeza. Los mismos que en las estaciones soleadas parecen blancas sábanas tendidas a secar sobre la retama de los olivares, presentan ahora un aspecto de haber sido removidos por el viento y dejados al albur, de cualquier manera, como trapos que nadie va a vestir nunca, ni a nadie importa que se oreen.