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El Zaguán
Por
El arte de tener razón
Vivimos tiempos de conmigo o contra mí, de fachas o zurdos; antes, debatir era 'La Clave' y ahora lo que se lleva es 'El Chiringuito'. Schopenhauer muestra el camino
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La primera regla del club de las discusiones actuales es que no se trata de demostrar que uno lleva la razón, sino de obstinarse en aclarar que el adversario no la tiene. Da igual la manera. Entretenerse estos días calurosos en la contemplación de las posturas de unos y otros nos muestra por cualquier lado a personas que no se esfuerzan en argumentar, tan solo en aparentar que están en lo cierto cuando el de enfrente defiende lo contrario.
Y aquí no caben las dudas. O estás conmigo, o contra mí. O eres un facha o un zurdo. Si valoras los pros y contras, eres un tibio. Si afirmas que nadie está en posesión de la verdad absoluta, te conviertes en un equidistante. El término medio ha muerto, viva la polarización. Antes se presumía de correr delante de los grises, ahora de perseguirlos. Como diría el famoso concurso de Les Luthiers: "Quien piensa… pierde".
El paciente cero fue la política, pero el virus de la intolerancia ya se ha extendido a cualquier ámbito. Individuos que no hacen deporte desde que daban Educación Física se permiten alabar o criticar a participantes en los Juegos Olímpicos por su origen o supuestas ideas políticas, no por sus logros. Todo es según el quién, no importa el qué. Antes debatir era 'La Clave' y ahora lo que se lleva es 'El Chiringuito'.
Cada día asistimos a verdaderas acrobacias dialécticas que harían palidecer de envidia a Simone Biles con tal de defender los postulados que tocan. No es ya que pretenda pasar por normal un giro radical de opinión de un día para otro, es que vemos prácticamente cómo se cambia de caballo argumental durante la misma discusión.
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El filósofo alemán Arthur Schopenhauer escribió un pequeño tratado sobre la dialéctica erística, que fue publicado después de su muerte y se conoce como El arte de tener razón. Y parece inspirar a algunos políticos y polemistas profesionales del momento. El libro recoge 38 estratagemas para conseguir el objetivo no de tener la razón, sino de que parezca que la tenemos. De convencer a un espectador imparcial de que estamos en lo cierto, sin importar los métodos ni los recursos utilizados. En ocasiones, hace que El Príncipe de Maquiavelo parezca un cuento infantil.
En él, Schopenhauer afirma que "el interés por la verdad, que en la mayoría de los casos pudo haber sido el único motivo al exponer la tesis supuestamente verdadera, cede ahora del todo a favor del interés por la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero". La conclusión parece una definición sobre el momento actual, en el que lo primordial es ganar la batalla del relato, no hacer ver la realidad. Una mentira disfrazada cotiza más que una verdad.
Recuerda a la estrategia del PSOE después de que el Tribunal Constitucional haya revisado parte de las sentencias del caso de los ERE, al mostrar como una operación política, mediática y judicial unos hechos evidentes, juzgados y condenados. Al hacer una enmienda a la totalidad de una realidad que, por más que se intente cambiar, es tozuda.
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Uno de mis consejos favoritos de este tratado, por lo explícita que resulta su traslación a la política actual, es el trece, que recoge que "para lograr que el adversario admita una tesis debemos presentarle su opuesta y darle a elegir una de las dos, pero teniendo la desfachatez de proclamar el contraste de forma estridente, de modo que, para no ser paradójico, tenga que decidirse por nuestra tesis, que parecerá muy probable en comparación con la otra". Para dejarlo aún más claro, Schopenhauer apostilla: "Es como si comparamos el gris con el negro, y lo llamamos blanco, y luego con el blanco, y lo llamamos negro". Que traducido resulta: vóteme a mí porque si no va a gobernar la ultraderecha o confíe en nosotros, para que no rompan España los izquierdistas radicales, amigos de los terroristas y separatistas.
La estratagema número 32 apuntada por el filósofo casi arranca una sonrisa si uno la trae al presente. "Una forma rápida de invalidar o, al menos, hacer sospechosa una afirmación del adversario que no nos conviene es subsumirla bajo una categoría aborrecible con la que pueda tener alguna semejanza, con la que se la relaciona sin más: por ejemplo ‘esto es maniqueísmo, esto es arrianismo…". ¿Les suena? Esto es fascismo, esto es la máquina del fango, esto es bolivariano…
Aunque lo que algunos parecen haber leído con más atención es el truco que cierra el libro, apropiado para situaciones desesperadas y seguramente por eso tan usual en nuestros días. Dice así: "Cuando se advierte que el adversario es superior y se tienen las de perder, se procede ofensiva, grosera y ultrajantemente. Es decir, se pasa del objeto de la discusión (puesto que ahí se ha perdido la partida) a la persona del adversario, a la que se ataca de cualquier manera".
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Aquí podríamos relatar multitud de ejemplos, desde la campaña "Moreno Bonilla, yo no te creo" con la que los socialistas criticaban sus políticas de igualdad parafraseando el lema de apoyo a la víctima de "La Manada", al "puteros y cocainómanos" que dedicó un diputado de Vox al PSOE en el Parlamento andaluz o cuando el vicesecretario general del PP andaluz llamó a los ERE "descomunal saqueo a la democracia" y acusó de "comprar votos para seguir gobernando y robar para beneficiarse personalmente ellos, sus familiares, sus amiguetes y su propio partido".
Todo iría mejor si buscáramos encontrar la verdad, no disfrazar la mentira. Si los políticos se preocuparan más de ofrecer argumentos coherentes que zascas. Si los ciudadanos se informaran, valoraran y decidieran, por ese orden. Los valores deben ser sólidos como cimientos, pero las opiniones pueden ser cambiantes como las mareas. Decía Kant que el sabio puede cambiar de opinión, mientras el necio nunca. Felipe González lo llevó más a la calle: “Rectificar es de sabios, pero tener que hacerlo a diario es de necios”.
La primera regla del club de las discusiones actuales es que no se trata de demostrar que uno lleva la razón, sino de obstinarse en aclarar que el adversario no la tiene. Da igual la manera. Entretenerse estos días calurosos en la contemplación de las posturas de unos y otros nos muestra por cualquier lado a personas que no se esfuerzan en argumentar, tan solo en aparentar que están en lo cierto cuando el de enfrente defiende lo contrario.