El Zaguán
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El cupo catalán y la suspensión de la incredulidad
Una cosa son las concesiones de ciudadanos y periodistas a la política como espectáculo y otra distinta es que nos tomen por tontos: cabe exigir responsabilidad e inteligencia
Al afearle sus vaivenes acerca de cuál era la política económica más apropiada para salir con éxito de la Gran Depresión, el célebre economista John Maynard Keynes alegó que “cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión, ¿usted qué hace?”. Una respuesta brillante propia de alguien de quien todo un Premio Nobel como Bertrand Russell dijo que “cuando discutía con él, sentía que mi vida pendía de un hilo”. La frase parece estar de moda en la política actual, aunque haya quien quiera darle la vuelta al argumento y pretenda que, cuando cambia de opinión, sean los hechos los que cambien. Pero la realidad suele ser tozuda como un niño que cree llevar la razón.
Con tanto giro de guion y tantos Diegos donde antes había digos, para seguir la actualidad política muy pronto va a hacer falta un esquema, como ese árbol genealógico que acompañaba a algunas ediciones de “Cien años de soledad” para no perderse entre los reiterativos nombres de las siete generaciones de la familia Buendía. “La cosa se está poniendo, que ya no sé si soy de los nuestros”, como aseguran que sentenció el ex ministro Pío Cabanillas ante la sucesión de cambios drásticos en la sociedad española durante la Transición.
La degeneración de la política ha convertido casi todo en un espectáculo, hasta el punto de que algunos ya le aplican la suspensión de la incredulidad, ese acuerdo tácito entre el autor y el lector o espectador de una obra para asumir que es ficción y no cuestionar la ausencia de realismo. Vamos, lo que permite leer un libro de Harry Potter sin sorprenderse de que hagan hechizos o ver una película policiaca americana sin cuestionar que siempre haya un sitio libre para aparcar en el destino y ni siquiera se preocupen de cerrar el coche.
Pero una cosa es que los periodistas y los ciudadanos decidamos dar esa concesión a la clase política, como quien asiste a un show de magia con la pretensión de sorprenderse olvidando que hay un truco, y otra es que nos tomen por tontos. Asumimos, y hasta agradecemos porque lo contrario sería irrespirable, que en los rifirrafes dialécticos hay mucho de teatralización, aunque todavía haya quien se escandalice porque los adversarios no se escupan a la cara, como hemos comprobado ante las críticas a que Borja Sémper y Gabriel Rufián hablaran distendidamente en el patio del Congreso. Aceptamos, tristemente, que las promesas electorales sean más lemas publicitarios que compromisos con el votante. Y hasta dejamos pasar, como batalla perdida, que el interés cortoplacista prime sobre el sentido de Estado. Pero a veces alguna gota colma el vaso.
Y todo lo que acontece alrededor del cupo catalán, financiación singular, concierto económico o pacto fiscal, táchese lo que no proceda según el gusto, transita peligrosamente de excursión por el abismo del hartazgo. Ya hablamos del teatro de la convocatoria en la Moncloa de Pedro Sánchez a algunos presidentes autonómicos, ahora hemos vivido un “remake” con la ronda de reuniones realizada por Juanma Moreno en San Telmo con los portavoces parlamentarios. En ambos casos, unos y otros acuden a la cita con la única pretensión de hacerse una foto y transmitir su mensaje. Abandonan toda esperanza quienes allí entran, como en la puerta del infierno según Dante, de alcanzar no ya un acuerdo, sino algo parecido al diálogo.
Como la estética importa, en este sentido conviene apuntar que, si bien el fondo es el mismo, las formas son diferentes. Pedro Sánchez, con un Gobierno en minoría, elude convocar la Conferencia de Presidentes, por ahora solo ha citado a tres de ellos en una primera ronda y todavía no ha recibido a algún máximo responsable autonómico pese a llevar más de un año en el cargo, como en el caso de la extremeña María Guardiola. Juanma Moreno, con mayoría absoluta, informó personalmente a todos los portavoces después de su encuentro con el Presidente del Gobierno y ofreció a la oposición una convocatoria mensual para “buscar consensos”.
Nadie escapa, lamentablemente, a los corsés de las estrategias, limitaciones y alianzas nacionales, pero el objetivo debería ser no perder la credibilidad en ello. Juanma Moreno, lógicamente, está condicionado por la decisión que ha tomado la dirección del Partido Popular de hacer un frente común en este asunto y no negociar de manera bilateral, si bien ha querido marcar un perfil propio, por ejemplo, acudiendo a la cita ante la petición de veto y mostrando un talante más de diálogo que de confrontación. Juan Espadas, por su parte, ha optado por seguir al dictado el argumentario de Ferraz, hasta el punto de negar la mayor y llegar a afirmar que “Andalucía no tiene un problema de financiación, sino de mala gestión”, una declaración más propia de un portavoz de Pedro Sánchez que de un representante de los andaluces.
Tanto uno como otro forman parte de esa función teatral diaria que es la política de la hora, ambos defienden sus intereses, pero conviene exigirles tanto responsabilidad como inteligencia. Cuando en 2018 el Parlamento Andaluz promovió un pacto para reclamar un modelo de financiación justa para Andalucía, desde el Gobierno de Susana Díaz al de Mariano Rajoy, Moreno no dudó en firmarlo. Si lo hizo porque pensaba que era lo responsable o por tacticismo electoral, solo lo sabe él, pero lo firmó. Seis años después, cuando quien exige lo mismo es un Gobierno autonómico popular a un Gobierno central socialista, la respuesta de Espadas ha sido decir que Andalucía ya recibe lo que merece.
Los políticos juegan con esa suspensión de la incredulidad, pero conviene no abusar, porque corren el riesgo de que queden al descubierto los hilos, al igual que se ven los cables del arnés de los superhéroes cuando vuelan en las películas de serie Z.
Al afearle sus vaivenes acerca de cuál era la política económica más apropiada para salir con éxito de la Gran Depresión, el célebre economista John Maynard Keynes alegó que “cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión, ¿usted qué hace?”. Una respuesta brillante propia de alguien de quien todo un Premio Nobel como Bertrand Russell dijo que “cuando discutía con él, sentía que mi vida pendía de un hilo”. La frase parece estar de moda en la política actual, aunque haya quien quiera darle la vuelta al argumento y pretenda que, cuando cambia de opinión, sean los hechos los que cambien. Pero la realidad suele ser tozuda como un niño que cree llevar la razón.