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En un abrir y cerrar de ojos
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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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En un abrir y cerrar de ojos

Miren, Juan Valdés Leal hacía de todo. Pintaba, esculpía, tallaba, policromaba, doraba, diseñaba, lo que fuera por llevar un jornal a su casa. Un currante del arte

Foto: Las tentaciones de San Jerónimo. (Valdés Leal)
Las tentaciones de San Jerónimo. (Valdés Leal)

De momento, la vida pasa de momento, de momento, aquí todo es de momento. Hoy me van a acompañar al ritmo de Los Aslándticos y Tomasito para hablarles de lo efímero de la vida a través del arte. Pero también de sambenitos, carteles y etiquetas, que para eso estamos en el país de “por matar un gato, me llamaron matagatos”.

In ictu oculi. En un abrir y cerrar de ojos.

La muerte, implacable y certera.

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Un pie sobre el mundo, sobre todos los que lo habitamos. Otro pie sobre las posesiones materiales. Tejidos, libros, joyas, mis cremas antiarrugas. En una mano, la guadaña, frío acero afilado que cercena amaneceres. La otra mano apaga la luz de nuestra existencia.

En un abrir y cerrar de ojos. En lo que dura un pestañeo.

Así lo pintó Valdés Leal para el Hospital de la Santa Caridad de Sevilla por encargo de Miguel de Mañara, otro personaje que carga con su particular etiqueta de tarambana.

Sevilla y Córdoba, el valle del Guadalquivir de veranos a fuego lento en cazuela de barro, se cruzan en la vida del pintor de la muerte.

El pintor de la muerte.

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Vaya presentación, como para ponerla en el currículum de LinkedIn. La dichosa etiqueta se la colgaría, entre otros, un romántico cordobés, Enrique Romero de Torres, el hermano de Julio.

En Sevilla abre los ojos a la vida y en Sevilla le alcanza la vieja y huesuda conocida. En Córdoba conocerá a la mujer que será su compañera de vida y madre de sus cinco hijos, Isabel Martínez de Morales. Allí se casó, abrió su taller en la calle de la Feria y allí pintó, en la iglesia de San Francisco, un monumental ‘San Andrés’ donde ya se adivinan, tímidamente aún, las señas de identidad de su pintura. El barroco más genuino y teatral.

Que era un malaje, que tenía las manos largas, que nadie quería trabajar con él. Un artista atormentado y violento. Esa es la otra etiqueta que le colgaría cierta literatura empeñada en enfrentarlo a la otra figura de la escuela sevillana de pintura: Murillo. Dice Enrique Valdivieso, catedrático emérito de la Universidad de Sevilla (gracias, profesor, por tanto aprendido) que “Murillo pintaba poco y ganaba mucho y Valdés Leal pintaba mucho y ganaba poco”. Es un perfecto y acertado resumen de lo que les deparó el destino a ambos pintores.

Miren, Juan hacía de todo. Pintaba, esculpía, tallaba, policromaba, doraba, diseñaba, lo que fuera por llevar un jornal a su casa. Un currante del arte.

Retrató con sus pinceles lo feo y lo hermoso con el filtro de un barroco todo fuerza y pasión. La fealdad de los sarracenos que huyen del convento de San Damiano en Asís. Feos de asustar al coco por las noches. Y la belleza más arrebatadora y sensual de La Magdalena, envuelta en ricos tejidos que acarician su piel de nácar bañada por la luz. Dorados, verdes y rojos. Ay, los rojos de Valdés.

¿Cómo no ser el embajador del color de la pasión?

El pintor de la muerte. Y de la vida. Su pincelada suelta, abocetada, libre en ‘Las tentaciones de San Jerónimo’ es casi tan musical como el arpa que toca una de las hermosas mujeres que tientan al santo.

La luz, el color, la belleza irremediable en ‘La liberación de San Pedro’. La luz divina que irradia uno de los más hermosos ángeles pintados jamás. Una luz que alumbra el rostro cansado de San Pedro. La misma luz que se refleja en la armadura de los soldados que duermen al amparo de la oscuridad de la celda. Y el color como vehículo de expresión. Los grises, azulados y ocres en las ropas del santo. Rosados sutiles en la túnica del ángel, blancos etéreos en sus alas y el rojo triunfal de su manto. Podría pasarme la vida posando los ojos en cada una de las pinceladas que envuelven a este ángel que me roba un corazón que es suyo. Hizo más Valdés Leal por mi fe, que todos los sermones escuchados en cuarenta y siete años.

A estas alturas, imagino que ya se habrán enamorado de este Valdés Leal de la vida. Tan de la vida, que nos regaló un manifiesto del Carpe diem en el ‘In ictu oculi’, cumpliendo el encargo de un Miguel de Mañara que, en aras de su compromiso con la caridad, nos legó una joya del mejor barroco en ese santuario del arte que es la iglesia de San Jorge del Hospital de la Santa Caridad de Sevilla.

Terminó Valdés Leal sus días aquejado de apoplejía. Ya no podía sostener los pinceles que habían servido al barroco más terrenal.

Luz, color, vida. Rojo pasión.

Es sábado. Vivan, rían, amen.

Háganlo porque la vida pasa de momento, en un abrir y cerrar de ojos.

De momento, la vida pasa de momento, de momento, aquí todo es de momento. Hoy me van a acompañar al ritmo de Los Aslándticos y Tomasito para hablarles de lo efímero de la vida a través del arte. Pero también de sambenitos, carteles y etiquetas, que para eso estamos en el país de “por matar un gato, me llamaron matagatos”.

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