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Los lirios de Astarté
Por
Río de plata
El Gudalquivir, río de Andalucía. Diagrama en blanco y verde. Espejo que nos devuelve la imagen de todas las civilizaciones que dejaron su firma en el libro de visitas de sus mareas
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Una arteria, una cicatriz, una puerta, un camino. Río de barro salobre para Machado, de barbas granates para Lorca, río del alba para Juan Ramón.
Cronista líquido de la historia de Andalucía.
Tartessos, Baetis, Guadalquivir.
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Río de plata para los fenicios de Tiro, Sidon y Biblos que se establecen en el sur peninsular hacia el siglo IX a. C. fundando Gadir, Sexi, Abdera y Malaca. De oídas conocen al rey de mito y leyenda, Argantonio, dueño del río, “hombre de plata”.
Plata de las minas de Sierra Morena con la que Cartago indemniza a Roma tras la derrota en la Primera Guerra Púnica. Plata para mercenarios de un ejército de turdetanos y túrdulos que hacen frente a un Amílcar Barca que va conquistando el fértil valle del Guadalquivir. Acuático objeto de deseo de romanos y cartagineses.
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“La Bética, así llamada por el río que la cruza por la mitad, aventaja a todas las demás provincias por la riqueza de su aspecto y por cierto esplendor peculiar en su fertilidad…”, así lo explica Plinio para dejar constancia de las bondades de una provincia de importancia fundamental para el Imperio y por cuyo río bajan las maderas de la Sierra de Segura y las ánforas de aceite, las Dresser 20, que riegan de oro líquido las domus romanas y de tierra andaluza el Monte Testaccio.
El río como vía de comunicación, como eje vertebrador y generador de riqueza de la Andalucía medieval que exporta algodón, azafrán, lana cordobesa, cinabrio, mercurio de las minas de Almadén o aceite del Aljarafe andalusí a través del cauce del Río Grande en tiempos de apertura y renovación de los mercados europeos.
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Trascendental y caprichoso, rebelde y ciclotímico, de la sierra y de las marismas.
Cauce de brazos abiertos a la nueva plata de las Indias, hijo mediático del Arenal, puerta de embarque de la Europa moderna, de artistas flamencos, alemanes e italianos, destino de navegantes con nada que perder, de exploradores con mucho que pagar, de malabaristas de la supervivencia, aficionados a soltar amarras y funambulistas de alta mar. Guadalquivir de guadalupanas de convento. Capital flotante del primer mundo globalizado. Alfa y omega de una gesta que dibujó mapas para un nuevo mundo.
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Guadalquivir con secuelas de epidemias que segaron vidas por miles, que cercenaron sueños y ambiciones y cambiaron el final feliz del guión.
Río de Andalucía. Diagrama en blanco y verde. Espejo que nos devuelve la imagen de todas las civilizaciones que dejaron su firma en el libro de visitas de sus mareas.
La Historia vive en legajos de archivos con trazas herrerianas y hace cameos en álbumes de la memoria.
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Primavera del noventa y siete en Sevilla. Empieza a clarear la bancada de alumnos de un aula de la facultad. La tentación vive al otro lado del ventanal de una Fábrica de Tabacos levantada en el XVIII con piedra de las canteras de Morón y con la madera de los bosques jiennenses que llegaban por el río. Un río a tiro de piedra de estudiantes con apuntes pendientes y de cazadores de atardeceres de Triana.
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Verano del dos mil veintiuno. El río no es remontable hasta Córdoba, pero la A-4 hace de afluente de asfalto. Con el máster de superviviente de temperaturas extremas en el Valle del Guadalquivir, observo el discurrir perezoso, de siesta en agosto bajo los ojos del puente romano. Es distinto y es el mismo río en esta Córdoba sumida en el trance de ver la vida pasar.
Otoño del dos mil dieciséis. Un niño de ojos insondables sigue con la mirada la estela de espuma de plata de un barco entrando por el canal de Sanlúcar. Carmen hubiera pintado el verde oliva de sus ojos tamizados por la luz íntima de sus paisajes de la Jara.
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Seis años después, el niño ha crecido y remoja sus pies en el agua fría de un Guadalquivir niño y transparente como él y que pone a prueba su equilibrio infantil sobre los cantos rodados. Álamos, sauces y olmos. Brisa fresca. Guardo la escena en mi retina maternal bajo el arco del Puente de las Herrerías en la Sierra de Cazorla, el mismo que lleva al nacimiento de este río de mito y realidad, de historia y de leyenda, de plata y de madera, de barcos hundidos y buques de calado menguante, de bulería de Alberti y de libros de Sociales, de atardeceres de acuarela y paseos de amantes.
Una arteria, una cicatriz, una puerta, un camino.
Un río que es un Delorean con las velas desplegadas. La blanca y verde en la popa para celebrar otro veintiocho de febrero levando anclas.
Una arteria, una cicatriz, una puerta, un camino. Río de barro salobre para Machado, de barbas granates para Lorca, río del alba para Juan Ramón.