Los lirios de Astarté
Por
Huellas
El talento y la inquietud de Carmen Laffón la llevaron a distintos lugares. Era de luz y sal, de viña y coto, y había nacido con “dedos pensantes”
“Desencadenarse, a riesgo de la soledad, a riesgo de la falta de comprensión, irse un poco al campo, en el mejor de los sentidos, salir de esa extraña y monótona esclavitud de cada día, darle a cada día su propio afán, pero también su propia sonrisa, su propio gozo, su propio color, su propio aroma, eso es la inteligencia”.
Me fascina la trascendencia de este Antonio Gala de vuelta de la vida que respondía a las preguntas del no menos trascendente Jesús Quintero. Se nos ha ido Gala para siempre en el silencio de su convento cordobés. Aún me sorprende ingenuamente que estos dioses mortales tengan tal condición finita. Sí, subo a un pedestal a los hacedores de belleza, a los inductores de la sensibilidad y a todo aquel que, tras bajar el telón de su propia función, ha dejado una huella al otro lado del escenario. Una huella digna de pervivencia y de reconocimiento.
Las huellas de Gala son su obra y su palabra. Las letras y el Arte. Una huella como un sello en el corazón de los jóvenes creadores que pasan por su Fundación.
Murió este andaluz de elección el domingo de elecciones municipales, entre escrutinios y encuestas a pie de urnas. Y, de forma inmediata, impulsiva y compulsiva, me vino a la cabeza la obra de una artista cuya huella, toda la luz, suele aparecer de forma transversal iluminando estos lirios de Astarté.
Hablo de Carmen Laffón.
Decía el filósofo francés Merleau-Ponty que el pintor practica una teoría mágica de la visión. Esto lo interpreta el recordado crítico de arte, Juan Bosco Díaz-Urmeneta en su libro Carmen Laffón. Apuntes para una biografía artística, como la capacidad del pintor para hacer visible aquello que generalmente no se ve. Y Laffón, prosigue el profesor, consigue “hacer visible que los objetos, simples útiles que reposan en las mesas, puedan crear sentido, abrir espacios de arte”.
Esta Carmen de luz y sal, de viña y coto, había nacido con “dedos pensantes”, como dijo de ella el escritor José Bergamín.
Esta niña de la sevillana calle Vírgenes, hija del afamado pediatra Manuel Laffón, solo fue al colegio cuando se convirtió en obligatorio. Hasta entonces, eran profesores jesuitas los que se desplazaban al domicilio de los Laffón para instruirla.
Hay personas que, a modo de llaves, activan un resorte que abre ventanas en la vocación de un artista. Contaba Carmen que, de pequeña, en su Ítaca sanluqueña, miraba pintar a Manuel González Santos, profesor y director de la Escuela de Artes y Oficios de Sevilla y amigo de su padre. Un día la puso a pintar, vio que aquella niña tenía madera de artista e instó a los padres a dirigir su educación hacia las artes plásticas. Así fue y así la ganamos los que amamos el Arte.
Carmen estudió en Sevilla, Madrid y Roma. Viajó a París, Viena y Holanda. Encontró las huellas de Picasso, Klee, Chagall o Piero della Francesca, entre otros. Y en Sanlúcar, el silencio, la luz húmeda, el horizonte.
El talento y la inquietud de Laffón la llevan a distintos lugares. Desde el aura simbolista de la Maternidad con niños cantores a la luz evanescente de la serie La sal, desde el desafío sugerente y sensitivo de la parra del Palacio de San Telmo a la tangibilidad evocadora de Espuertas cargadas de uvas. Estas espuertas que son la promesa del vino que vendrá, que son escultura e instalación al mismo tiempo, podemos contemplarlas desde este pasado mes de mayo en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo tras ser incorporadas a la colección permanente junto al resto de obras que forman parte de la serie dedicada a la viña, esa que cuidaba Carmen en La Jara.
La artista explora la relación del espectador con la obra, la suya propia con el ambiente que la rodea y la de las figuras con el espacio. En esto último es fundamental la figura de Miguel Pérez Aguilera. Maestro y artista. Artista y maestro.
Pérez Aguilera, a quien le debo una mañana de sábado a su nombre, fue la ventana por la que entraba un aire fresco que recorría desafiante los pasillos de la rancia Escuela Superior de Bellas Artes de Sevilla. La huella del imponente profesor marcó a Carmen, como a Santiago del Campo, a José Luis Mauri, a Teresa Duclós, a Miki Leal y a tantos otros artistas convertidos en referentes del arte contemporáneo en este país.
En mis sueños irrealizables le cuento a Carmen Laffón que su luz es terapéutica. Que la relación que establezco con sus salinas es la de paciente y doctor. Que cuando me desordeno, encuentro el equilibrio en la composición de sus bodegones. Y que encuentro mi Ítaca bajo la parra de San Telmo, como ella en La Jara, como Antonio Gala en su convento cordobés.
“Ponme como un sello sobre tu corazón”, como la huella en corazón ajeno y que es la vida eterna de los mortales.
Huellas que trascienden y perviven con la voluntad de resistir la erosión del olvido.
“Desencadenarse, a riesgo de la soledad, a riesgo de la falta de comprensión, irse un poco al campo, en el mejor de los sentidos, salir de esa extraña y monótona esclavitud de cada día, darle a cada día su propio afán, pero también su propia sonrisa, su propio gozo, su propio color, su propio aroma, eso es la inteligencia”.