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El sol, el agua, la tierra
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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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El sol, el agua, la tierra

Creo firmemente en la energía y el magnetismo de personas y lugares. Algo intangible, indefinible e irreproducible. La inteligencia artificial aún no le gana la partida a la magia que nos conecta con la fuerza de la naturaleza

Foto: Torcal de Antequera. (Ramón Morcillo)
Torcal de Antequera. (Ramón Morcillo)
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"Ven a contemplar las perseidas este sábado en el Conjunto Arqueológico de los Dólmenes de Antequera", me asalta la publicidad provocadora mientras navego por la red. Si es cierto que hay un señor en Silicon Valley que vigila nuestras incursiones internautas, ha sabido muy bien cómo llevarme al huerto al que van las personas con debilidad por las huellas del pasado prehistórico.

Problemas logísticos me impiden sucumbir a la tentación de enfilar la A-92 y plantarme en Antequera, pero el anuncio martillea dulcemente mi cabeza, killing me softly, ante lo perfecto de la cita: la belleza de la gran cúpula celestial plagada de estrellas como una capilla Scrovegni astronómica, la lluvia de meteoros que nos regala Perseo y la magia que envuelve a la Vega antequerana.

Foto: Así será el pico máximo de las Perseidas: ¿Qué día se verán mejor? (EFE/Pedro Puente Hoyos)

Creo firmemente en la energía y el magnetismo de personas y lugares. Algo intangible, indefinible e irreproducible por medios mecánicos. La inteligencia artificial aún no le gana la partida a la magia que nos conecta con la fuerza que emana de la naturaleza. El agua, la tierra, el sol.

La vida misma, esa vida que un grupo de pobladores neolíticos pensaba mejorar al llegar a la costa malagueña y empadronarse en una cueva de Nerja hace más de 7.000 años. Y, como la historia de la humanidad está escrita por aquellos que no se conformaron con su presente, descendientes de aquellos primeros andaluces neolíticos, se atrevieron a salir de la zona de confort de la cueva nerjeña y se adentraron en el interior montañoso de la bética encontrándose con un paisaje que debió causarles un impacto de sismógrafo: el Torcal de Antequera, que no era más, ni menos, que el suelo marino del brazo oceánico que cruzaba Andalucía conectando el golfo de Cádiz con la costa alicantina, el Atlántico con el Mediterráneo. Aquel suelo marino, conformado por sedimentos calizos, afloró a la superficie y dejó a la vista lo hermosamente caprichosa que puede ser la naturaleza.

"Creo firmemente en la energía y el magnetismo de personas y lugares"

Más allá del estímulo sensorial, el lugar reunía condiciones muy favorables para el asentamiento. Bonito, bien ubicado y amueblado, para entrar a vivir: cavidades naturales para protegerse, fauna local y agua, un tesoro acuático en forma de acuífero en el subsuelo y que aflora a la superficie en forma de manantial. Echando raíces en la cueva de El Toro. Como para no hacerlo en una zona que proporcionaba sílex para puntas de flechas, rocas para las hachas y útiles de molienda y sal, un recurso cotizado por escaso y por imprescindible para la conservación de alimentos y para el desarrollo de la ganadería.

La tierra, el sol, el agua. La vida en el Torcal. Recortada sobre el horizonte de la Vega, el perfil del indio dormido domina el paisaje con su presencia rotunda, corpórea, tangible. Hace 6.000 años, la Peña de los Enamorados ya debía tener un carácter de lugar sagrado más que de fenómeno geográfico.

placeholder El Torcal de Antequera. (Reuters/Jon Nazca)
El Torcal de Antequera. (Reuters/Jon Nazca)

¿Qué fuerza magnética no emana de este lugar que una de las más grandes construcciones de la arquitectura de todos los tiempos está orientada en misteriosa reverencia a esta montaña mágica? A diferencia de la mayoría de megalitos de la península ibérica que se orientan a la salida del sol, el eje axial del impresionante dolmen de Menga está alineado con el Abrigo de Matacabras, un santuario de arte rupestre abierto en la cara norte de la peña.

Algo muy fuerte debían sentir aquellos andaluces primitivos observando el privilegiado e imponente hábitat que les regalaba la naturaleza. En la facultad, estudiábamos de carrerilla las características del dolmen, "sepulcro de corredor formado por ortostatos y cobijas con atrio, corredor y cámara funeraria", sin atender a la importancia trascendental del entorno. Gracias a que las ciencias históricas están vivas, hoy sabemos que la grandeza del conjunto de los dólmenes de Antequera está muy por encima de lo colosal de sus losas de piedra, que hay una relación magnética entre el Torcal, los dólmenes y la montaña sagrada.

Foto: La primavera comienza oficialmente con el equinoccio de primavera de este lunes (EFE/Javier Belver)

El sol, la tierra, el agua. El sol adentrándose en el dolmen de Viera, derramándose con la luz tímida de los amaneceres en los equinoccios de primavera y otoño. El sol conectando el perfil del indio dormido con la entrada del dolmen de Menga en el solsticio de verano. El sol conquistando el tholos de El Romeral hasta alcanzar la segunda cámara en el solsticio de invierno. Menga, Viera, El Romeral. Tres monumentos construidos con 1.000 años de diferencia, pero conectados con el mismo hilo argumental.

El agua, el sol, la tierra. La vida palpitando en el agua que nutre las entrañas de El Torcal, vibrando en el sol que acaricia las piedras megalíticas, manifestándose en la tierra que dibuja un perfil de sueño eterno. El cielo nocturno de agosto se cubre de estrellas que cruzan fugaces buscando deseos que cumplir en la Vega del sol, el agua y la tierra.

"Ven a contemplar las perseidas este sábado en el Conjunto Arqueológico de los Dólmenes de Antequera", me asalta la publicidad provocadora mientras navego por la red. Si es cierto que hay un señor en Silicon Valley que vigila nuestras incursiones internautas, ha sabido muy bien cómo llevarme al huerto al que van las personas con debilidad por las huellas del pasado prehistórico.

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