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Alonso Cano o la elegancia en la tormenta
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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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Alonso Cano o la elegancia en la tormenta

El maestro ha traspasado las seis décadas de vida, pero ha vivido como para sumar siglos en lugar de años

Foto: Presentación de 'Santa María Magdalena de Pazzi', de Alonso Cano. (Junta de Andalucía)
Presentación de 'Santa María Magdalena de Pazzi', de Alonso Cano. (Junta de Andalucía)
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El eco de sus pasos, cansados, reverbera en la concavidad de la cúpula que cubre la Capilla Mayor de la Catedral de Granada. Alza la mirada hacia el segundo cuerpo de la cabecera del templo y observa, con los ojos del exigente examinador del gremio de pintores que fue, lo sublime de su obra. Se detiene en el drapeado que forman los pliegues del manto de la Inmaculada Concepción en torno a su celestial figura. El ritmo elegante de sus pinceladas es casi sonoro y el equilibrio de la composición, de una perfección sin pretensiones, simplemente como ha de ser.

Ha traspasado las seis décadas de vida, el maestro, pero ha vivido como para sumar siglos en lugar de años. Muy atrás quedó aquel pequeño Alonso bautizado el día de san José de 1601 en la iglesia granadina de San Ildefonso. De la numerosa prole de los Cano Almansa, es él el que despierta a los misterios del Arte. Su padre, Miguel, ensamblador y arquitecto de retablos, le enseña a tallar la madera y tendrá un primer contacto con los tratados de arquitectura antes de la mudanza familiar a Sevilla,

Granada, Sevilla, Madrid, Valencia, Madrid, Granada. Ay, Alonso ¿cuántos palmos de terreno acumulan tus gastadas suelas? No más que cicatrices en un corazón curtido en luchas ajenas y propias. Tan grande tu estrella como las nubes que la eclipsan. Los quince años los cumple Alonso en la Sevilla del clasicismo de Montañés, aunque su formación artística la iniciará en el taller de Francisco Pacheco. Ocho meses en la “Casa dorada del arte”, en la calle del Puerco, servirán a Cano para asumir los tintes tenebristas de la pintura de su maestro, y de Herrera el Viejo y Juan del Castillo.

Foto: 'San Pedro liberado por un ángel', de Juan de Valdés Leal. (Catedral de Sevilla) Opinión
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Para forjar una amistad con Velázquez, compañero de estudios, que mantendría el resto de su vida. Allá donde se encuentre el alma de Pacheco, puede estar orgulloso de haber tutelado a, quizás, los dos más grandes genios del barroco español. Pero será junto a padre donde aprenda a dibujar del natural y a formarse en los conceptos de simetría y anatomía.

Recuerda el viejo maestro, sentado frente al presbiterio de la catedral, lo exacto de la anatomía trazada a lápiz y terminada en una aguada parda de su Cristo atado a la columna, que hoy guarda el Museo del Prado en Madrid. Aquel Madrid al que se trasladó en 1638 habiendo enviudado de un primer matrimonio y casado en segundas nupcias con la jovencísima Magdalena de Uceda. Blanca y radiante va la novia con apenas 12 años, nada extraño en la época.

Madrid. El conde duque de Olivares surtiendo de talento andaluz a la corte de Felipe IV. El reencuentro con el amigo Diego, las visitas a las colecciones reales, la entrega a la luz de los venecianos, el adiós al naturalismo de su etapa sevillana, donde ya había dejado grandes obras en lo retablístico, aunque su lenguaje de expresión artística fuera siempre la pintura.

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Abatido, el índice y el pulgar presionando fuerte el puente de la nariz, como una sucesión de fotogramas pasan por su cabeza las pinceladas libres y la valentía cromática de El milagro del pozo. (el cuerpo inerte de Magdalena Uceda), la elegante serenidad de Cristo muerto sostenido por un ángel, (las quince puñaladas en el cuerpo de Magdalena), los aires de Venecia y de Correggio en su Noli me tangere, (la sangre de su mujer asesinada, las sospechas, la tortura, el duelo). Algo debió romperse dentro del genio castigado y marchó a Valencia en busca de un silencio sanador en la Cartuja de Porta Coeli.

Han pasado veinte años. Alonso apoya sus manos en las rodillas y, con el peso de un atlas en la espalda, camina hacia la sacristía. Cuántos quebraderos de cabeza de aquellos canónigos que le quitaron la prebenda que había conseguido por mediación del mismísimo rey… ¿Quién mete en cintura al genio que iba por libre?

De la libertad y el tormento también puede nacer la belleza. Conciliadora, terapéutica, persuasiva. Observa las formas de su Inmaculada Concepción. Creada para coronar el facistol de la catedral, tanto gustó a aquellos canónigos, que la entronizaron en la sacristía para poder contemplarla más de cerca. El manto azul, plano, sin matices, recogido en torno a la cintura y el hombro creando la forma de huso, inconfundiblemente suya, el elegante contraposto, la emoción equilibrada, sutil, de exquisita trascendencia.

Sí, detrás de las nubes negras siempre hay un sol radiante. Cansado, enfermo y pobre, los ojos de Alonso Cano se cerraron a la vida el 3 de septiembre de 1667, poniendo fin a la historia del hombre atormentado e iniciando el camino a la eternidad del pintor, escultor, arquitecto, diseñador, el artista total. Tres siglos y medios después, la mirada de la Inmaculada de la Capilla Mayor se sigue posando allí donde reposa el genio que la concibió sin más mancha que la de su paleta.

El eco de sus pasos, cansados, reverbera en la concavidad de la cúpula que cubre la Capilla Mayor de la Catedral de Granada. Alza la mirada hacia el segundo cuerpo de la cabecera del templo y observa, con los ojos del exigente examinador del gremio de pintores que fue, lo sublime de su obra. Se detiene en el drapeado que forman los pliegues del manto de la Inmaculada Concepción en torno a su celestial figura. El ritmo elegante de sus pinceladas es casi sonoro y el equilibrio de la composición, de una perfección sin pretensiones, simplemente como ha de ser.

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