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María José Caldero

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Goya en Andalucía

"Yo no he tenido más que tres maestros: Rembrandt, Velázquez y la naturaleza".Había conocido Goya la obra del extraordinario maestro holandés a través de las estampas

Foto: Autorretrato de Francisco de Goya.
Autorretrato de Francisco de Goya.
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"Yo no he tenido más que tres maestros: Rembrandt, Velázquez y la naturaleza".

Había conocido Goya la obra del extraordinario maestro holandés a través de las estampas coleccionadas por su amigo Ceán Bermúdez, poniendo en contacto este a través de aquellos ejemplares a dos de los más grandes intérpretes de una disciplina artística tan personal como el grabado. Velázquez está en sus fondos difuminados, atmosféricos; en su capacidad extraordinaria como retratista, ambos son cronistas de su época, espectadores en primera fila de la sociedad que les rodea; y en su papel como precursor de las vanguardias pictóricas. Y la naturaleza, intrigante e incómoda, reflejo de un tiempo convulso, violento, desordenado.

No era una ventaja, a priori, nacer en una etapa artística de tránsito desde el rococó al neoclásico, para convertirse en uno de los artistas más trascendentales de la historia de la pintura universal. Una etapa, además, de extrema agitación política y social en lo que supone el paso del Antiguo al Nuevo Régimen. Nace Goya con Fernando VI en el trono y muere reinando Fernando VII y, entre ambos, el ilustrado Carlos III y el pusilánime Carlos IV, quien le nombra su pintor en 1789, cuando Francia le está dando un revolcón a la historia con la revolución.

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Entre tanto jaleo, no es descabellado pensar que a Goya le rondara la idea de una escapada de la Corte. Como "clandestino" se había catalogado durante mucho tiempo, el primer viaje del pintor de Fuendetodos a Andalucía, aunque posteriores investigaciones han podido demostrar que el artista arribó a nuestra tierra con la licencia real preceptiva.

Echaba andar el año 1793, o finales del año anterior, y en el ánimo de Goya estaba conocer la colección artística del ilustrado asturiano Ceán Bermúdez, afincado por entonces en Sevilla, y, sobre todo, la colección del comerciante riojano Sebastián Martínez en Cádiz.

Aquel viaje andaluz acabaría marcando un punto de inflexión en la vida del artista, ya que en Sevilla va a caer gravemente enfermo, él mismo define su dolencia como una "apoplejía", y se traslada a Cádiz, donde le acoge su amigo Sebastián Martínez y empieza a recuperarse de una enfermedad que le dejaría sordo para el resto de su vida, circunstancia esta que marcaría las últimas etapas de su producción artística.

"Don Sebastián Martínez. Por su amigo Goya. 1792”. El papel lo sujeta entre sus manos el comerciante y coleccionista riojano al que el amigo ha retratado con un vivo realismo, rasgos definidos, mirada despierta y directa. Elegante en su porte e indumentaria, insuperables las texturas de Goya, el retrato del amigo cuelga de las paredes del Metropolitan de Nueva York, muy lejos de aquel rico Cádiz del setecientos.

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También tenemos huellas de Goya en tierras cordobesas a través de la protección que le concedieron los Duques de Osuna, quienes le compraron más de treinta lienzos para su Castillo de Espejo, y los Condes de Fernán-Núñez, a quienes retrata a principios del XIX. Grises y azules para un fondo de ecos velazqueños en los magníficos retratos del matrimonio. También nos topamos con Goya en el salón que lleva su nombre en el cordobés Palacio de Viana con los bellísimos tapices tejidos sobre los cartones que pintaba Goya para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara.

Pero con Goya siempre se vuelve a Cádiz. La calle Rosario guarda un tesoro tras los muros de un edificio insospechadamente religioso en su exterior. Si no es por la pintura de Nuestra Señora del Refugio de Franz Riedmayer y dos vitrinas con exvotos, la sobriedad de sus trazas neoclásicas nos llevarían a un edificio civil. En el interior de este Oratorio de la Santa Cueva de Cádiz, dejó Goya tres imponentes lienzos en forma de lunetos que son una joya por lo poco conocido y escaso de su producción religiosa. Habían sido encargadas las obras por el sacerdote José Sáenz de Santamaría, II Marqués de Valde-Íñigo, quien no escatimó en pompa para la inauguración del Oratorio, encargando al célebre músico Joseph Haydn la pieza musical El Sermón de las Siete Palabras.

Es la Santa Cueva de Cádiz uno de esos lugares distintos, excepcionales, tanto por su configuración tipológica como por su programa estilístico, iconográfico y decorativo. En Madrid pintó Paco, a estas alturas me permite el maestro la familiaridad, los tres lienzos destinados a la capilla alta, la dedicada a la Eucaristía, a la que se accede después de haber meditado la Pasión de Cristo en la capilla baja. Los tres monumentales lienzos (El milagro de los panes y los peces, La Última Cena y Convite del Padre de Familias) tienen un carácter narrativo y un ritmo unificador, y la personalidad artística del autor se deja ver en la inconfundible pincelada fragmentada, abocetada, impresionista, esa pincelada rápida de brochazos y manchas que le valdría duras críticas en los inicios de su carrera. El alarde técnico en la Última Cena para adaptarse al paramento curvo es, sencillamente, magistral.

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En su segundo viaje a Andalucía, Goya se deja ver, o no, por Cádiz. Esta segunda estancia tiene nombre propio y no es otro que el de María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo, la XIII Duquesa de Alba para el gran público. Ríos de tinta han corrido sobre un supuesto romance entre el pintor, ya cincuentón, y la aristócrata treintañera, viuda, guapa por atrevida, refinada y sensual. Paco y María Teresa se conocieron con el Duque de Alba aún en vida, en una época en la que la retrata con el vestido blanco y los lazos rojos en la icónica obra que atesora el Palacio de Liria en Madrid. Tras enviudar de su marido en 1797, la duquesa invitaría a Goya a pasar una temporada en su residencia de Sanlúcar de Barrameda y allí la retrataría en el no menos icónico lienzo con mantilla negra. Y ya saben, las sortijas “Alba” y “Goya”, la inscripción en la arena sanluqueña “Solo Goya”. Mucho más la admiración rendida de una noble por su artista, que una pasión previsiblemente desacompasada. De su estancia en Sanlúcar es el cuaderno A donde, con aguada de tinta china, lápiz y pluma, recoge todo un universo íntimo femenino con un trazo espontáneo y fresco. Casi puede adivinarse un Goya, sino feliz, sí relajado y alejado de oscuridades en las que después caería irremediablemente.

Con más de setenta años, habiendo pasado incluso por un proceso inquisitorial a consecuencia de ‘La maja desnuda’, acepta el encargo del Cabildo de la Catedral de Sevilla para representar a las santas Justa y Rufina. Cumplió con una obra supervisada por su amigo Ceán Bermúdez, pero que le trajo tanto recios apoyos como encendidos detractores. El caso es que con el dinero cobrado por el lienzo de las santas, y otras obras, Paco pudo comprarse la Quinta del Sordo y pasar allí sus últimos años antes del exilio a Francia.

Ya nunca más volvería Goya a Andalucía, pero Andalucía sí se quedó en Goya para siempre.

"Yo no he tenido más que tres maestros: Rembrandt, Velázquez y la naturaleza".

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