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Desmontando a Romero de Torres
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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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Desmontando a Romero de Torres

Su obra abarca desde el luminismo contagiado de Sorolla, el realismo social de Courbet, e incluso el prerrafaelismo de sus primeras obras, el modernismo y, especialmente, el simbolismo

Foto: El Museo de Bellas Artes de Córdoba recuerda el 94 aniversario del pintor. (EFE/Rafa Alcaide)
El Museo de Bellas Artes de Córdoba recuerda el 94 aniversario del pintor. (EFE/Rafa Alcaide)
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Los largos cabellos negros se derraman como una mancha azabache por el blanco ataúd y la blanca sábana que cubre la mesa.

"¡Mira qué bonita era! ¡Se parecía a la Virgen de la Consolación de Utrera!". Una soleá desgarra con su quejío el silencio de un dolor contenido.

Quince años dicen que tenía aquella chiquilla del barrio cordobés de Santa Marina que vio un joven Julio Romero de Torres e inmortalizó, triste paradoja, en la primera gran obra importante de su amplísima producción, un cuadro que le valió la Mención de Honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes de mil ochocientos noventa y cinco.

Este Romero de Torres veinteañero, atractivo y con elegancia natural innata, está imbuido del costumbrismo y el regionalismo andaluz de finales del XIX y del realismo iniciado por Courbet que utiliza para trasladar a sus lienzos las graves situaciones de injusticia social que se viven en la España finisecular, la España del desastre del 98, un país de espíritu dramático y estética rural, en una visión compartida con otros artistas e intelectuales como Gutiérrez Solana, Ricardo Baroja o Valle-Inclán, este último, defensor acérrimo de su obra.

Foto: La emblemática 'Fuensanta' de Romero de Torres se subasta en 1,7 millones de dólares

Porque este cordobés no se dedicó al noble arte de retratar a la mujer morena, una femme fatale folclórica, como una postal que se compra en un expositor de merchandising turístico, tan del gusto de los viajeros románticos de ayer y hoy. Por ello, en el ciento cincuenta aniversario de su nacimiento, hoy les propongo desmontar a Julio Romero de Torres.

Hijo y hermano de pintor, su padre, Rafael Romero Barros, era, además, restaurador y conservador del Museo Provincial de Bellas Artes de Córdoba, por lo que al pequeño Julio le era más que familiar el medio artístico y, aunque esta circunstancia no era garantía absoluta de reunir en torno a sí actitudes, aptitudes y destrezas para la pintura, sí lo fue en el caso del artista cordobés.

Foto: Un grupo de personas observando las obras. (EFE/Carlos Díaz)

Su obra abarca desde el luminismo contagiado de Sorolla, el realismo social de Courbet, e incluso el prerrafaelismo de sus primeras obras, el modernismo y, especialmente, el simbolismo. No era Julio un simple señor con destrezas técnicas. Era un tipo culto, intelectual y viajado y todo ello está detrás de la calidad técnica de sus obras y del profundo y, a veces, complejo simbolismo de sus cuadros, principalmente los de sus dos últimas etapas.

Es en mil novecientos tres, tras el encargo de un ciclo de pinturas murales para el Círculo de la Amistad de Córdoba, cuando toma contacto con la pintura mural de los simbolistas en Madrid. En la capital entra a formar parte del círculo de Valle-Inclán, estrecha su amistad con Manuel Machado y frecuenta las tertulias del Café de Levante junto a Solana y Zuloaga, entre otros. Al volver de su estancia madrileña, ya está listo para realizar los seis murales dedicados a las artes: Pintura, Escultura, Música, Literatura, Canto de Amor y El Genio de la Transfiguración. Y aquí, el Romero de Torres que bebe de los prerrafaelitas, con influencias del simbolismo de Puvis de Chavannes, en obras de atmósferas evanescentes, inmateriales, etéreas.

placeholder 'La Chiquita Piconera'. (EFE/JJ Guillén)
'La Chiquita Piconera'. (EFE/JJ Guillén)

La marca de la casa es un dibujo preciso y cuidado, una luz que modela con delicadeza sugerentes formas anatómicas, colores tamizados por un halo verdoso que incide en el aura de inquietud y misterio que rezuman sus obras y la quietud de paisajes cordobeses que tienen más de alegoría que de representación naturalista.

En Nuestra Señora de Andalucía, el título es una declaración de intenciones de un artista transgresor desde la sensualidad, los personajes forman parte de un mismo discurso narrativo desde la individualidad de su propio simbolismo. Una mujer real, divinizada y entronizada, adorada por la copla, encarnada por la cantaora cordobesa Carmen Casena que recoge el manto blanco de la divina andaluza y por una joven con mantón rojo, la bailaora la Cartulina, pelo negro, flores blancas, y un final trágico a manos de un asesino. De una forma u otra, siempre el sentido trágico de la vida, buscando un resquicio en las obras de Julio, que se autorretrata en esta obra incomprendida por el gran público y nos arrastra hacia las profundidades con una mirada hipnótica, esotérica e, irremediablemente, seductora.

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Romero de Torres ya ha iniciado un camino que no abandonará entre el misticismo, el simbolismo, la interpretación profana de la religiosidad atávica andaluza, el homenaje al cante hondo que tanto amó y el culto a la mujer como dueña de un poder oculto que la convierte en diosa de las pasiones oscuras. Todo este mundo extraño. onírico, de mensajes crípticos, puede sintetizarse en una de las cumbres de su producción: Cante Hondo.

Realizada para el Concurso Nacional de Cante Hondo de Granada, la composición de la obra se configura a partir de la figura central, una mujer como símbolo de la fatalidad, ataviada con mantilla negra sagrada sobre la desnudez de su cuerpo y una guitarra como elemento traductor de un lenguaje que habla de historias de celos, pasión y muerte. El beso, la navaja, la sangre, el aullido de dolor del galgo de Julio, la muerte prematura en cabellos de azabache, otra vez, y el extraño paisaje con escenas en miniatura, tan frecuentes en su obra y que completan el discurso lírico y poético de una de las cimas de su producción.

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Extraordinario y prolífico retratista, más de quinientos retratos lo avalan, cartelista de prestigio con obras que marcaron su popularidad, cronista plástico de la España finisecular, chamán de las pasiones humanas en la pintura, apóstol de la pureza del folclore andaluz en su versión oscura y telúrica y cordobés de perfiles sugerentes y magnetismo irresistible.

Ciento cincuenta años de embrujo, bien merecen desmontar el mito simplista y reduccionista del pintor de la mujer morena.

Suena una guitarra, Julio Romero de Torres vive.

Los largos cabellos negros se derraman como una mancha azabache por el blanco ataúd y la blanca sábana que cubre la mesa.

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