Los lirios de Astarté
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Mauri o la vida a través del paisaje
El Espacio Santa Clara, ubicado en el histórico convento franciscano del mismo nombre, es uno de los contenedores culturales de referencia en la ciudad hispalense. Ahora reúne más de 100 obras de José Luis Mauri
Siempre me impone, pero esta vez, además, una sensación de ternura acompañó aquel momento en el que me vi frente al artista. En el brillo de sus ojos que han visto pasar 93 años de vida, creí descubrir aún resquicios del niño que debió ser José Luis Mauri (Sevilla, 1931). A su lado, Cristina, hija de don Miguel Pérez Aguilera, tejiendo el hilo para unir a discípulo y maestro. De fondo, el claustro mayor del histórico convento de Santa Clara.
Fue en la mañana del 6 de junio, celebrábamos el cuatrocientos veinticinco aniversario del bautizo de Velázquez en la parroquia de San Pedro, una efeméride con la suficiente importancia para haber preparado un programa de actividades a la altura del acontecimiento, pero en Sevilla hace ya demasiado tiempo que no sabemos darle lustre a fechas que han marcado la historia de la ciudad, ni reconocer a nuestros hijos más ilustres, aunque en el Espacio Santa Clara, y así hay que reconocerlo, sí se está saldando desde el mes pasado y lo hará hasta el mes de septiembre, la deuda que aún se tenía con uno de los últimos pintores vivos de una generación de artistas andaluces a los que les tocó vivir y trabajar en una época fea, en la acepción más definitoria del término.
Acertado el lugar para la extraordinaria exposición retrospectiva comisariada por Juan Lacomba y que reúne más de 100 obras para ilustrar más de 70 años de carrera artística de José Luis Mauri.
El Espacio Santa Clara, ubicado en el histórico convento franciscano del mismo nombre, es uno de los contenedores culturales de referencia en la ciudad hispalense. La historia habla a través de sus muros que custodian siglos de rezos de laudes y vísperas, en lo que fue originalmente el palacio almohade del infante Fadrique de Castilla, hermano de Alfonso X el Sabio, del que solo queda visible la torre que lleva su nombre y restos de yeserías en el coro alto de la bellísima iglesia conventual.
Lugar de leyendas que cuentan el acoso sufrido por doña María Coronel a manos de Pedro I y que no tuvo más que un final en la cocina del convento donde la aristócrata sevillana decidió desfigurarse el rostro con aceite hirviendo. Tampoco tuvo final feliz el dueño del original palacio mudéjar, Fadrique, acusado por su hermano de conspiración, condenado a muerte y ejecutado en Toledo en 1277. Tras su ejecución, el tímpano de la puerta de su torre fue destrozado para borrar su heráldica y, con ella, su memoria (Real Monasterio de Santa Clara de Sevilla, Gloria Centeno Carnero, Editorial Instituto de la Cultura y las Artes de Sevilla, Ayuntamiento de Sevilla, 2021).
Decía que acertado el lugar para la exposición de Mauri, porque el silencio conventual que impregna el espacio es el ambiente perfecto para la contemplación de su obra repartida en las dos plantas del complejo. Como afirma el comisario, Juan Lacomba, Mauri es un artista libre, intuitivo, imposible de adscribir a ninguna escuela porque el camino elegido es el del instinto personal, el del mundo que ven e interpretan los ojos y el alma del pintor que aprendió de don Miguel, aquel que le repetía “un día sin pintar en un día perdido”, frase que nos recibe en los muros de la sala de la planta baja.
"Como afirma el comisario, Juan Lacomba, Mauri es un artista libre, intuitivo, imposible de adscribir a ninguna escuela"
Mauri es, sobre todo, paisajista, un cronista de la realidad y las transformaciones urbanísticas de la Sevilla de los 60 y 70 a través del paisaje captado con su carácter de convencido plenairista. Aunque la crítica no le fue adepta, ni las instituciones culturales andaluzas han tenido a bien adquirir obras suyas, algo muy en el debe del Museo de Bellas Artes de Sevilla y del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, vamos ya muy tarde para reconocer el valor de la obra de un artista que no sigue a nadie más que a él mismo, aunque algunas de sus obras destilan cierto aura cinematográfico o podemos apreciar influencias de la estética de Modigliani o tintes cubistas en algunos de los retratos que hizo de Araceli, su esposa.
Retratos familiares que también reúne la muestra y que nos hablan de un hombre familiar, del artista que retrata a sus hijos con una paleta sobria de ocres y castaños, de blancos y grises, donde el foco son los enormes ojos azules de casi todos ellos.
Pero Mauri es el paisaje, es el campo andaluz y la vida rural, los paisajes interiores de la provincia de Cádiz, Arcos de la Frontera, o los paisajes de costa de Conil, bellísimos, las impresiones del Parque de María Luisa o del Real Alcázar, donde Mauri capta una atmósfera y una iluminación gradual que le aporta al paisaje un sentido poético. Mauri es el paisaje de su barrio de Heliópolis y las estampas de un París donde vivió junto a Araceli y en el que conoció las Vanguardias.
Una Sevilla en expansión
Mauri es el cronista de la vida en la periferia de la ciudad, los corrales y las chabolas de una Sevilla en expansión aún asolada por las riadas de un Guadalquivir que aparece de forma recurrente en su obra. Mauri y Laffón, Carmen, su queridísima amiga y compañera, también presente en la exposición junto a Luis Gordillo, Teresa Duclós o Santiago del Campo, entre otros. Con Carmen practicaba la pintura au plein air, ambos captando impresiones y estados de ánimo del paisaje que les devolvía la orilla del Río Grande.
Y Mauri es también un transmisor de emociones. Contemplar su obra en Santa Clara es abrir una ventana de pureza, pasión y verdad que nos desviste de lo superfluo y superficial y nos invita a contemplar la vida a través de sus crónicas paisajísticas.
Siempre me impone, pero esta vez, además, una sensación de ternura acompañó aquel momento en el que me vi frente al artista. En el brillo de sus ojos que han visto pasar 93 años de vida, creí descubrir aún resquicios del niño que debió ser José Luis Mauri (Sevilla, 1931). A su lado, Cristina, hija de don Miguel Pérez Aguilera, tejiendo el hilo para unir a discípulo y maestro. De fondo, el claustro mayor del histórico convento de Santa Clara.