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Los lirios de Astarté
Por
Mangazos y ausencias
Hay nombres que gritan ausencias. Hay historias de despojos, rapiña y expolios que deben seguir contándose para que no se repitan. Ruidos de botas sobre el suelo rompen el silencio del compás del convento de Santa Isabel en Sevilla
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Hay nombres que gritan ausencias. Hay historias de despojos, rapiña y expolios que deben seguir contándose para que no se repitan. Ruidos de botas sobre el suelo rompen el silencio del compás del convento de Santa Isabel en Sevilla. Un oficial del ejército francés de José Bonaparte, que había entrado en la ciudad el dos de febrero de mil ochocientos diez, lleva en la mano un ejemplar del Diccionario de Artistas Españoles escrito por Agustín Ceán Bermúdez. Sabe perfectamente lo que debe llevarse de la iglesia conventual.
Se planta ante al altar, observa el cuadro detenidamente, vuelve sus ojos al libro, no quiere cometer ningún error. No hay dudas, es el Juicio Final de Francisco Pacheco, una de las mejores obras de su producción: tres planos bien diferenciados, el celestial presidido por Cristo junto a su Madre y la corte angelical, en un plano inferior, la Cruz triunfante erguida por un ángel es flanqueada por apóstoles, obispos, santos y todo aquel que ha conseguido alcanzar la gloria, y en el plano inferior, el arcángel san Miguel arremete contra los condenados, almas devoradas por las llamas del infierno. Colores ácidos, fuertes contrastes lumínicos, formas estilizadas, estética indudablemente manierista.
El oficial se sube al altar y con una navaja desprende el descomunal lienzo de más de 3 metros de alto. Así lo cuenta José María Asensio en 1867 en su libro Francisco Pacheco. Sus obras artísticas y literarias. Y así desapareció para siempre la obra del lugar para el que fue concebido, pudiéndose ver hoy en el Museo de Goya en Castres (Francia), museo donde también tienen otra de las obras de Pacheco expoliadas: Cristo servido por los ángeles, realizada por el pintor sanluqueño para el refectorio (donde completa su mensaje iconográfico) del convento de San Clemente. Son, sin duda, dos de las mejores obras del pintor, tratadista y suegrísimo Pacheco y fueron vilmente arrancadas de los lugares donde tienen sentido. Hay memorias que fueron profanadas.
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Miguel de Mañara concibió un programa iconográfico fundamental para entender los fines de la hermandad de la Santa Caridad, institución en la que entra a formar parte en 1662 y acaba transformando en un lugar de ayuda a los más necesitados. Mañara contratará a los mejores maestros de la segunda mitad del XVII en Sevilla: Roldán, Valdés Leal y Murillo. Ay, Murillo.
Jean de Dieu Soult, Mariscal General de Francia y mangante leído y cultivado, era un admirador fetichista de la obra del bueno de Murillo. Le alabo el gusto al franchute amigo de lo ajeno. Bajo su supervisión, de los ocho lienzos que Mañara encarga al maestro sevillano, Soult se llevará cuatro, mutilando el mensaje que quería transmitir el filántropo: sólo practicando la caridad puede un cristiano salvarse. Navaja, lienzo arrancado y al carruaje y ya nunca los recuperamos: Abraham y los tres ángeles, El regreso del hijo pródigo, La curación del paralítico en la piscina probática y San Pedro liberado por el ángel. Dispersos por Ottawa, Washington, Londres y San Petersburgo, son magníficas obras de arte en su individualidad, pero se cortó el hilo simbólico que las unía. Hay deudas que siguen sin saldarse.
En la iglesia de Santa María la Blanca, primero mezquita y después sinagoga antes de convertirse en templo cristiano, cuatro copias suplen el vacío dejado tras el mangazo francés de las obras realizadas por Murillo por encargo de su amigo Justino de Neve, impulsor de la remodelación de un templo fundamental para entender parte de la historia de la ciudad. De las cuatro obras sustraídas, dos volvieron a España (El sueño del patricio Juan y su esposa y El patricio revelando su sueño al Papa Liberio) pero, incomprensible, se quedaron en Madrid.
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En este punto no puedo evitar escuchar las reclamaciones y la lucha del querido profesor Enrique Valdivieso, clamando por la vuelta de un patrimonio que nos pertenece por derecho propio, una reivindicación que debiera haberse atendido por las autoridades competentes y no seguir sumando años de injusticia. Hay nombres con apellidos insustituibles.
En la sala 016 del Museo del Prado, una nube de angelillos envueltos en una atmósfera evanescente parecen ascender a la Virgen Inmaculada hasta un lugar que se encuentra más allá de los confines del marco, no original, del cuadro. María, Inmaculada en su Concepción y triunfante, cruza sus delicadas manos sobre el pecho, alzando la mirada hacia ese lugar que se nos escapa a quienes la contemplamos embelesados por la maestría de su autor.
Deudas que saldar
La Inmaculada de Los Venerables, nombre y apellido, vuelve a unir a dos hombres cuya amistad dio como frutos obras de arte tan inefables como la que, robada por Soult, expuesta en su casa de París y vendida por sus herederos, se convirtió en el cuadro más caro de la historia hasta entonces. Tras un ¿acuerdo? firmado por Franco con Pétain, el cuadro volvió en 1940 a España y, a pesar de las continuas reclamaciones de distintos profesores e instituciones sevillanas, jamás ha vuelto a su lugar en el interior de la iglesia del Hospital de Venerables Sacerdotes, el extraordinario conjunto levantado a instancias de Justino de Neve. Es inevitable sentir una punzada de impotencia. A 530 kilómetros también hay deudas pendientes de saldar.
Obras de Juan de Roelas, de Herrera el Viejo, las de Alonso Cano para el convento de Santa Paula, de Zurbarán, así hasta completar 999 obras de arte robadas entre 1810 y 1812. Quizás no llegar a las 1000 les permitía limpiar un poco la conciencia. Hay nombres que definen infamias, otros delatan injusticias y otros, en silencio, gritan la ausencia de parte de su alma.
Hay nombres que gritan ausencias. Hay historias de despojos, rapiña y expolios que deben seguir contándose para que no se repitan. Ruidos de botas sobre el suelo rompen el silencio del compás del convento de Santa Isabel en Sevilla. Un oficial del ejército francés de José Bonaparte, que había entrado en la ciudad el dos de febrero de mil ochocientos diez, lleva en la mano un ejemplar del Diccionario de Artistas Españoles escrito por Agustín Ceán Bermúdez. Sabe perfectamente lo que debe llevarse de la iglesia conventual.