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De la tierra de las flores, de la luz y del amor
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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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De la tierra de las flores, de la luz y del amor

Entre tanto barro y fango, entre tanto llanto y pérdida, entre tanta rabia y dolor, quiero creer que hay pequeñas ventanas por las que se filtra la luz de un nuevo renacer para una tierra que sabe bien de reinventarse

Foto: 'La pesca del atún' de Sorolla. (Wikipedia)
'La pesca del atún' de Sorolla. (Wikipedia)
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De los artistas nacidos en una tierra velada en estos días por tinieblas de muerte y desolación, pretenden ser estas líneas un homenaje a Valencia, a través de algunos de sus más ilustres hijos y la huella que dejaron en Andalucía a través de sus obras.

Entre tanto barro y fango, entre tanto llanto y pérdida, entre tanta rabia y dolor, quiero creer que hay pequeñas ventanas por las que se filtra la luz de un nuevo renacer para una tierra que sabe bien de reinventarse. Y el arte, sin frivolidad, a veces tiene una función terapéutica o evasora de tanta oscuridad.

Cuna de artistas plásticos, entre otras disciplinas, que escribieron su nombre y el de Valencia con letras de oro en los registros del parnaso español, de cinco de ellos he querido traer aquí sus huellas en tierra andaluza o las que dejó Andalucía en ellos, tejiendo un hilo que siempre ha unido el sur y el levante español.

En el Museo de Jaén, desde 1915, se puede contemplar ‘La rebelde’ (1914) de Antonio Fillol Granell (Valencia, 1870-Castellnovo, 1930). Fillol es uno de los máximos representantes del realismo social en España, un panorama social de injusticias y violencia que el artista va a denunciar durante décadas en gran parte de su producción (‘La bestia humana’, ‘El sátiro’).

En la obra del museo jiennense representa Fillol un episodio de violencia doméstica en el contexto de la vida errante de una familia gitana que vive de forma precaria en una tienda de campaña. La escena está envuelta en la tensión que viven los protagonistas: una chica joven insultada y agredida por su propia familia que la repudia por no someterse a los dictados de una tradición machista y retrógrada que le impide tomar sus propias decisiones. Fillol representa la escena de forma naturalista, con una pincelada limpia, ligera y un potente contraste cromático, pero equilibrado, que enfatiza el dinamismo de la escena.

Foto: Sepulcro de los Reyes Católicos y de su hija Juana (Wikipedia) Opinión
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De la denuncia social de Fillol, a la maestría paisajística de Antonio Muñoz Degrain (Valencia, 1840-Málaga 1924), a quien ya dedicamos una entrada en este blog con motivo del centenario de su muerte. En 1870 había sido llamado por su inseparable amigo, también valenciano, Bernardo Ferrándiz, que ejercía en Málaga la cátedra de Colorido y Composición de la Escuela de Bellas Artes de San Telmo, para decorar el techo del recién levantado Teatro Cervantes de la capital malagueña. Y ahí empezó su historia de arraigo con la ciudad en la que se casó, en la que tuvo a su único hijo y que le acogió como un malagueño más. Muñoz Degrain, con una sobresaliente producción de corte historicista (‘Los amantes de Teruel’, ‘La conversión de Recaredo’), destacó por encima de todo como un extraordinario paisajista y es un paisaje andaluz el que protagoniza una de sus obras más famosas en este registro: ‘Recuerdos de Granada’ (1881).

El maestro valenciano cayó rendido ante el embrujo de la capital nazarí, recreando como en una ensoñación sus distintos escenarios, la Alhambra, sus alrededores y los rincones más pintorescos de la ciudad. Los recuerdos de Granada de Muñoz Degrain nos sitúan en una esquina de la calle que bordea el Darro, con un caserío que aparece a nuestros ojos con un aura de decorado de novela gótica, como un residuo del gusto por la estética gótica del ya pasado Romanticismo. Las ramas de los árboles se retuercen bajo la lluvia que empapa la calle desierta bajo un cielo de nubes despedazadas. Se trata de una visión subjetiva, casi onírica, que nos provoca una impresión melancólica de gran lirismo.

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Y de la evocación de una Granada de ensueño, al tenebrismo barroco del hijo de un zapatero: José de Ribera (Játiva, 1591-Nápoles, 1652). Desde muy niño demostró Ribera un talento innato para la pintura, desarrollando un estilo que llevaría a ser uno de los herederos más sobresalientes del tenebrismo revolucionario de Caravaggio. Su estancia en Nápoles durante cuarenta años, por algo el sobrenombre de “Il Spagnoletto” , coincidiendo en el tiempo con un sevillano como virrey de Nápoles, el III duque de Osuna, permitirá que lleguen distintas obras del extraordinario pintor valenciano hasta Sevilla, entre otros lugares, a la Colegiata de Osuna, donde cuentan con una magnífica colección de obras de Ribera encargadas por el gran Duque.

Pero no es la casa ducal de Osuna el único linaje nobiliario en hacerse con obras de Ribera. Bajo el artesonado del siglo XVI de la imponente antecapilla del Palacio de las Dueñas, la residencia de la casa de Alba en Sevilla, ‘La Coronación de espinas’ (1620) te arrastra desde el extremo derecho de la sala. El castigado cuerpo de Cristo aparece iluminado con un fuerte foco de luz que le hace emerger de la oscuridad revelando la delicadeza en el tratamiento de su anatomía, el rostro se sume en un juego de contraluces que acentúan la expresión de resignación de Cristo. Y el rojo. El rojo de Ribera que salpica, que sale de los límites del cuadro y se clava en la pupila, el rojo de una túnica que es la sangre del cordero que quita los pecados del mundo y que será sacrificado. El mismo rojo del manto que cubre al magnífico ‘Santiago el Mayor’ (1630-1635) del Museo de Bellas Artes sevillano, un prodigio en el tratamiento naturalista del rostro y las manos del santo peregrino y que vuelve a poner de manifiesto la destreza técnica al servicio de la autenticidad en la obra del maestro valenciano.

placeholder 'La coronación de Espinas' (1616-1618), de José Ribera. (Fundación Casa de Alba, Sevilla)
'La coronación de Espinas' (1616-1618), de José Ribera. (Fundación Casa de Alba, Sevilla)

De la verdad de Ribera, al costumbrismo fundido en bronce de una de las obras cumbres de Mariano Benlliure (El Grao de Valencia, 1862-Madrid, 1947). José Gómez Ortega, Joselito el Gallo, le había firmado a Benlliure una foto el día antes de que ‘Bailaor’ se lo llevara por delante en la plaza de Talavera de la Reina con 25 años. Ignacio Sánchez Mejías, cuñado de Joselito, le encargó a Benlliure el grandioso mausoleo que, con influencias de ‘Los burgueses de Calais’ de Rodin, es un extraordinario retrato coral en el que el maestro valenciano hace un alarde de destreza técnica utilizando el bronce a su antojo para moldear el dolor del pueblo (ganaderos, gitanos, artistas, anónimos) arrastrado por la pérdida del joven maestro que, sobre los hombros, yace en mármol blanco, frío como la muerte. Encabezando la desoladora procesión, María, la mujer de Curro el de la Jeroma, sosteniendo en sus manos una pequeña imagen de la Virgen de la Esperanza, la devoción arrebatada de Joselito. Niños y jóvenes acompañan a sus mayores, en una representación de las distintas edades del hombre que nos habla de la enorme capacidad creativa de Benlliure.

Y de la oscuridad a la luz iridiscente en la ancha desembocadura del Guadiana en ‘La pesca del atún’ de Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Cercedilla, 1923). Le costó a Sorolla encontrar la última estampa de la colección encargada por la Hispanic Society de Nueva York, pero finalmente encontró lo que buscaba allí donde se duerme el sol mecido por el Atlántico en el que se derrama el río que es frontera natural al sur entre España y Portugal. “Ayamonte es exacto en color y construcciones a Tetuán” le contaba Joaquín a Clotilde en sus cartas. Le asombraron a Sorolla los atunes ayamontinos por su fuerza y el color plateado de sus lomos que, entre azules, blancos y grises, supo plasmar en el monumental lienzo. Y la luz, típica y tópica, pero inevitable. La luz en el horizonte descubriendo la costa portuguesa, la luz sobre el mar y sobre los blancos impolutos, la luz que rebota en los toldos y tamiza colores y texturas en primer plano.

Luz vivificadora.

Luz que ha de volver a la tierra de las flores y el amor.

De los artistas nacidos en una tierra velada en estos días por tinieblas de muerte y desolación, pretenden ser estas líneas un homenaje a Valencia, a través de algunos de sus más ilustres hijos y la huella que dejaron en Andalucía a través de sus obras.

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