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Martínez Montañés: entre el cielo y el suelo
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María José Caldero

Los lirios de Astarté

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Martínez Montañés: entre el cielo y el suelo

Corría el año 1568 cuando nacía en la histórica ciudad de Alcalá la Real Juan Martínez González, apodado Montañés como su padre, bordador zaragozano

Foto: Una escultura de Martínez Montañés. (EFE/Chema Moya)
Una escultura de Martínez Montañés. (EFE/Chema Moya)
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Bajo la bóveda esquifada del antecabildo de la Catedral de Sevilla, fantasía manierista del cordobés Hernán Ruiz II, la dulzura que emana de la Inmaculada Concepción envuelta en un manto de rico estofado llena todo el espacio. Su disposición temporal en esta estancia catedralicia debida a la exposición Sedes Hispalensis: Fons Pietatis permite contemplar la inefable belleza de la imagen en 360º. La larga melena de cabellos ondulados le alcanza la cintura, detalle que no puede contemplarse en su emplazamiento original en una de las capillas de alabastro de la seo hispalense. El rostro aniñado y ovalado se inclina suavemente hacia la derecha y sus ojos de amplios párpados miran hacia abajo buscando la mirada del devoto que se le acerca. Esos ojos entrecerrados le dan el sobrenombre de la Cieguecita, pero no hay oscuridad en su mirada, sino la serenidad y la unción sagrada que responde a los fines de su ejecución.

¿Pueden las mismas manos que tallaron con tanta maestría y amor a esta Virgen Inmaculada estar envueltas en un delito de sangre con resultado de muerte? Estamos hechos de luces y sombras. Son varios los casos en la historia del arte de artistas pendencieros, corruptos, maleantes o de dudosa moral, pero ello no menoscaba su valía artística. Martínez Montañés no iba a ser menos.

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Corría el año 1568 cuando nacía en la histórica ciudad de Alcalá la Real Juan Martínez González, apodado Montañés como su padre, bordador zaragozano.

El dios de la madera, el Lisipo andaluz, loas al grandioso escultor y maestro de retablos que, en estos días y hasta principios de marzo, se ve las caras frente a otro coloso de la imaginería barroca en la Catedral de Valladolid, Gregorio Fernández en la exposición Gregorio Fernández – Martínez Montañés: El arte nuevo de hacer imágenes, una muestra antológica en la que dialogan los dos genios, miembros de una misma generación y máximos exponentes en sus respectivas escuelas, castellana y sevillana, hacedores de una nueva forma de crear imágenes, como sostiene uno de los comisarios de la exposición, el catedrático, y (mi) querido profesor, Jesús Palomero.

placeholder Escultura de Martínez Montañés. (EFE/Chema Moya)
Escultura de Martínez Montañés. (EFE/Chema Moya)

Montañés se había formado en Granada junto a Pablo de Rojas, taller al que había llegado con doce años y donde aprendería la base técnica y la concepción plástica de las obras de su maestro y amigo. Una obra imbuida de un sustrato clasicista y un incipiente naturalismo que Montañés desarrollaría en el tiempo de forma absolutamente magistral. Su estancia en Granada también le permitió conocer el trabajo de los artistas que se dieron cita en el Monasterio de San Jerónimo (el propio Rojas, Juan Bautista Vázquez el Mozo, Melchor de Turín) y que realizaron uno de los retablos más significativos del manierismo en Andalucía.

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De 1587 es la primera referencia documental que sitúa a Montañés en Sevilla, la puerta al inmenso mercado de Indias y centro artístico referencial en los siglos XVI y XVII. En la capital hispalense, el castellano Isidro de Villoldo, discípulo de Berruguete, había sentado las bases fundacionales de la escuela sevillana de imaginería, introduciendo la influencia de la escuela castellana que tendrá su máximo representante en el ¿salmantino? Juan Bautista Vázquez el Viejo, formado en la tradición clásica italiana. El profesor Hernández Díaz subrayaba la influencia de estos artistas en la obra del alcalaíno: la intensidad expresiva de Villoldo, el sentido de la poética belleza de Vázquez, la monumentalidad de raíz miguelangelesca de Jerónimo Hernández y el matiz barroquizante de dinamismo del también jiennense Andrés de Ocampo.

Todas estas influencias confluyen en la obra de Martínez Montañés, en la que se manifiesta una inconfundible estética clasicista basada en la armonía y el equilibrio en las proporciones y la expresión, buscando siempre la profundidad espiritual y la conexión mística, y al mismo tiempo cercana, con los fieles. Todas estas características de la estética montañesina convergen en el trascendental Cristo de la Clemencia de la Catedral de Sevilla, realizado en la que se ha venido a llamar su etapa magistral (1605-1620). Montañés, que ya se había erigido en líder del medio artístico de la ciudad, consigue con esta imagen, como con la sublime Cieguecita en su iconografía, crear el modelo de Crucificado de cuatro clavos que con tanto éxito habían llevado a la pintura artistas como Pacheco, Velázquez o Zurbarán.

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En el Crucificado de la Clemencia consigue el maestro un perfecto equilibrio entre la doctrina y el naturalismo para llegar a la unión espiritual con el espectador. La imagen, de armoniosas proporciones y suave modelado, con una extraordinaria policromía mate de Pacheco que enfatiza el buscado naturalismo, revela el esfuerzo creativo y técnico de un artista que sienta las bases de una nueva iconografía del Crucificado y su plenitud artística.

Alcanzó el éxito y el reconocimiento, prácticamente desde sus primeras obras en la capital andaluza. La primera que tradicionalmente se ha tenido por documentada en la ciudad es el portentoso San Cristóbal de la Iglesia del Divino Salvador que forma parte de las 68 obras de la exposición vallisoletana. La sombra de Miguel Ángel es alargada y alcanza al colosal santo portador de Cristo, no en vano, Montañés tenía en su poder un dibujo del Juicio Final de la Capilla Sixtina.

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Tanto talento, sensibilidad, capacidad de trabajo y profundo sentido de la espiritualidad no eran incompatibles con un carácter vanidoso y una personalidad ciclotímica protagonista de algunos episodios violentos que colocan una muesca en su eje cronológico al ser acusado de haber participado en la muerte violenta de un tal Luis Sánchez, siendo condenado a dos años de cárcel y obteniendo el perdón de la viuda del finado tras el pago de una indemnización. Depresiones y altibajos emocionales que, en más de una ocasión, le llevaron a incumplir plazos de entrega que desembocaban en pleitos.

Esta circunstancia no hizo mella en su extraordinaria reputación, como artista y también como maestro de un taller en el que se formaron otros nombres del primer barroco en la escuela sevillana de imaginería como el cordobés Juan de Mesa, el jerezano Alonso Álvarez de Albarrán o Francisco Villegas.

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Padre de doce hijos, marido por dos veces, artista referencial y maestro, solo la peste de 1649 consiguió llevárselo por delante con 81 años, tras casi tres décadas erigido como la piedra angular del arte de la imaginería al sur de la península.

La huella de genios como Juan Martínez Montañés es indeleble y pervive en todos los que nos perdemos en la mirada limpia de pureza virginal de la Inmaculada que todo lo ve.

Bajo la bóveda esquifada del antecabildo de la Catedral de Sevilla, fantasía manierista del cordobés Hernán Ruiz II, la dulzura que emana de la Inmaculada Concepción envuelta en un manto de rico estofado llena todo el espacio. Su disposición temporal en esta estancia catedralicia debida a la exposición Sedes Hispalensis: Fons Pietatis permite contemplar la inefable belleza de la imagen en 360º. La larga melena de cabellos ondulados le alcanza la cintura, detalle que no puede contemplarse en su emplazamiento original en una de las capillas de alabastro de la seo hispalense. El rostro aniñado y ovalado se inclina suavemente hacia la derecha y sus ojos de amplios párpados miran hacia abajo buscando la mirada del devoto que se le acerca. Esos ojos entrecerrados le dan el sobrenombre de la Cieguecita, pero no hay oscuridad en su mirada, sino la serenidad y la unción sagrada que responde a los fines de su ejecución.

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