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Plácido Fajardo

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El dilema del directivo en el relevo

¿Cuál es el mejor momento para organizar el relevo? ¿Cómo continuar siendo productivo y útil a los demás después de la salida, sin caer en el estancamiento?

Foto: El dilema del directivo en el relevo. (iStock)
El dilema del directivo en el relevo. (iStock)

La teoría del desarrollo psicosocial, elaborada por Erik Eriksson en los noventa, establecía ocho etapas en la vida de las personas, en cada una de las cuales debían enfrentarse a determinados conflictos o dilemas. En una de estas etapas, la madurez, que llega hasta los 60 años aproximadamente, el dilema oscila entre la generatividad y el estancamiento. La primera implica una necesidad básica en las personas de ser productivas, de dar continuidad a la especie, de contribuir al cuidado y preparar a otros para el futuro y, en definitiva, de generar beneficios útiles para la comunidad —culturales, sociales, económicos, científicos…—, que resulten valiosos y trascendentes en un legado que verdaderamente importa.

Por el contrario, cuando este impulso generativo fracasa, aparece la sensación de estancamiento, decía Eriksson, que dificulta la eficacia de nuestras relaciones con los demás, ya sean afectivas o laborales, y viene acompañada de una cierta depresión y ensimismamiento. Provoca, además, una sensación de incapacidad para generar y producir, de aislamiento, que acarrea rechazo social, alejamiento de los otros.

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Este dilema entre, por un lado, producir y generar valor hacia los demás y hacia el futuro y, por otro, cerrarse en sí mismo y estancarse, creo que se resuelve más frecuentemente a favor de lo primero. Eso sí, intentando encontrar la mejor manera de hacerlo. Es lo que ocurre en la famosa crisis de la mediana edad, cuando uno se pregunta qué estoy haciendo aquí, en una reflexión interior que invita a querer ser productivos y útiles de la mejor manera. ¿Cómo me gustaría que fuera mi contribución en este mundo? ¿Qué tipo de huella me gustaría dejar? ¿Cómo me gustaría ser reconocido? ¿Cuál es mi jerarquía de importancia relativa de las cosas y personas que me rodean?

Pensemos en el mundo del trabajo. Si este representa para cualquiera no solo la forma de ganarse la vida y cubrir las necesidades materiales, sino también las emocionales, las de arraigo y vinculación psicosocial, en el caso de los directivos, esto último es aún más relevante. Por eso, la salida de un puesto directivo, cualquiera que sea la causa, amplifica sus efectos. Supone prescindir no solo de los típicos símbolos de estatus, jerarquía y poder —cada día más en desuso y menos visibles en las empresas avanzadas—, sino de la capacidad generadora de valor, de proporcionar un beneficio útil para la empresa y la comunidad, de liderar equipos e influir.

El riesgo de estancamiento aumenta los temores a la salida, más allá de las consecuencias materiales. Quizá sea una de las razones que justifican el apego exagerado a determinados puestos, incluso después de haberse agotado el ciclo natural de contribución, cuando la decadencia comienza a ser evidente y el necesario enfoque estratégico en el largo plazo se divisa demasiado lejano.

Hoy, la vida media tras la jubilación es de 20 años, con avances médicos y hábitos de vida saludables que permiten tasas de actividad mucho mayores

Cuando Eriksson escribió su teoría, a comienzos de los noventa, la vida media tras la jubilación en España era de unos 11 años. Hoy son cerca de 20, con avances médicos relevantes y hábitos de vida saludables que permiten unas tasas de actividad mucho mayores. ¿Cuál es el mejor momento para organizar el relevo? ¿Cómo continuar siendo productivo y útil a los demás después de la salida, sin caer en el estancamiento?

Vemos casos de quienes han llevado a cabo relevos exitosos en sus organizaciones, habiendo encontrado después formas diversas de continuar contribuyendo de manera valiosa. Aconsejar, entrenar, formar, compartir o ayudar son algunos verbos asociados a la incomparable sensación que experimentan quienes consiguen devolver a la sociedad parte de lo mucho que han recibido.

Pensando en las empresas familiares, la cuestión es aún más importante, sobre todo cuando a la condición de máximo responsable se une la de fundador, en una simbiosis de roles aparentemente indisoluble. La sucesión del CEO en estas compañías, a las que ayudamos en ocasiones, es precisamente uno de los capítulos más difíciles de resolver en sus modelos de gobierno.

Pensando en las empresas familiares, el relevo es más importante, sobre todo cuando a la condición de máximo responsable se une la de fundador

Algunos, en cambio, tienen claro este asunto. Hace unos días, se anunciaba que los fundadores de Google Larry Page y Sergei Brin dejan sus puestos ejecutivos en Alphabet —la matriz del conglomerado de empresas— para acumularlos en manos de Sundar Pichei —que ya dirige el negocio específico de la filial del buscador—, aunque continuarán en el consejo.

Es la segunda vez que lo hacen, por cierto, pues ya dejaron la compañía en manos de Eric Schmidt como CEO, para volver años más tarde. En esta ocasión, con una experiencia mucho más asentada, dicen que ha sido un privilegio estar involucrados en la gestión diaria durante tanto tiempo, pero que "es hora de asumir el papel de padres orgullosos, ofreciendo consejos y amor, pero no regañinas diarias". Quizás a muchos esa expresión les suene familiar, nunca mejor dicho, y es posible que incluso la consideren entre sus propósitos, ya que se acerca el tiempo propicio para renovarlos.

La teoría del desarrollo psicosocial, elaborada por Erik Eriksson en los noventa, establecía ocho etapas en la vida de las personas, en cada una de las cuales debían enfrentarse a determinados conflictos o dilemas. En una de estas etapas, la madurez, que llega hasta los 60 años aproximadamente, el dilema oscila entre la generatividad y el estancamiento. La primera implica una necesidad básica en las personas de ser productivas, de dar continuidad a la especie, de contribuir al cuidado y preparar a otros para el futuro y, en definitiva, de generar beneficios útiles para la comunidad —culturales, sociales, económicos, científicos…—, que resulten valiosos y trascendentes en un legado que verdaderamente importa.

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